En 1976 María Negroni tenía 29 años, un título de abogacía que despreciaba y un puñado de amigos que el Terrorismo de Estado había desaparecido. Guarecida junto a su compañero en un barrio del sur de la provincia de Buenos Aires y sin un peso en el bolsillo, debió acudir, muy a pesar suyo, al favor paterno para conseguir trabajo. Gracias a la intervención de una amiga insistente y a las palabras de un profesor de la UBA desplazado de su cargo por la dictadura, la vocación literaria resurgió en ella –en ella que escribía diarios íntimos y textos poéticos desde la adolescencia–, con un espesor hecho de otro material. “En medio de una vida tabicada y rota, asfixiada por lo que ocurría en el país, me encontraba de pronto con una vocación postergada. Lo tenía todo en contra. ¿Pero no tiene todo en contra quien empieza a escribir?”.
En el breve Colección permanente, fiel a su ideario afrancesado, la autora se propone explorar un mundo –para decirlo en sus propios términos– con otra puntuación. En franca batalla contra la ingenua representación del referente, Negroni pispea por los recovecos y grietas del lenguaje (¿porque hay, acaso, un más allá del lenguaje?) para inscribir una marca que invisibiliza todo aquello que no es marcado y percibir lo que la lengua susurra o calla en la experiencia, en el arte y, sobre todo, en la literatura.
Negroni repara en escritores, filósofos, músicos, cineastas, para penetrar, en la medida de lo posible, en el misterio de la palabra poética, ese objeto escurridizo por definición, aunque reconocible para el oído delicado y la sensibilidad cultivada; palabra que no es sino desvío de la norma y de cualquier tipo de cristalización. “Se escribe” –afirma la autora pensando en el poeta francés Bernard Noël– “para entrenarse a perder. Para eso hace falta un desvío, un movimiento excéntrico, andar por calles laterales. Apostar a una palabra ciega que saque a la luz lo que, permaneciendo velado, habla a través de su misma oscuridad”.
Discutiendo con su propio pasado, con la certeza otrora irrebatible de la praxis política y la acción militante, Negroni reconoce un aprendizaje: se trata menos de desmontar las instituciones gubernamentales burguesas que de minar la sintaxis y las fórmulas de la lengua. Antes de conocer a un mentor-maestro (un gurú ficcional con quien dialoga y de quien recibe socráticas respuestas), la justicia social y la revolución sembraban la utopía por la que valía la pena luchar y dejar la vida. Ahora, en cambio, la insurrección apunta a un destino distinto, y más arraigado aún: se opera para desacralizar el lenguaje, para escandalizar la lógica de los sintagmas y el claustro del signo.
La política de Negroni consiste, entonces, en desacomodar y tergiversar los lugares comunes asociados a los diversos campos –en verdad a todos, puesto que a todos llega el lenguaje–: desde la subjetividad monolítica y la verdad de la Historia, hasta la taxonomía de los géneros literarios. Puesto que el arte comienza allí donde la trama, como diría Miguel Dalmaroni, se troca en trauma, centrando su vigilancia en aquello que no hace sino escapar, “o bien allí donde el lenguaje se vuelve falta de lenguaje y hace de esa falta una riqueza porque ¿dónde se podría buscar mejor un infinito que en una localización del vacío?”.
De Valéry a Yves Bonnefoy, pasando por Macedonio Fernández, Néstor Sánchez y Mario Montalbetti –sin olvidar, claro, a Julia Kristeva, Roland Barthes y Gilles Deleuze, los sospechosos de siempre–, Colección Permanente configura un trayecto diseñado por el devenir de una prosa siempre insatisfecha, con entrevistas apócrifas (entre otros, a Erik Satie, Robert Walser e Hilda Doolittle); el trazado de unos tímidos biografemas, y una única certeza: que la escritura, sobre todo cuando afirma, no es más ni menos que una infatigable forma de interrogación.
3 de septiembre, 2025
Colección permanente
María Negroni
Random House, 2025
112 págs.
Crédito de fotografía: Xavier Cervera.