Desde sus primeras novelas hasta sus más recientes colecciones de cuentos, el escritor estadounidense Steven Millhauser ha incorporado una amplia variedad de artes visuales en sus mundos de ficción –desde la fotografía y la pintura hasta el dibujo, el cine o la arquitectura– como una manera de indagar en la especificidad de su propio medio: el texto escrito. Este ensayo se propone estudiar un motivo recurrente dentro de las exploraciones intermediales de Millhauser: la animación de las imágenes. El uso autorreflexivo que hace Millhauser de la animación se ilustra de manera ejemplar en el cuento “El ratón y el gato”, publicado en la colección Risas peligrosas en 2008. En esta caricatura lingüística, los vívidos tropos de los famosos dibujos animados Tom y Jerry, creados por William Hanna y Joseph Barbera para Metro-Goldwyn-Mayer, son evocados a través de la pura materia de las palabras. El texto funciona como un dispositivo que despliega imágenes mentales, del mismo modo en que un dibujo animado cobra vida mediante un dispositivo de proyección.
La fascinación de Millhauser por la conquista artística de la animación también lo llevó a escribir un par de relatos históricos ambientados en la era precinematográfica y en los albores del cine. “El pequeño reino de J. Franklin Payne” (en Pequeños reinos)
y “Un precursor del cine” (en Risas peligrosas) sumergen al lector en la serie de experimentaciones artísticas y técnicas que desembocan en un logro innovador: la capacidad de “hacer que las imágenes se muevan” (RP 243), para total desconcierto del público moderno. “Un precursor del cine” es la biografía ficticia de un artista olvidado, Harlan Crane, que vive en la ciudad de Nueva York durante la década de 1880. De manera misteriosa, es capaz de animar sus pinturas, que exhibe en escena como un ilusionista. Su vida está salpicada de alusiones al inventor francés Émile Reynaud (1844-1918), precursor del dibujo animado.El segundo relato, “El pequeño reino de J. Franklin Payne”, es una novela breve ambientada en la Nueva York de los años 1920, que detalla la práctica artística de Franklin, un avatar ficticio del caricaturista y animador estadounidense Winsor McCay (1869-1934).Ambas biografías ficticias –proyectadas en la sombra de dos pioneros de la animación, Émile Reynaud y Winsor McCay– le permiten a Millhauser reflexionar sobre el sutil equilibrio entre la mano y el dispositivo en el proceso creativo moderno, entre la cooperación y la competencia. En este ensayo, adopto el desarrollo que Giorgio Agamben hace del concepto de dispositivo de Foucault, en su breve texto ¿Qué es un dispositivo? (Agamben, p. 14). Sin embargo, los dispositivos analizados aquí corresponden únicamente a un segmento específico dentro de la categoría deliberadamente amplia propuesta por Agamben: se trata de dispositivos tecnológicos involucrados en la creación y en la proyección de imágenes animadas en el cambio de siglo. De hecho, el advenimiento de la animación en las artes visuales estuvo acompañado por la creciente importancia del dispositivo técnico tanto en la creación como en la recepción de la obra artística. La imbricación entre lo manual y lo técnico en el proceso artístico lleva a Millhauser a reflexionar sobre la categoría estética del asombro. A partir de la rica historia de la animación, el autor se centra en el lugar que ocupa el asombro en la era moderna, exhibiendo el funcionamiento del arte, tanto o más que la propia obra de arte.
“El viejo misterio renovado”: el asombro en la era moderna
El rasgo común en las búsquedas artísticas de Franklin y Harlan es la categoría del asombro: Harlan deja perplejos a sus espectadores con sus pinturas en movimiento, y la hija de Franklin queda “encantada con la pantalla” (PR 131) debido a los dibujos de su padre. De hecho, Millhauser adopta deliberadamente una perspectiva del pasado para mostrar hasta qué punto los nuevos dispositivos ópticos de la época provocaban asombro. En la siguiente cita, el narrador expone los pensamientos y la teoría de Franklin sobre una realidad muy moderna: el haz de luz del proyector: “Franklin apagó la luz y encendió el proyector... En la pantalla blanca las imágenes negras se movieron: el viejo misterio renovado. Oscuridad y luz: noche y luna: teatro oscuro y pantalla brillante. En la oscuridad podía ver el haz de luz lanzado por el proyector. Le parecía un haz de luna en una antigua pintura de un bosque. Se le ocurrió que el haz del proyector era el verdadero rayo de luna moderno, ese rayo de luz proveniente de un nuevo reino de misterio y encantamiento que dejaba obsoleta a la pobre y vieja luna.” (PR 130-131, el énfasis es mío).
La arrogancia poética de Franklin lo lleva a equiparar un asombro natural (el haz de luna) con un asombro fabricado (el haz del proyector): el poder mítico y místico de la luna queda incluso “superado” por una proeza tecnológica de la época. El motivo pictórico del claroscuro (“un haz de luna en una antigua pintura de un bosque”) se desplaza a la propia realidad de Franklin, convirtiendo efímeramente su habitación ordinaria en una sala de proyección “encantada”, donde, parafraseando el conocido comentario de Nathaniel Hawthorne sobre el efecto inquietante de la luz de luna, “lo Real y lo Imaginario pueden encontrarse” (Hawthorne, 29).
La intuición de Franklin ante la pantalla blanca encantada se cruza con la trayectoria artística de Harlan Crane. Según el narrador de “Un precursor del Cine”, el asombro moderno que promete la animación de imágenes se remonta a los orígenes más lejanos de la humanidad: “hacia un mundo primitivo y oscuro en el que las imágenes pintadas son visiones mágicas con el aliento de la vida” (RP 230). Desde esta perspectiva, Harlan utiliza los dispositivos tecnológicos más avanzados de su tiempo, pero solo para resucitar un deseo arquetípico de la humanidad. Tanto él como Franklin se enfrentan a la cualidad mágica, casi trascendental, que se atribuía a la imagen desde las primeras pinturas rupestres.
Ambos juegan con el misterio de la animación entendida en el sentido más amplio de su raíz latina anima, el “aliento vital” dentro de la imagen. El terreno común entre ambos relatos es una concepción prometeica de las innovaciones científicas y artísticas de cambio de siglo. Como Prometeo, los inventores modernos traen a la humanidad –o a su avatar contemporáneo, el público de masas– un asombro domesticado, cumpliendo con aquel “viejo misterio” (PR 130) y conjurando “visiones mágicas” tomadas de un “mundo primitivo” (RP 230).Adoptando el concepto de Michael Leja, podríamos decir que “Un precursor del cine” explora específicamente un nicho aún por descubrir en la “ecología de la imagen”
de finales del siglo XIX. En este relato ficticio, Millhauser rompe la ilusión de inevitabilidad histórica, sumergiendo al lector en lo que Paul Ricœur llama las “promesas incumplidas del pasado”. De hecho, la historia se sitúa unos años antes de la “inevitable invención [del cinematógrafo]” (RP 211), y describe lo que podría haberse inventado en su lugar, si un artista hubiere abierto otro camino. Parodiando los códigos de la biografía histórica, Millhauser reconstruye la trayectoria de un pintor que encontró la manera de convertir sus pinturas en artefactos de exhibición animada. De esta manera, Millhauser entabla un diálogo juguetón con la historia de las artes pictóricas, reelaborando el motivo recurrente de la mosca pintada: “Naturaleza muerta con mosca parece haber sido una pintura convencional de un plato de frutas sobre una mesa: (...) Sobre una de las manzanas roja verdosa reposa una mosca ejecutada con bella precisión (...) Los que vieron la mosca, con su abdomen color regaliz que se transparentaba a través de las alas sedosas, coincidían en era el triunfo de la composición; lo que desconcertó a varios observadores fue ver el cómo la mosca empezaba a volar y se posaba en otra manzana situada a varios centímetros de distancia” (RP 215).Como demostraron André Pigler y Daniel Arasse, la mosca pintada se ha utilizado desde el siglo XVII como una forma para que el artista exhiba su dominio ilusionista del detalle –engañando al espectador haciéndole creer que el insecto pintado era una mosca real.
A primera vista, la manida pintura de Harlan parece ser otra copia más de esta tradición pictórica. La sorpresa surge finalmente del desplazamiento de este motivo, que de pronto expresa una conquista artística totalmente diferente –no la precisión mimética, sino la animación, cuando “la mosca se lanza repentinamente a través de la pintura”. Harlan literalmente pone en movimiento su cuadro y, metafóricamente, pone en movimiento la historia del arte, contradiciendo irónicamente el propio género de la naturaleza muerta. Más aún, el artista sostiene que la animación de la pintura no representa más que el desarrollo lógico de la ilusión realista, ya que las antiguas pinturas “no animadas” ignoraban una característica central de la naturaleza: el movimiento. A través de dispositivos modernos, Harlan lleva el arte pictórico a una etapa sin precedentes, liberando la mímesis “de la rigidez falsificadora de la pintura” (RP 219).Haciéndose eco de la empresa artística del artista francés Émile Reynaud, Harlan también lleva el arte pictórico al escenario. Mientras Reynaud creó su Théâtre optique en París en 1888, el artista ficticio de Millhauser construye su teatro Fantóptico en Manhattan en 1883. En el teatro de Harlan, las misteriosas metamorfosis de la materia pintada se convierten verdaderamente en el centro del espectáculo.
Además, Harlan manipula el espíritu tecnófilo y positivista de la sociedad urbana de fin de siglo para suscitar en su público una sensación de asombro: “Todo el asunto se ve aún más obscurecido por la extravagante afirmación del propio Crane a un periodista, en el momento de la exposición, de que había inventado lo que llamó pintura animada: una pintura tratada químicamente de tal forma que las partículas individuales eran capaces de pequeños movimientos. Esta afirmación –el primer indicio del futuro hombre de espectáculo– dio lugar a muchos experimentos por parte de los químicos...” (RP 218, el énfasis es mío).Las explicaciones de Harlan aumentan paradójicamente el sentido del asombro, pues ofrecen al público un asombro aparentemente explicable (su “pintura animada” se basaría en la experimentación química), que, sin embargo, permanece esencialmente inexplicado (¿cómo lo logró?). En realidad, el arte de Harlan se basa en el estatus paradójico del asombro en la era moderna. En efecto, el artista comprendió que una nueva categoría de asombro podía ser presentada con éxito a la consideración pública: no el fenómeno inexplicable, natural o sobrenatural (exhibido en gabinetes de curiosidades o en sesiones espiritistas, respectivamente), sino el fenómeno científicamente explicable, cuyas leyes científicas permanecen inaccesibles para el profano. Lo que el Teatro Fantóptico de Harlan ofrece al público moderno no es tanto una pintura como el propio asombro, fabricado mediante la cuidadosa elaboración de un dispositivo que aúna el arte pictórico, las innovaciones científicas y el espectáculo al estilo de P.T. Barnum.
Fabricando el asombro: el funcionamiento del arte
Si los artistas de Steven Millhauser presentan a su público una mezcla paradójica de asombro arquetípico y moderno, lo hacen a través de un proceso de trabajo arduo y, a veces, “desencantado”. De hecho, los narradores de “Un precursor del cine” y “El pequeño reino de J. Franklin Payne” se enfocan menos en la obra de arte en sí que en el funcionamiento del arte, expresando la fascinación de Millhauser por la figura del artista como artesano, encerrado en las alturas simbólicas de su “estudio sin ascensor” (RP 213) o su “estudio del tercer piso” (PR 13). En las líneas finales de su ensayo sobre Émile Reynaud, Millhauser sostiene que este último “es un ejemplo tardío de un artesano reemplazado por una máquina” (Millhauser, “An Incident” 83). El trabajo manual de Reynaud no podía competir comercialmente con la eficiencia mecánica del nuevo cinematógrafo, ya que “las películas fotográficas hacían posible producir en un día tantas tiras y más imágenes de las que Reynaud había conseguido en diez años” (78). “El pequeño reino de J. Franklin Payne” investiga precisamente esta situación desgarradora. En las primeras líneas del relato, el narrador evoca el minucioso proceso artístico de Franklin, que dibujaba su viñeta animada fotograma por fotograma.: “Numeró la página de papel de arroz en la esquina inferior derecha y la agregó a la pila de treinta y dos dibujos nuevos, cada uno de ellos calcado sobre el anterior y prácticamente igual, excepto por una leve modificación (...) Tenía mil ochocientos veintiséis dibujos en tinta china, casi tres meses de trabajo. A dieciséis cuadros por segundo, necesitaría unos cuatro mil dibujos para una caricatura animada de cuatro minutos.” (PR 15).
Para crear su animación de cuatro minutos, Franklin dedicará más de medio año de trabajo paciente, trazando cuidadosamente dibujos casi idénticos. Por esa razón, un amigo suyo le recomienda utilizar un nuevo sistema de producción: el “sistema de celuloides” (99). Este sistema, inventado por John R. Bray y Earl Hurd en 1915, evitaba al animador el trabajo de calcar cada dibujo, lo que “ahorraba un montón de tiempo”, según el amigo de Franklin (80). Pero, sobre todo, este sistema fomentó, según Paul Wells, “la rápida industrialización de la forma animada”, despojando al artista de su oficio y su arte mediante un “proceso de producción racionalizado” (Hilty y Pardo 21), similar al sistema Ford en la industria automotriz (dividiendo el trabajo en varias unidades de trabajadores especializados: los dibujantes y los coloristas).
Sin embargo, la oposición de Franklin al sistema de celuloides no es un rechazo a la tecnología per se. La razón de su rechazo es que los dibujos animados producidos con este nuevo proceso “lo dejaban desencantado” (PR 85). Como deja claro este comentario, la empresa artística de Franklin es, ante todo, una búsqueda personal del asombro. El encantamiento no reside tanto en el producto final (la caricatura proyectada), sino en el proceso lento, ascético y meditativo de trazar línea negra tras línea negra sobre papel blanco. En ese sentido, el recorrido de Franklin recuerda al de Winsor McCay, quien dibujó a mano 10.000 cuadros para animar a Gertie, su famoso dinosaurio. Siguiendo el comentario de Hilty, podríamos decir que Franklin y McCay comparten una fascinación artística similar por la capacidad encantadora de hacer que las imágenes cobren vida: “parte de la emoción de la animación temprana... es la fascinación por el proceso que conduce al resultado” (Hilty y Pardo 16).
De manera curiosa, la fascinación de Franklin por las imágenes en movimiento surge, paradójicamente, de un medio visual estático: la fotografía. De niño, le llamaba la atención el movimiento que parecía producirse sobre el papel fotográfico, a medida que la imagen emergía gradualmente en la bandeja del revelado; un efecto casi mágico que intentó emular a través de sus dibujos animados.
Esta era la parte que más le agradaba a Franklin: el papel estaba en blanco, pero mientras él miraba, con tensa expectación, iba notando un leve movimiento, como si algo aflorase a la superficie, y desde las honduras blancas emergía la imagen: un borde aquí, un retazo gris allá, un brazo fantasmal saliendo de la manga de una camisa. La oscuridad surgía de la blancura cada vez con mayor velocidad, un estallido de vida (...) Sentía la misma emoción cuando dibujaba en papel blanco con crayones o pinceles. (PR 22-23, el énfasis es mío)
Lo que realmente pone en marcha la búsqueda artística de Franklin es el acto de trazar –de conjurar, mediante una ilusión óptica basada en la persistencia de la visión, la repentina animación de imágenes que aparecieron como por accidente en el cuarto oscuro de su infancia. La paradoja en el corazón de la poética de Franklin es que el creador dibuja meticulosamente una imagen tras otra con el fin de crear la ilusión de que la viñeta es una entidad autónoma, capaz de moverse libremente sin intervención humana ni creador. Ese era precisamente el sentido de la famosa frase de McCay en el panel introductorio de Little Nemo: “MIRA COMO ME MUEVO”. Mediante esta frase, la imagen se presenta como una entidad autónoma que se dirige directamente al público y le pide que contemple su esencia “maravillosa”. En efecto, como sostiene Hilty, “la orden del animador 'mira cómo me muevo' es en realidad una invitación a 'mira cómo soy', con toda la banalidad y la profundidad que eso implica” (Hilty y Pardo 13). El recorrido artístico de Franklin explora la conjunción entre esa banalidad y esa profundidad. La eficacia técnica y comercial de la incipiente industria del dibujo animado le resulta simplemente irrelevante, ya que el sentido de su trabajo reside en el propio gesto del artista como artesano, lidiando con el encantador misterio de una imagen autónoma.
Por supuesto, la trágica ironía de la situación de Franklin es que finalmente descubre un arte y un medio que le permiten encontrar una respuesta artística a su epifanía infantil en el cuarto oscuro –pero lo hace justo en el momento en que la forma animada se convierte en símbolo de lo que Adorno y Horkheimer llamarían más tarde la “industria cultural” (Adorno y Horkheimer (94):
un producto cultural diseñado y empaquetado para el público de masas moderno, y basado en la producción mecanizada. De hecho, uno de los muchos temas que explora la novela corta El pequeño reino de J. Franklin Payne no es tanto lo que Walter Benjamin identificó como la “reproducción mecánica” de la obra de arte (que disuelve el aura de su “aquí y ahora”; Benjamin, La obra de arte, 40), sino su producción mecánica en primer lugar. Lo que está en peligro no es tanto el “aquí y ahora” de la obra de arte, sino el “aquí y ahora” del trabajo del artista: la huella del artesano. En un ensayo titulado El narrador (Der Erzähler), Benjamin equipara la figura del narrador con la del artesano, que necesariamente deja una huella de su alma artística en el propio material de su relato: “Las huellas del narrador se adhieren al relato, como las del alfarero a la superficie de su vasija de barro” (Benjamin, Iluminaciones 91-92). De manera similar, los dibujos meticulosamente trazados por Franklin están llenos de la presencia ausente de su creador.Así, el artista ficticio de Steven Millhauser articula los dos significados diametralmente opuestos de la palabra “manufactura”. Por un lado, Franklin experimenta la transformación de la forma animada en una industria, que fabrica productos a gran escala utilizando maquinaria. Por el otro, la concepción que tiene Franklin del arte parece inclinarse hacia la etimología de esta palabra, que contradice parcialmente su uso moderno: manu factum, “hecho a mano”. Franklin “manu-factura” sus caricaturas; las fabrica pieza por pieza con sus propias manos, tanto que el verdadero sentido de su trabajo reside en la factura del artista experto, en contraste con la estandarización del proceso creativo. En otras palabras, el encanto y el sentido profundo de su arte se encuentran en la huella y en los trazos del artista. De ahí la importancia del motivo de la mano a lo largo de la novela corta: el dibujo a mano, única y auténtica firma del artista, empuñando una “punta de pluma Gillott 290” (PR 82); la mano del niño tocando el papel fotográfico, “suave por ambas caras, pero más en una que en otra” (21); y, sobre todo, la mano del padre, que enmarca con fuerza toda la narración. En este contexto, el desplazamiento lingüístico del sustantivo “mano” condensa las preocupaciones existenciales y poéticas de Franklin: “[Franklin] Franklin, mirando al hombre enjuto y canoso tendido en la cama con los ojos cerrados, recordó bruscamente a ese otro padre, el que alzaba y bajaba la mano en el cuarto oscuro mientras contaba con voz grave. (...) Franklin trató de encontrar algo de su padre para llevarse consigo –una pluma de mango de marfil, una fotografía del liquidámbar–, pero todo parecía chato y muerto, y regresó a Cincinnati con las manos vacías, aunque con su verdadero padre vivo en su interior.” (PR 33-34, el énfasis es mío). La polisemia de la palabra “mano” se entreteje en una red semántica que vincula la mano del padre perdido, el instrumento del artista (una pluma), y su vacío conmemorativo (“con las manos vacías”). Si Harlan Crane es “un precursor del cine”, Franklin es sin duda un excursionista, “tanteando el camino con los dedos” (44).
A través de las biografías ficticias de dos artistas visionarios (que intersecan de múltiples maneras con las vidas del dibujante Winsor McCay y del “artista-inventor” Émile Reynaud (“An Incident” 81), Millhauser explora el surgimiento de una cultura visual moderna durante el final del siglo XIX y comienzos del XX en Estados Unidos –una cultura caracterizada por la nueva importancia atribuida al dispositivo tecnológico tanto en la producción como en la recepción de la imagen. Más precisamente, Millhauser se enfoca en el pasaje de las imágenes fijas (pinturas, dibujos y fotografías) a las imágenes en movimiento. Sus artistas intentan capturar el fenómeno del movimiento, creando la ilusión de una imagen mágicamente autónoma –pero lo hacen a través de un trabajo arduo. “Pensando sobre todo con sus dedos” (In the Penny Arcade, 41), Franklin, Harlan y todos sus pares ficticios encarnan la preocupación autorreflexiva del escritor por exponer la mecánica de la ilusión y del asombro.
Fuentes citadas
1 de noviembre, 2025
Notas