Desde el comienzo hay una voz, una de esas voces que inventa Romina Paula en sus novelas. Nunca entiendo bien de dónde salen, cómo las hace. Pero hay además un modo singular de materializar esa voz que no es del todo un tono, no se da en el sonido o el ritmo de la frase, es más como si se encarnara en el hilito de las cuerdas vocales o en el trazo de la impresión de la página que leemos que se fija en las palabras, en la elección de las palabras que parece conseguir, y esta es la marca personal de la escritora (habría que pensar esa inscripción con “El 'grano' de la voz” de Lo obvio y lo obtuso de Barthes). La naturalidad absoluta de los enunciados parece borrar o tachar la virtualidad del paradigma verbal, la posibilidad de decir las cosas de otro modo. Paula escribe y sus narradoras hablan como si cada frase que dicen viniera desde siempre ya hecha, como si no fuera posible la duda, aunque sus narradoras son siempre muy reflexivas y piensan mientras hablan y aunque no son para nada asertivas, parece que hablaran o escribieran del único modo en el que eso que dicen pudiera aparecer y el efecto, en lugar de ser el del reconocimiento de lo ya hecho, es más el de una lengua imposible por su transparencia: “Tengo épocas del año en las que no pienso en las sierras. Están ahí siempre y como ver las veo porque no puedo no hacerlo, pero no las miro, no reparo en ellas especialmente. Y de repente un día otra vez pum, y se me caen encima como si fuera la primera vez”. Hija biográfica define un estado de tensión que resuena en el espacio de distancia o de cercanía producido entre el efecto de extrañamiento que responde a una advertencia del artificio y la naturalidad de una lengua oral ya hecha desde siempre (que no tiene que ver con el cliché sino con lo que de tan dicho ni siquiera notamos). Define aquí, por ejemplo, en el comienzo, un espacio que enlaza el paisaje de las sierras (que se vuelve un panorama del que la voz parece estar fuera, o el arroyo en el que la narradora se siente de verdad adentro) y el relato o el pensamiento que, por momentos, además, parece coincidir en un fluir de conciencia sin filtro. Es que esa misma tensión entre lo natural, la naturaleza, la vida, lo biológico y lo que los nombres, las palabras, la voz y el relato hacen con ellos es lo que convierte lo biológico en biográfico.
Hay, entonces, una voz de una niña en las sierras cordobesas: Leonor. El nombre es lo único que trae de su familia biológica hasta que llega a ser una hija biográfica y empieza a escribir o a contar, cuando Leticia, “la mamá a la que vine a parar”, la “madre final” la adopta y la lleva a vivir a Los Hornillos. Leticia es actriz y ha viajado mucho, todos los capítulos en los que la voz de la niña cuenta lo que su madre le ha contado a su vez, parecen extender la narración hacia un mundo brillante de viajes y amores espectaculares, una especie de idilio infantil con la juventud de su madre que contrasta con esa lengua tendiente a lo cristalino con la que Leonor cuenta las cosas. Todos los personajes parecen grandes contadores de historias, fabricantes de fábulas pero sus lenguas propias solo se incrustan en la voz de Leonor que los incorpora a su sistema narrador. Camila Aluminé, la amiga inseparable y un poco novia de la protagonista narradora es el personaje perfecto. La personificación auténtica, natural, del conjunto de reglas invisibles que permiten que la narradora cuente. Camila, que es además la que confunde las palabras y que cuando le habla a Leonor de su madre biológica, la nombra a ella como hija biográfica, es la invención de un nombre y de una serie de acciones y de enunciados que parecen salir únicamente de la voz que los pronuncia, como si expusiera con desenfado que todo personaje de una novela está hecho de palabras y que esa condición de la escritura, en lugar de convertirla en fantasma, pudiera por fin lograr algo que dentro de la literatura solo logra el teatro: darle un cuerpo: “Dice entonces Camila que las empanadas son fiesta, así es que lo dice, no dice una fiesta, dice fiesta solo, 'las empanadas son fiesta' es exactamente lo que dice”.
En mitad de la novela, Leonor cuenta lo que le ha costado aprender a escribir y que, aun, en el presente de la narración, digamos, ahora, que ya es más grande, todavía le cuesta:
“Siempre tengo que hacer el esfuerzo de que mis letras no se vayan flotando para arriba como si no tuvieran gravedad porque la verdad, ¿quién dice que deberían tenerla?” Cuando desarrolla la forma que toman sus letras, aparece algo en lo que coincide con su modo de describir y de ver a Camila Aluminé.
Siento que le cuesta concentrarse a ella, a la Camila. Es como una chispa, salta de acá para allá todo el tiempo, encendida pero volátil, y yo le voy detrás y me gusta cómo va pero bueno, temo que lo de novia le parezca demasiado pesado, demasiado pensado para como a ella le gusta volar. Pero no sé.
Se ve de otro modo que las palabras e incluso el relato, hasta el relato de una vida, lo biográfico para Romina Paula, no parecen buscar la coincidencia con las cosas, las personas, los paisajes, con lo que hay y lo que es. No buscan, por supuesto, un reflejo, ni una copia, ni el martillo que romperá el espejo, ni algo que podríamos identificar sin más con el realismo sino algo como un desprendimiento. Las cosas, los paisajes, las personas dicen y tienen una voz que en algo de su materialidad parece coincidir con lo que se escribe, con lo que se cuenta, con lo que se dice. Una voz que como el personaje de Camila Aluminé y como la letra de Leonor cuando escribe, parece flotar para arriba, saltar de acá para allá como una chispa, encendida pero volátil.
27 de agosto, 2025
Hija biográfica
Romina Paula
Entropía, 2025
203 págs.
Crédito de fotografía: Bea Borgers.