Suele afirmarse, y no sin razón, que uno de los intereses mayores de Roberto Calasso (y allí, para confirmarlo, están entre tantos, tantos otros, Las ruinas de Kasch, Las bodas de Cadmo y Harmonía y La literatura y los dioses) es el simbólico y complejo vínculo entre la humanidad y la divinidad. En el extenso El libro de todos los libros, el editor de la célebre Adelphi centra su sesuda atención en esa obra tumultuosa y sedienta de fieles que han dado en llamar Biblia; particularmente, en personajes, narraciones y escenarios del Pentateuco, esto es, los primeros cinco libros que la componen.
Tarea difícil le espera a quien pretenda resumir o sintetizar un volumen como este, que percibe la economía y la condensación como mascaradas de la pereza intelectual. A semejante objeto –la Biblia– le corresponde un volumen de un brío equiparable. Por ello, Calasso inicia su travesía en un tiempo –sin tiempo– anterior a la Creación: la Torá, afirma, es una de las siete cosas establecidas previas a la Creación propiamente dicha. Escrita con fuego negro sobre fuego blanco, como afirma un cabalista de Gerona, su mismísima condición de producción habilita dos modos de lectura distintos: “o como una escritura continua, no dividida en palabras –así lo exige la naturaleza del fuego– o del modo tradicional, es decir, compuesta de preceptos y relatos”. Alejada de toda cerrazón radicalizada o clausura definitiva, en el inicio, la Biblia parece ser, así, la primera de las Obras Abiertas.
En principio, Calasso se focaliza en los reyes israelitas de mayor renombre y pregnancia: Saúl, David, Salomón. Y una declaración rimbombante (en un libro repleto de ellas), se deja oír; una llaga que atraviesa la relación entre Yahvé y el pueblo de Israel: la necesidad de este último de exigir un rey, una realeza, asunto desagradable para el Altísimo: ¿acaso Él no era suficiente para ellos? “Toda la historia posterior de Israel” –escribe el autor– “está atravesada por esta grieta, a veces visible, a veces imperceptible”.
Próximo a la letra y de afán narrativo, El libro de todos los libros repasa un sinfín de historias, acontecimientos, nombres propios y genealogías aptas para memoriosos o adeptos a la lectura con lapicera en mano. Humildemente, a cuenta gotas, Calasso levanta la cabeza de la exposición o de la narración y mete la cola con ironía, aunque sin saña. Basta pensar, por ejemplo, en los casos en que exhibe las débiles diferencias entre rituales y celebraciones dedicados a uno u otro dios, u observa similitudes y discrepancias entre profetas bíblicos y los videntes védicos de la India. A la vez, cuando no se limita simplemente a recorrer anécdotas cruciales, se atreve, con distanciamiento crítico, a realizar breves interpretaciones. Así, respecto de la especificidad de Jerusalén en concreto, conjetura: “Más que las proclamas sobre la unicidad de Yahvé, más que las execraciones de los “ídolos inmundos”, aquello que da el sentido de una diferencia insalvable entre Jerusalén y sus muchos y turbulentos vecinos es la lectura, el poder dirimente que tenía la lectura de un texto. En este caso fue el Deuteronomio, recapitulación de toda la Ley de Moisés”. Para concluir: “El acto de leer no formaba parte de la teología. Era su presuposición. Sobre esto se fundaría toda la Biblia“.
Con Abraham, Calasso escrudiña los prolegómenos de la diáspora. Son, de hecho, las primeras palabras que Yahvé dirige al patriarca las que darían inicio a ese movimiento ad eternum que, se supone, se inscribe en el corazón de la idiosincrasia israelita. Marcharse, ordena el Señor –marcharse de la casa paterna, de la patria– hacia un lugar, una tierra prometida que, a su debido tiempo, será indicada. El pueblo judío siempre estará en movimiento: o marcha o es expulsado. “Son dos variantes del distanciamiento”. –asevera Calasso– “Si no hay distanciamiento, en cualquiera de sus formas, no hay judíos”.
El estudio que el autor le dedica a la circuncisión pulsa uno de los nervios sensibles de la historia israelita: nada en esta cultura puede tomarse o aceptarse “tal como es”, es necesario –en los hombres, en los animales, en los frutos– producir un corte, una cesura; simultáneamente, Calasso rastrea, casi por accidente, la primera oportunidad en que la belleza femenina se asocia al miedo y al peligro; y explica, por otra parte, que el judaísmo se funda en una teoría de la Gracia: no hay, en efecto, mérito alguno en Abraham, Isaac y Jacob, hombres sin atributos que el antojo y el capricho de Yahvé convertirán en elegidos y patriarcas. La teoría de la Gracia establece, por fin, una de las “diferencias irreductibles” de la Biblia con los primeros textos egipcios, fenicios y mesopotámicos.
Pero es en el capítulo dedicado a Freud, a la disección de su Moisés y la religión monoteísta, donde Calasso suelta la muñeca y libera su sagacidad crítica. Apropiándose, con un dejo de sorna, del lenguaje freudiano, afirma que el psicoanalista pretendió –aunque con recelo, con reparos ante el odio antisemita que se palpaba ya en la época de la publicación del libro– provocar una herida narcisista en los judíos. El mismísimo Moisés sería, en verdad, egipcio; el ritual por excelencia, la circuncisión, sería, también él, una práctica de Egipto; y el monoteísmo, aspecto crucial del judaísmo, una concepción atribuible al faraón Akenatón. Los hijos de Israel, desde esta perspectiva, carecerían de cualquier tipo de condición verdaderamente propia.
Ciertas interpretaciones –en las que se entronca el último Freud– consideran que Moisés, demorado más acá del río Jordán, denegada su entrada –a él, justo a él– a la Tierra Prometida, fue asesinado por su propio pueblo. Este parricidio en el umbral de la historia israelí evocaría a un parricidio común a la humanidad toda: el de un “padre primordial”, el “Gran Depredador” que el “Sapiens” cazó en un tiempo inmemorial. Si el fantasma del odio al judío sobrevuela gran parte de la Historia, se debe, para Freud, a que inconscientemente le recuerda al resto de los seres humanos este crimen y esta culpa ancestral. Gracias a una aproximación textualista, Calasso observa la repetición, casi compulsiva, que Freud lleva a cabo de ciertos sintagmas (en particular, el escandaloso “Moisés, un egipcio”). El autor de El malestar en la cultura, asevera Calasso, “se comporta como quien ha sufrido un trauma y se obstina en repetir las palabras traumatizantes, esperando que se conviertan en simples caparazones fonéticos”.
Comentando, corrigiendo, transparentando opacidades, traduciendo; sopesando miradas de exégetas, complementando o refutando biblistas, sin hacer gala de ningún conocimiento (porque para un erudito semejante el conocimiento es la cotidiana mercancía con la que trafica), Calasso agradece que el Señor obre de maneras misteriosas, porque es allí –en el sinfín de interpretaciones que propicia una oscuridad (semiótica, lógica e ideológica) cara a la Biblia– donde mueve sus fichas de insaciable enciclopedista. Narrador, ensayista, traductor de Nietzsche, perito en mitología hinduista y griega, lector minucioso de Kafka, entre las joyas que albergaba su biblioteca personal reposaron una primera edición de Spinoza y de Giordano Bruno; en sus últimos años, como director de la editorial Adelphi, supervisaba –detalladamente– unos noventa libros anuales de los géneros más diversos. No requiere de mucho esfuerzo imaginar a Calasso en sus horas finales concentrado febrilmente en las páginas de la Biblia; releyendo versículos, cotejando pasajes, escribiendo comentarios. Quien sabe, tal vez se obligaba a creer, al igual que el rey David en el ocaso de sus días, que el Ángel de la Muerte tiene prohibido acercarse a quien se encuentre, concienzudamente, estudiando la Torá.
27 de agosto, 2025
El libro de todos los libros
Roberto Calasso
Traducción de Pilar González Rodríguez
Anagrama, 2024
496 págs.