Esta reseña debía aparecer antes, pero siempre hay tareas que se interponen. Al comenzar, la imagen mental que nos hacemos es la de una carrera de obstáculos. Pero es inexacta. La dificultad se parece más al paisaje vacío en el que Zenón de Elea obliga a Aquiles a correr infinitesimalmente detrás de una tortuga a la que no podrá alcanzar. Quien más, quien menos, todos nos cruzamos alguna vez con el demonio de la procrastinación. Es como si el cuerpo se opusiera mansa y calladamente: “preferiría no hacerlo”. Pero la dificultad no es escribir, sino decir algo. Como si en un punto indeterminado existiese la convicción impersonal de que lo escrito, antes o después, terminará en el mismo desagüe, engordando una lengua que se acumula como un inmenso arsenal contra nosotros mismos
Ese arsenal de signos puede pensarse como la lengua del capitalismo, al menos si adoptamos la perspectiva que propone Damián Tabarovsky en La lengua en el capitalismo. Tres momentos (Mardulce, 2024). El libro distingue entre la lengua del capitalismo y la lengua en el capitalismo. La primera, remite a la identidad: el inmenso arsenal de mercancías supone una gramática general de la riqueza, y una forma social en que la lengua es expresión de esa gramática. La lengua del capitalismo es entonces el capitalismo como lengua. La segunda apunta a la diferencia: lo que en la lengua se tensa contra esa gramática, lo que no se diluye en ella. Así, valor y sentido no son idénticos porque la “lengua del capitalismo” y la “lengua en el capitalismo” difieren. Como la valorización (también la de la lengua) es un proceso que siempre está por hacerse, es que puede ser diferido, aplazado, torcido. Por eso la lengua en el capitalismo –dice el libro– nos “llama al pliegue, al rodeo”.
Pero la lengua se da como relación de mi cuerpo con otros cuerpos. Entonces, quizás en el diferir de la procrastinación lo que ocurre es que nos volvemos el campo de despliegue de la tensión entre esas dos modalidades de la lengua: ser hablados contra hablar, productividad contra gasto improductivo. Lo que nos abre una pregunta: ¿no será la literatura (en el sentido de su mercado, su canon, sus modos instituidos) el espacio que liquida esa tensión, cuando la “lengua en el capitalismo”, lenta pero implacablemente, se valoriza, absorbida por la “lengua del capitalismo”? Ciertamente, aunque la absorción nunca sea total. Y no por la resistencia inoperante de la procrastinación, sino porque también existe la trampa, la emboscada a la lengua del capitalismo. Y esas emboscadas posibles son en este libro los “momentos” literarios. Son momentos, porque lo literario no puede establecerse porque de hacerlo se valoriza, se vuelve literatura, mercado, canon. Cada momento literario es entonces una torsión de la lengua que se escamotea a la valorización, más allá –o más acá– de lo productivo y lo improductivo.
El libro se centra en tres “momentos”.
Al primero lo llama “despliegue”. Es la expansión de la lengua del capitalismo en Robinson Crusoe. Esa novela encararía la tarea de borrar al otro desde la lengua misma. Y para no auto anularse en tal empresa (solipsismo), hace del despliegue del borramiento del otro su propio ser. Son las ficciones con que las que el pensamiento burgués disuelve las interrelaciones históricas de las que depende para recrearlas como productos suyos. Pero este despliegue abre también una torsión: la interpretación que en el pensamiento de esa ficción hace visible la ficción del pensamiento burgués, es decir el célebre concepto de robinsonada.
El segundo es la “negatividad”, y su modelo es “Bartleby, el escribiente”. Un copista es alguien capturado por lo ajeno en la lengua. Para él se trata de repetir sin diferencia, porque la diferencia es error. Pero Bartleby, igualmente, difiere: no en lo textual de la copia, sino en su con-texto. No obedece ni tampoco desobedece. Es una desobediencia inoperante, una obediencia diferida: preferiría no hacerlo, por ahora. Algo como el “ahorita”, con que en algunas regiones se evade la obediencia. Otros copistas célebres, Bouvard y Pécuchet de Flaubert, también expresan ese “momento literario”. Dejan de copiar, para actuar. Pero su acción no tiene objeto, es decir sentido. Solo afirman la repetición sin diferencia. Por eso dice Borges que la novela ocurre en la eternidad: experimentan todas las ocupaciones humanas y todos sus fracasos. Ya sin poder agregar nada al mundo, consiguen un pupitre y vuelven a copiar.
El tercer momento es el de la “ruina”. El modo en que Lobo Antunes, principalmente, logra erigir una literatura que es una construcción de ruinas. Pero de ruinas que nunca fueron edificios plenos ni los suscitan; un modo en que la propia lengua se a-rruina, se vuelve a sí misma un contorno de líneas rotas, inconexas, pero de todos modos habitables. Un lugar donde habitar mientras tanto.
Habitar ruinas, resistir la copia, desplegar la crítica, son momentos en que las emboscadas de la lengua pueden permitir que emerja un sentido invalorizable. ¿Y no habría allí una estrategia desconocida o por venir? Por ejemplo, ¿no podría pensarse a la procrastinación asumida una forma de hacer? ¿No son los extensos tomos de En busca del tiempo perdido la sostenida reflexión sobre la procrastinación y su imposibilidad de escribir? Un mundo escamoteado al mundo mundano, que sin embargo se vuelve momento literario, emboscada, contra la literatura de literatos (como la de Bergotte, el esteta). Así, si la literatura muere en la eternidad, es porque lo literario vive en sus momentos. Ni más ni menos que la lengua en el capitalismo.
4 de junio, 2025
La lengua en el capitalismo. Tres momentos
Damián Tabarovsky
Mardulce, 2024
116 págs.
Crédito de fotografía: Julieta Bugacoff.