Libro tras libro, en mi lectura de Peter Handke ha persistido –y también se ha ampliado– una sensación, un efecto, un percepto. No hablo de una continuidad estilística ni temática, sino de algo más profundo: una figura.[1] Velada por cierta virtud proteica, discurre por los relatos, los ensayos y las novelas, expandiéndose, contrayéndose, camuflándose o disolviéndose a lo largo y a lo ancho de la diégesis, aunque a veces emerge con todo su pequeño y verdadero rostro, dentro o fuera de ella. Me refiero –si es posible utilizar el verbo referir para algo tan escurridizo– a lo que él mismo ha llamado el «día-mundo».
Como si se tratara de una molécula compositiva, un eón o un aleph en miniatura, la impresión es que su obra ha nacido de ella como la planta de su semilla. Ese carácter seminal no opera, sin embargo, en una actividad evolutiva; no importa un desarrollo, no adquiere materia devorando el alrededor en su favor. Es un punto de vista, pero con los pies en la tierra, en medio de las interferencias de la vida cotidiana, y a la vez independiente de la relación de continuidad de las partículas en el universo. Un acto de consciencia que se retoma una y otra vez al narrar, no como un método, sino como una respiración.
Pero, si queremos entenderla como paradigma móvil de la voz, ¿en qué consiste esta presencia contradictoria –integrada por un tiempo reducido y un espacio inabarcable–? Handke nunca lo explicita, ni siquiera en Pero yo vivo solamente de los intersticios, su larguísima entrevista con Herbert Gamper, donde confesó sentirse «mucho mejor al narrar los días y las noches» porque en ellos parece prevalecer «algo así como un estado originario de la narración».[2] Solo en el Ensayo sobre el día logrado lo menciona al pasar, únicamente para orientarse y poder describir las condiciones del «día-logrado», que, por más similares que estos parezcan entre sí, no coincide con el día-mundo.
Handke dice: «En el día logrado yo habré sido simplemente el medio en el que se da este día, habré caminado simplemente con el día, me habré dejado iluminar por el sol, tocar por el soplo del viento, llover por la lluvia; mi verbo habrá sido "dejarse otorgar". Tu interior, del mismo modo, se habrá hecho múltiple, como, en el curso de este día, el mundo exterior, y el epíteto de Ulises, "el que anda errante por muchos lugares", al final del día te lo habrás traducido como "el múltiple", y en ti habrá habido una danza de la multiplicidad. En el día logrado el héroe habría podido "reírse" de sus percances (o por lo menos habría empezado a reír al tercero de ellos). Habría estado en compañía de las formas, incluso de las distintas hojas que había en el suelo. Su día-yo se habría abierto y se habría convertido en el día-mundo.»[3]
Según estas líneas, el día-logrado se distingue del día-mundo en tanto el último opera como punto de arribo del primero. El problema es que, luego de afirmarlo, Handke no alude más a él. Por eso resulta importante señalar lo que el ensayo analiza desde el principio: hallar nuestra medida vital en la extensión del día. Ese recorte del tiempo obedece a nuestra necesidad de establecer y cifrar su curso, parcelarlo para poder surcarlo, y, reiterada y torpemente, intentar dominarlo como una nave al mar; pero también a un rasgo que la misma naturaleza despliega ante nosotros: la reiteración del nacimiento, recorrido y muerte de la luz.
En tanto medida, el día-mundo instaura una relación metafórico-simbólica entre el día/jornada y la vida/existencia. Pero como dicha relación no se agota hermenéuticamente, la misma implica un diálogo carne/espíritu que trasciende la operación lógica o literaria. Su función apela a la exposición de nuestra vivencia al devenir del día; un entendimiento de nosotros con nuestras existencias, y dentro de sus márgenes.
En este plano, el día-mundo se convierte en una figura compositiva esencial para Handke. Prácticamente en todas sus narraciones encontramos un dejar fluir la experiencia por el caudal del día, aceptando el ascenso y la caída de la luz. Al parecer, esta sería la apuesta: una modalidad de existencia que se roce con el nacimiento y la muerte en una escala tan pequeña y breve que indudablemente nos coloque en situación de permanente vértigo y angustia por el paso de las horas. A diferencia de la vida humana en su condición natural, esta vida-jornada se vuelve insensible a las prolongaciones o dilaciones artificiales que puedan obtener la acción física o el verbo oral: el sol emerge y se acuesta sin que podamos hacer nada para alterar su trayecto, y por tanto, quien se entrega al día, queda por completo a merced de sus reglas.
La medida del día-mundo indefectiblemente nos inclina a tratar con el principio y con el fin. Pero el principio y el fin ¿vienen del día en sí mismo, él los posee por sí? La respuesta es negativa. Alguien debe hallarlos, y solo puede hacerlo si se adentra, si se sumerge en él. ¿Quién es ese alguien? Diríamos que el portador de la voz. Y ella realiza esa adaptación a escala de la duración y del proceso de esa duración, sirviéndose de la narración. Ver el principio y el fin, trazar el arco que une esos dos puntos, como el dedo que sigue el sol de este a oeste a través del cielo.
Aquí comienza la aventura. El día-mundo requiere de alguien que lo habite. Alguien dispuesto a reducirse a la talla del jornal, como en La tarde de un escritor. Un jornalero, sin más horizontes que los crepúsculos, cuyo pasado y futuro solo admiten existir al servicio del día, no como nostalgia ni como proyección. El jornalero del día-mundo solo tiene el mundo que su día puede darle. Si acepta el juego, no cuenta con facultades más allá. El nacer y el morir deben encontrarse pegados, separados solo por unos pocos pasos, y el contenido de la vida reducirse a los eventos entre los parpados de la luz y de la sombra. La inmediatez es coercitiva; el contacto con lo próximo, irrenunciable.
Para eso el jornalero del día-mundo necesita su voz, o mejor dicho, por ella nace al día-mundo. La voz que lo hará señalar y reconocer la existencia y el corpus del día, el principio, el transcurso y el final. Ese será su tema y la narración; como el día, se abrirá con una luz –la voz– y se cerrará cuando esta sea borrada por la noche –el triunfo del silencio–. La narración se desplegará sobre la jornada, contra ella, adosada a su textura. Lo que pase, lo que venga, lo que surja, acontecerá siempre sabiéndose dentro de esas murallas, siempre con la garganta apretada por el insensible filo de lo nocturno. Un día-mundo es una mónada; cerrado en sí, referido a sí, limitado por sí mismo, sin ventanas, absorbe lo narrado y lo pega a su existencia, para así reflejar todos los restantes días que puedan haber sido creados a su alrededor, y en consecuencia, el universo entero.
Sin embargo, esto no quiere decir que el principio y el final de la narración concuerden con la primera y la última luz. A veces, durante ese lapso ni los hechos por sí mismos ni los encadenamientos que podamos hacer con ellos cobran sentido. El día-mundo transcurre sin haber podido obtener de su experiencia algo por fuera de su tránsito. Por tanto, el tiempo del día-mundo es distinto al de la voz. La narración viene con la voz; con ella, espacio y tiempo son apropiados, y el día no representa simplemente una rotación, sino también un devenir histórico, que adopta la historicidad para realizarse.
De ahí que el día aparezca como mundo y no como tierra. Realidad mediada, necesariamente vinculada con la voz que la encuentra y la aborda. El día-mundo es una criatura que nos contiene, de la cual somos protagonistas por actuar narrándola. Es un organismo nacido de la historicidad, de la historia como actividad humana. Por eso la narración puede revelarlo. La relación del tiempo natural y el tiempo histórico queda dada en la posibilidad de articular a través del segundo lo que ocurre en el primero. La voz es histórica en tanto se reconoce sometida a la duración, llevando a cabo la tarea de dar cuenta de la duración irreversible en lo abierto.
En el plano espacial, el día-mundo requiere de alguien que lo recorra, como le ocurre al protagonista de El ensayo sobre el loco de las setas, «desplazando el peso de la acción de buscar setas hacia la acción de caminar» para que con el tiempo, el camino y el andar cobren «al menos tanta importancia como el buscar y hallar».[4] Es un topos que al atravesarse adquiere concreción. No es casualidad entonces que los personajes de Handke se desplacen tanto y salgan de sus casas a circular por sus alrededores y vuelvan –o pretendan regresar– bajo techo a rememorar la jornada vivida, a contemplar su muerte colorida en el cielo malva, naranja, lila, fucsia y azul hasta el negro estrellado. El día-mundo es lo dado luego de ser percibido. Su sintaxis no importa demasiado porque él mismo se resiste a ser ordenado en otra secuencia. La gracia es haberlo vivido, pasado, recibido. Empieza cuando empieza y termina cuando termina, por más que nos empeñemos en tergiversar su linealidad.
En su seno, la secuencialidad razonable de los sucesos está dada por acaecer él mismo como día-mundo, por llegar a conformarse al caer la noche. No es un instante ni un momento. No coincide con los Grandes Días de una patria o de la Historia Universal (en ellos el día no cuenta, sino los hechos ocurridos en relación a algo que está por fuera del día en sí, vinculado a la época o a las eras).[5] En él, hay un nacer y un apagarse por fuera de la voluntad, por fuera de los senderos lógicos de los hechos, de toda teleología posible de haberlo vivenciado, haber sido él. Como decíamos, el día-mundo es el relato del viaje de la luz, de un horizonte a otro:
Tiene que ser breve, todo lo más, por ejemplo, así: paralizado ya por las primeras luces del alba, un manojo de miseria, su barco –que lleva el nombre de “aventura del día”–, naufragado en el momento de zarpar, flota a la deriva por las aguas de la mañana, no se percata ni siquiera del silencio del mediodía y, al fin, por no hablar del tiempo intermedio, está justo en el lugar del cual realmente nuestro héroe debía haber salido “en las primeras horas de la mañana”, firmemente anclado en la noche; y por lo que hace a las palabras y las imágenes que transmiten el fracaso de su día, hay que decir que no las hay, como no sean alegoría como estas, insípidas y agotadas.
El día-mundo es parabólico porque se mueve como ella (la parábola), y genera sus efectos, el camino que no es lineal, el peso del tiempo en su línea sin voz. Su desplazamiento no responde a la trama; de hecho, la trama –la "historia"– le resulta refractaria, un esqueleto que alguien le pretendiera adosar desconociendo su propia anatomía. Analepsis y prolepsis, si aparecen en el cuerpo de su diégesis, no lo hacen en pro de embellecer la trama; solo responden al transcurso del día dentro de sí. En el día-mundo no hay nada que contar en esos términos. El día mundo es pura experiencia que no da lugar a especulaciones mientras se lo cursa. El enojo manifiesto de Handke frente a la exigencia de la "historia" crece más y más con cada libro,[7] porque su escritura se repliega cada vez más en la figura del día-mundo.
Estrecharse con los hechos en tanto acontecimientos es la fuerza del día-mundo. Así, se torna inevitable descubrir el carácter indescifrable de lo que ocurre mientras uno se encuentra sometido a la duración apretada del viaje de la luz. Lo que sucede no tiene un pasado construido ni un futuro mensurable. No admite una retrospectiva más allá del recuerdo que emerge instantáneamente, sin voluntad de memoria más allá del efecto del ahora: jetztzeit circunscripto a hallar el tiempo-vivo que une cuerpo y mente dentro de la fatalidad de los crepúsculos. El continuum que se rompe es el del relato burgués, con sus fechas y sus hitos pretendidamente unidos por sobre la condición humana, sus contextos aglutinantes, sus camufladas moralejas, sus paras, sus porqués, sus quién/es. Entonces todo se vuelve acontecimiento, en tanto inexplicable más allá de su recepción y su registro. Quien vivencia se maravilla de su vivencia, sin poder ponderar qué será de ella.
En consecuencia, el día-mundo exige proustianamente que nada sea pasado por alto; toda porosidad, toda superficie y movimiento deben ser relevados para su conservación, para la integración constitutiva de su corpus.[8] El detalle del detalle incidiendo sobre sí y sobre el todo. Ojos, oídos, nariz, piel y lengua sedientos de lo que fuese, lo que el recorrido ofrece y concede. Todo ello dejando por completo de lado el día-yo. El hallazgo del peso del afuera sobre nuestras palmas, fuere diminuto como una pluma o inmenso como el claro de la luna. «Entonces el brazo mecánico pone el disco con una elegancia comparable al modo como un camarero que domina perfectamente bien las formas articula el codo para servir un plato»,[9] cuenta el narrador al encender un jukebox enorme y vetusto en un pueblo de la antigua Yugoslavia y uno percibe la concreción de lo recibido como si se tratara de una perla, porque, justamente, se ha gestado en el seno del día, de un día-mundo, y morirá con él.
Narrar un día-mundo, por lo tanto, deviene la primera prueba para un narrador; dejarse habitar por ese abrir/cerrar de párpados que lo constituye, aprender a captar los hilos y la textura que lo componen, corriendo a contrarreloj. Dar con la carnalidad de un día-mundo representa un punto de contacto con la función más honda de la narración. Nos remonta a la sensación –ya remota– de la especie frente a la salida y a la puesta, a la exposición a las inclemencias de la naturaleza, a la elemental condición de la vida en la que se oponen vigilia/sueño como zonas de dominio o esclavitud: ha pasado un día más y nos ha dejado esto; el ayer ya está lejano y cerrado sobre sí, y el mañana, quién sabe si nos caerá aún despiertos... Brindarle una plasticidad a esas rondas entrecruzadas o concéntricas que la existencia nos obliga a llevar cabo se transforma en una causa ineludible. «Plantar un árbol, tener un hijo, narrar un día», se podría decir.
Por ello, el día-mundo debe descubrir el punto en el cual puede ser narrado («El momento del día en que el rígido mundo se agita con las últimas hojas de los árboles y lo incorpora a uno; por el resto del día a uno ya no le puede pasar nada»).[10] No llega, se encuentra, se consigue, se obtiene. Pero hay que encontrar las palabras para que en su última hora muera y renazca como tal. «Hacia la noche, por fin otra vez el momento en que el pensamiento me declaró inocente: y levanté la cabeza»,[11] dice Handke en la última de sus entradas del diario que llevó en los setenta. Esa expiación tal vez sea la del ego, la purga del día-yo que bloqueaba el surgimiento del día-mundo. A partir de ella, de la inocencia declarada por el caer de la luz, la retrospectiva se clarifica y la voz puede ir hacia lo que fuera propio, lo que el mundo rozó contra nosotros, la cópula con las cosas y las horas, para cantar «el blues del largo día».[12] Devenir seres sin culpa, sin lastres, permite invocar con veracidad. Esta es la atalaya a ras del suelo que nos ayuda a divisar. El día-yo, el recuerdo atravesado por el sujeto, de pronto se abre como una granada y brota la pulpa voluptuosa. La consciencia ya no se remite al yo, no opera sobre él como juicio, sino que se torna algo externo, una spinoziana voz del mundo que se repasa a sí mismo entre crepúsculos.
Porque el día-mundo trabaja a futuro, ocurre para que alguien lo cuente. Aun en presente actúa en el más allá de sus efectos de relato. Produce el día, para un ahora que ya resuena con su primera aparición sonora. Ecos de los seres, los hechos y las cosas, rebotando por la caverna de los siglos. Germen de cualquier otra forma del narrar, con su gema condensada instaura el vínculo entre el entorno, el tiempo y las palabras. "¿Qué hizo el hoy contigo?", sería la pregunta. La respuesta, indomable, vendría a través de un dejarlo hablar. Que las sensaciones, las emociones, los pensamientos desborden en la voz, mientras avanzamos. Como en Falso movimiento,[13] donde los personajes emiten sus condensadas e inconexas frases siempre tangencialmente en relación a los enunciados ajenos, lo que realmente impulsa el cuerpo es la inmediatez no filtrada entre lo vivido y lo dicho. ¿Y el orden del discurso? La fatal linealidad del curso de las horas es la única disposición real y, por tanto, posible. Y esto pendula una y otra vez al día-mundo hacia la in-temporalidad del poema, cuyo centro de gravedad es la música (no solo el ritmo).
De este modo, las notas dispersas de El peso del mundo o de Ayer de camino podrían perfectamente pertenecer a una única jornada, la vida succionada por el vórtice del día-mundo. Y así podría pensarse cómo Handke transplanta la experiencia del día-mundo a sus narraciones de mayor envergadura. El día-mundo como verdadera medida, criterio y estilo (etimológicamente, su vara: con la que compara lo que lo aborda, en la que se apoya mientras anda, y cuya punta le sirve para punzar el papel o el aire con palabras). Pero ello no significa que primero haya desarrollado el arte de acoger el día-mundo; por el contrario, su recepción ha sido en reversa: con cada libro, el arte de Handke destila más la figura del día-mundo. La cual pasa a unificarse con su propia existencia, cuando uno se adentra en su cotidianidad actual, en Chaville, donde día tras día recorre senderos cuyas caminatas resultan la fuente de sus libros y estos retroalimentan esos circuitos incansables y nunca iguales, dotados de la atención permanente y el amor pasional por el entorno.[14] La tarde de un escritor, El miedo del arquero al momento del penal, El momento de la sensación verdadera, El chino del dolor, El ensayo sobre el juke-box, Los avispones, Lento regreso, incluso La doctrina del Sainte-Victoire, por dar ejemplos diversos, cifran sus corpus en días-mundos (como unidad factual-molecular) a la vista, o velados tras su esquema de temporalidad mayor. Porque el eje sobre el que giran responde a la articulación de la experiencia a través de lo inevitable de cargar con uno las astillas del día, las caras, los nombres, las pieles, las superficies, los aullidos, etc. Su constante e ingobernable profusión nos sale al cruce y afecta nuestra vitalidad con esas otras vitalidades. Detenerse en esas manchas y heridas para hacer de ellas un tejido propio (el de la carne tocada) es el núcleo del día-mundo.
Humildad, concentración, entrega constituyen, entonces, las aptitudes ineludibles para que el día-mundo se erija en nosotros. De rodillas, lo sentimos crecer. Tiene nuestra forma, la forma que no podemos tantear en nosotros mismos, el choque de interioridad e intemperie que arborece a través de las horas y suelta sus frutos en el gran relato que al final de los días podremos ser, y sobre el que alguien llegará a decir antes de empezarlo: «En la luz de aquel momento se produjo un silencio. Se extensión el cálido vacío que tanto necesito. Fue como una inspiración o, si existiera esa palabra, un enaltecer originario. La frente ya no necesitaba la mano como apoyo. En el fondo no fue un calor, sino un brillo; no un extenderse, sino un arranque; no un vacío, sino un ser-vacío; menos mi personal ser-en-blanco que una forma en blanco. Y la forma en blanco se llamaba narración.»[15]
1 de octubre, 2025
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