Así como hallar el pequeño dispositivo de oro con el que la reina Nefertiti se cortaba las uñas permitiría construir la historia de las dinastías faraónicas, esta nueva pieza de Aira anima a seguir imaginando su mito personal y, con él, la historia de la literatura.
Fechada en julio de 2022, la última novela de Aira, editada por Blatt & Ríos, comienza presentando al arqueólogo más famoso de Moldavia en una circunstancia particular: el final de su carrera. Su condición de jubilado lo acerca a aquel “eterno postergado del presupuesto nacional” cuyos ruidosos reclamos, no obstante, no lo representan. Aquello que las páginas iniciales marcan es la imposibilidad de seguir con su carrera, impedimento que no se desprende de la edad sino de la pasión; como si el arqueólogo deviniese cenizas de un fuego que se ha vuelto irrecuperable al igual que muchos de los trozos que en sus excavaciones tironean desde otra dimensión.
En la primera parte de la novela, una idea insiste: la arqueología puede ser considerada como la poesía del pasado que irrumpe en el presente en donde sus rimas devienen, para los nuevos oídos, “crujidos amenazantes”. El protagonista, entonces, es un anacrónico que entiende la arqueología como una aventura hacia la poesía, a distancia de la aburrida prosa con sus explicaciones teóricas y críticas. Antes del retiro, él practicaba una arqueología, una poética podríamos decir, cercana al arte por el arte, a la que se define como: “la arqueología del jarrón por el jarrón mismo sin vincularlo con los grandes temas de la Humanidad”. Ocurre que el arqueólogo, como el poeta, exploraba ciertos huecos, se introducía en el silencio con el fin de extraer de ahí sus talismanes sin necesidad de interpretarlos o traducirlos. Por eso algunos hallazgos, tan fragmentarios, como un libro en una obra de más de cien, solo pueden tratarse de “sílabas guturales en la Historia”. Es decir, un sonido que no llega a ser signo, pero que sin embargo se escucha, como un tarareo balbuceado desde otro tiempo. Con la ligereza de los dos niños que en El vestido rosa juegan y fantasean sobre los huesos de la llanura, el arqueólogo entregó su vida a su aventura: encontrar un pueblo o una civilización detrás de cada pieza-sonido, alejándose de la mediocridad de sus colegas serios y comprometidos. Y esta ligereza resulta de –aquí, aunque fugaz, el continuo juguetón entre personaje y figura autoral– su inagotable productividad o su huida hacia adelante. Mientras todos aconsejaban ir en contra de la abundancia, el prolífico arqueólogo hacía diez campañas por año, así durante décadas, aunque recurrentemente le negaran el máximo galardón y –también a él– se lo mencionara siempre como candidato.
Entre las posibles razones del abandono de su profesión que la novela despliega se encuentran: su condición de celebridad, la espectacularización de los hallazgos, la avidez de novedades por parte de la sociedad, la tecnología con sus botones electrónicos y sus softwares avanzando en detrimento del misterio. Cuestiones que olvidan, como señala la cita destacada en la tapa, que la antigüedad no es inagotable. En algún momento todo quedaría expuesto y, detrás de la vidriera, no habría depósito que supusiera la inminencia de algo más, como cuando se dice: es lo que hay. Bueno, ese hay iba a camino a ser un bodrio para este hombre apasionado por lo oculto quien, como diagnostica la salamandra, no respeta la superficie.
Entre distintas cavilaciones, no sin humor, la novela se hace eco, por un lado, de la melancolía y la nostalgia que se aloja en la pregunta recurrente por el paso del tiempo, y por otro, del juego. Cuando se mima el riesgo de una maldición, la fantasía comienza a conmover, como nos acostumbra el realismo airiano, las distinciones fijas. Entre el sueño y la vigilia, los enunciados muestran un continuo que nos sacude de un lado a otro hasta dudar de si hay tales deslindes, asomando algo así como lo uno-otro. El relato va y viene, y deriva en y con la especulación mental. Estas incertidumbres no se apartan de la profesión del arqueólogo en la medida en que ingresa la pregunta por la verdad y la falsificación, y puesto que, al mismo tiempo, lo que en el sueño deben examinarse son las piezas que faltan de su propia historia. El misterio se revela, finalmente y detrás de todo, como parte de una extorsión maternal. Aparentemente ausente en el presente de la vigilia, la madre del protagonista se camuflaba en la hospitalidad de los sueños alimentando deudas personales que no dejan de coquetear con la praxis arqueológica y con las exigencias de la fama, pues con ímpetu de arqueóloga y de salamandra, reclamará a su hijo que se muestre un poquito más en la superficie de una entrevista, con el fin de ostentar su fama entre otras viejas del asilo. “Justicia poética”: él había dedicado su vida a desenterrar lo oculto, restaba hacerlo con su propia imagen. Así, la nueva pieza de Aira, como un hallazgo en una expedición de Zanzíbar, deviene soporte de la historia de una civilización o de una dinastía literaria que, entre la superficie y el misterio, se percibe inagotable.
3 de septiembre, 2025
El arqueólogo
César Aira
Blatt & Ríos, 2025
112 págs.