Conviene andar con cautela cada vez que un escritor esboza un programa estético; algo del orden de las ideas siempre se resiente al pasar por el tamiz de la ficción. Y no pocas veces lo más interesante de una obra es la manera en que los postulados, digamos, especulativos, al entrar en roce con la materia propiamente narrativa, se deforman, se traicionan o se iluminan de un modo inesperado. Aquello que formulado como tesis parece sólido y compacto, en la práctica se astilla en voces, escenas o imágenes que abren sentidos imprevistos. Tanto es así que la literatura, aun cuando se escribe con la pretensión de ilustrar un principio teórico, termina filtrando dudas, contradicciones y desvíos que desbaratan cualquier plan concebido de antemano. La literatura, en cierta medida, es el desbarajuste de la intención.
En “La totalidad y el azar”, un ensayo publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, Gustavo Faverón Patriau indaga precisamente en esa tensión entre el afán de totalidad y el ineludible azar del que se embebe la creación literaria. Según plantea, toda tentativa de encuadrar la literatura dentro de un marco ceñido corre el riesgo de desconocer su dimensión más fértil: aquella que contempla y hace propios la ambigüedad, la digresión o incluso el error como productores de sentido. De ahí que el modelo de novela que propone para el siglo XXI se remonte al Renacimiento: en Anatomía de la melancolía, de Robert Burton, encuentra “el carácter errático (…) su infinidad de desviaciones, su despreocupación por la unidad, su constante indecisión entre la serenidad del ensayo intelectual, el disparatado afán enciclopédico, el erudito acopio de anécdotas, mitos, leyendas, pasajes históricos espurios, rumores anacrónicos, la manera en que acumula argumentos en lugar de encadenarlos, la enajenación maniática de la voz autorial, que no solo ensaya digresiones con frecuencia, sino que no parece hacer otra cosa que irse por las ramas de un árbol sin tronco, como si un editor pendenciero hubiera eliminado el hilo argumental para dejar solo los excursos y las notas marginales”.
Faverón Patriau evita mencionar explícitamente al posmodernismo maximalista –Barth, Gass, Pynchon, Gaddis–, y aunque su inclinación por lo gótico lo emparente en parte con Mark Z. Danielewski, prefiere aludir a la abstracción sintética de Borges, la abstracción expansiva de Melville y, sobre todo, a Bolaño, cuya 2666 constituye, en definitiva, su modelo de referencia. Lo paradójico es que este ensayo –quizá porque fue escrito a posteriori– expresa cabalmente la propuesta, es decir la desmesura, de Minimosca, opulenta novela de Faverón Patriau que demuestra, como ocurre en raras ocasiones, que la literatura puede ser al mismo tiempo cálculo y extravío.
Lejos de encauzar una trama lineal, Minimosca urde una red de historias solo en apariencia inconexas, una suerte de mosaico fragmentario donde cada tesela –una imagen, un recuerdo, una apostilla o una elucubración– se enlaza por asociaciones más afectivas que argumentales. El lector, así, ingresa en un espacio que parece habitado por los fantasmas de la memoria y los residuos del pensamiento.
Al procedimiento más visible del manuscrito encontrado, que habilita cambios de voz, tiempos y encuadres, lo acompaña una economía de emblemas (sótanos, bibliotecas, proyecciones) que, a la vez que organiza el relato, amplifica su deriva. No se trata tanto de un rompecabezas para armar, sino de rotaciones de foco; de mirar lo mismo desde ángulos que se corrigen, o mejor: se superponen. “Hay personas que nacen dos veces y son la misma y hay personas que nacen una vez pero son dos”, declaración de uno de los narradores que bien puede ilustrar el punto. Esa insistencia en la refracción esmerilada podría derivar en la sensación de redundancia; pero el diseño de Faverón administra los retornos con variación suficiente como para sostener la expectativa.
Hay personajes que parecen dobles, fantasmas, versiones alternativas o máscaras: boxeadores que recitan poesía, escritoras que no escriben, nazis con nombres mestizos, poetas muertos que se pasean vivos. Y la novela multiplica sus historias, las incrusta unas en otras o las espeja en un juego de semejanzas y diferencias hasta hacer añicos cualquier reconocimiento. Sin embargo, el conjunto no se legitima por la acumulación heteróclita sino por su respiración compositiva, que oscila entre lo macroscópico –el fresco total de la historia, con sus guerras, dictaduras, artistas, exilios y resistencias– y lo microscópico –las vidas íntimas, familiares, los objetos mínimos–.
“Yo creo en otra forma de novela” –dice Faverón Patriau en el ensayo citado aguas arriba– “una que, con los ojos abiertos, ceda al impulso de la totalidad, pero descrea de su propio poder, una que quiera abarcarlo todo pero no tenga un plan para hacerlo, una novela que aspire a ser total pero quiera llegar a la totalidad por el camino del azar”. En sus más de setecientas páginas, la idea de totalidad choca con la proliferación de voces, con la deriva de escenas y motivos, en definitiva, con la fuerza centrífuga de la ficción. Allí, en ese desquicio productivo, la reflexión crítica sobre la violencia, la memoria y la locura, y sobre el cariz ominoso de todo ello, no es enunciada como prótesis teórica ni se disuelve del todo en la textura novelesca, más bien encuentra un cauce allí donde la estrategia formal y la densidad de las imágenes se potencian mutuamente.
Entre el archivo de lo real y la invención literaria que lo corroe, Minimosca se pregunta por el estatuto de la ficción cuando la verdad histórica parece saturada de relatos. Tal vez la respuesta esté en su propio desarreglo: un libro para quienes sospechan que la literatura no debe explicar el mundo, sino desordenarlo un poco más.
10 de septiembre, 2025
Minimosca
Gustavo Faverón Patriau
Peisa, 2025
696 págs.*