Llama la atención aun antes de leerlo: nombre de pila hispánico, apellido ostensiblemente galo; madre venezolana y padre chileno (la una diplomática, el otro escritor). Adoptó como lengua de expresión al francés, idioma en el que se impartían las clases en los liceos de los diferentes países donde transitó infancia y adolescencia. Es subcuarenta, es fachero (por unanimidad) y con cada nuevo libro hace saltar la banca de los más conspicuos premios literarios de Francia.
Pero si Miguel Bonnefoy es una especie exótica en la capital de la república mundial de las letras no es a causa de sus peculiaridades biográficas sino porque hornea una literatura con harinas que la mayoría de sus pares no puede digerir: se interesa más por el pasado que por la agenda contemporánea, escribe ficción pura (hasta cuando se ocupa de personajes históricos), habla más de otros que de sí mismo, tiene sentido del humor.
El inventor –la última novela de Bonnefoy traducida al español– reconstruye la vida de Augustin Mouchot, “uno de los grandes olvidados de la ciencia” que “se obstinó en conquistar el único reino que ningún hombre ha sido capaz de ocupar jamás: el sol”. En efecto, Mouchot creó el primer motor alimentado con energía solar, máquina que llegó a presentar en la Exposición Universal de París de 1878, la misma en la que se dieron a conocer al mundo la cabeza de la estatua de la Libertad, la máquina de hacer hielo, el teléfono. Sin embargo, según Bonnefoy, Mouchot “no estaba destinado a las luces; la sombra lo llamaba”; preconizaba una clase de energía sustentable en un siglo que hizo culto del carbón como fuente de todos los procesos industriales. Solo en su locura y loco en su soledad, como Ícaro, Mouchot voló demasiado cerca del sol (literalmente, llegó a instalarse a los pies del monte Chelia, uno de los macizos montañosos más elevados del planeta, un paraje tan hostil que ninguna comunidad había querido establecerse) y se quemó las alas: ningún capital invirtió en sus proyectos, todas las congregaciones científicas y gremiales le dieron la espalda y murió en la miseria absoluta aquejado por un sinfín de males físicos.
Esa desmesurada asimetría entre la sed de gloria de Mouchot y la magnitud de su fracaso lo convierte en un modelo ideal para un narrador como Bonnefoy, quien ya había probado su talento para relatar las grandes historias de los pequeños hombres con El viaje de Octavio, su primera novela.
La destreza retórica de Bonnefoy –imágenes infalibles, ritmo impecable– envuelve cada conquista de Mouchot con el perfume de la epopeya, como una recordada demostración de su máquina en Biarritz ante los ojos de Napoleón III: “Al cabo de diez minutos, la costa entera estaba en pie, aplaudiendo, observando a Mouchot, y el emperador apuntó hacia el cielo con su bastón: «Viva el sol, viva Mouchot»”.
Pero nada se disfruta tanto como las desopilantes ocurrencias con que Bonnefoy describe las penurias de este antihéroe cuyo patronímico, por gracia de la fonética (mouche), lo aproxima menos a un genio científico que a una insignificante mosca. Cuando era niño, su salud era tan quebradiza que temía que al dormir una siesta prolongada lo enterrasen vivo: “Por eso, en cuanto supo escribir, adquirió una costumbre que no lo abandonaría jamás: antes de quedarse dormido dejaba siempre una nota prudente encima de la mesita de noche: Aunque lo parezca, no estoy muerto.” Más tarde, en su expedición al monte Chelia, contrajo el escorbuto y el tifus, y hasta se sospechó de una enfermedad venérea pero –remata Bonnefoy– “Mouchot protestó asegurando que había subido solo con dos yeguas”.
Casi no hay párrafo alguno de El inventor que no contenga una curva inesperada ni una frase donde no aceche, sutil, la carcajada. Cuando no es a propósito de Mouchot, es el séquito que lo rodea. Sobre Benoît Bramont, un colaborador que le hará de bestia de carga, leemos que “su semblante solo se iluminaba por las mujeres o por el juego; le gustaba hacer trampas a los naipes, comía como un presidiario y mentía hasta cuando estaba bebido”. Y de Pierrette Bottier, una hembra de tintes monstruosos con la que Mouchot acabará sus días, se nos dice: “Desde el mismo día en que nació, el único deseo había sido el de morir en paz (...) Pero la muerte tardaba en llegar”.
Aunque la edición española de El inventor se beneficia de la exquisita traducción de Regina López Muñoz, está claro que el estilo de Bonnefoy acusa, como su propia persona, una orgullosa herencia latinoamericana. Escribe, por ahora, en francés, pero su prosa honra las mejores páginas de un Carpentier y un García Márquez; postulando un barroquismo sin jactancia, por el mero regocijo de la palabra, y una inventiva desbordante que parecen auspiciar un cambio de aires –o un antídoto– para la remanida sobriedad francesa.
3 de septiembre, 2025
El inventor
Miguel Bonnefoy
Traducción de Regina López Muñoz
Libros del Asteroide, 2023
168 págs.