Pocas obras poéticas de la centuria pasada lograron conjugar ese raro equilibrio entre lo inmediato y lo imperecedero, entre la cháchara espontánea y la minuciosa arquitectura verbal, como lo hizo –lo sigue haciendo– Lunch Poems de Frank O'Hara. Publicado en 1964 por la ya entonces legendaria editorial City Lights del beatnik Lawrence Ferlinghetti, este volumen aparentemente modesto –constelación de gestos fugaces, encuentros fortuitos, impresiones al paso y, por encima de todo, una cadencia coloquial al ritmo sincopado de la ciudad– se ha convertido, por méritos que no abusan de ninguna hipérbole, en una de las piezas líricas más singulares, influyentes y enigmáticamente vitales de la poesía norteamericana de posguerra.
O'Hara, cuya biografía se trenza con el mundo del arte neoyorquino –fue curador en el MoMA, abordó la pintura con sensibilidad crítica, fue amigo y cómplice de artistas que redefinieron el siglo–, compuso como quien salpica manchas de color en el lienzo de lo real. Sus poemas, escritos a menudo de un tirón, durante almuerzos o caminatas, capturan el siempre escurridizo instante con la misma inmediatez con la que Pollock derramaba pintura. “Son las 12:10 en Nueva York y me pregunto/ si terminaré esto a tiempo para almorzar con Norman”, anota en “Adieu a Norman, bonjour a Joan-Paul” como si la espontaneidad, la desfachatez, la entrega sin condiciones al tiempo que pasa fueran elementos suficientes para justificar la escritura de un poema que, en definitiva, no responde a una tónica diferente de lo vital, y mucho menos ocupa un lugar destacado entre otras cosas del mundo.
El también autor de Meditaciones en una emergencia es capaz de deslizar una confesión amorosa entre el inventario de una tarde cualquiera, o dejar en suspenso una emoción para colar una referencia a Lana Turner, como si el pathos y lo mundano compartieran un mismo plano sin escalafones: la comida rápida, los encuentros casuales, la observación directa de la ciudad y sus iconos pop en una sucesión de imágenes veloz, parcial e inacabada propia del rastro de una conciencia en movimiento –la “visión multifacética de la mosca en el laberinto sin hilo”, dirá en otro poema–. Casi todas las piezas de Lunch Poems poseen una ligereza comparable, pero su dicción e inmediatez aparentemente casuales desmienten su cuidadosa orquestación del desorden.
“Lo que podríamos llamar su voracidad poética todo lo fagocitaba. Fluidez y corte dentro de una vivacidad constante” –apunta Matías Serra Bradford, responsable de esta traducción y del prólogo. Los verbos en presente, las conjunciones copulativas y las interferencias –acorde el pensamiento sale de paseo– aglutinan distintos planos de realidad en una ilusión de lo simultaneo propio de la vida urbana, y hacen que el ritmo de O'Hara se parezca más al habla rápida que a la prosodia medida; más a la respiración de un paseante que a la cadencia de un orador: “(...) camino por la calle calurosa que comienza a solearse/ y comer una hamburguesa y una malteada y comprar/ un horrendo NEW WORLD WRITING para ver/ qué están haciendo los poetas de Ghana”. Estos versos pertenecen a “El día que lady murió”, que, en conjunto, es una sucesión de nombres propios, de episodios insignificantes, de fechas y lugares que hacen a una suerte de elegía del ausente (aunque no lo suficientemente artera como para no descular que la figura elidida es la cantante de jazz Billie Holiday).
En dialogo con el expresionismo abstracto, el jazz, el cine europeo o de clase B, el cotilleo y la publicidad, O'Hara desbarajusta en sus poemas las jerarquías convencionales del gusto. En lugar de trabajar la metáfora o la imagen cerrada, fragua una sintaxis abierta, expansiva, asentada en un verso libre ávido por incluir todo: cafés y teorías estéticas, marquesinas y ruinas personales, estrellas de cine y cartas no enviadas. La suya es una poética de la inclusión inmediata; del yo poético como campo de resonancia, atravesado por impulsos contradictorios, deseos caprichosos y percepciones volubles.
A diferencia de poetas como Robert Lowell o Sylvia Plath, cuya dicción se construye en la gravedad del sufrimiento o la profundidad del trauma, O'Hara erige su voz desde el llano, sin ánimos de negar la hondura, en todo caso alegando que la superficie también tiene estratos, que la conversación, debidamente modulada, puede ser tan penetrante como una elegía. Si Stevens labra el pensamiento como un sistema de compensaciones abstractas y Ashbery disuelve la identidad en un juego incesante de espejos, O'Hara –con un temperamento sin duda menos especulativo, pero no menos punzante– propone otra senda: la de una ligera ironía que se burla un poco de sí misma para evitar cualquier solemnidad retórica.
Quizá sea un error leer estos poemas únicamente como una celebración jubilosa de lo banal. Si bien el tono es alegre, cómplice, incluso efervescente, hay en O'Hara una melancolía de fondo, una conciencia atemperada de que todo –la juventud, los encuentros, los nombres propios– se disipa ante la marcha perentoria de las manecillas del reloj. Y sin embargo, esa vislumbre de lo efímero no amarga el poema ni abona la creencia de que, nombrando la estela de las cosas, estas lograrán ser rescatadas del raudo concierto del olvido. Al contrario, el poema en O'Hara busca acelerar el trámite.
4 de junio, 2025
Lunch Poems
Frank O'Hara
Traducción y prólogo de Matías Serra Bradford
Ediciones UDP, 2024
159 págs.