La catalogación de un libro bajo la categoría “Cuento” constituye un recurso que puede obedecer a necesidades varias: a veces, las editoriales se valen de ello para proporcionar un atajo a su público objetivo en el bosque siempre densamente poblado de las novedades literarias; otras veces resulta funcional a determinados certámenes, cuando se trata de abrir convocatorias, conformar jurados y emitir veredictos. Para la crítica literaria, sin embargo, semejante acto clasificatorio no deja de ser problemático, y hasta engañoso.
Un ejemplo de ello podría ser Animales de compañía, cuarto libro de ficción de la bahiense Sonia Budassi (1978), que fuera laureado con el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes 2021, precisamente dentro de la polémica categoría. Porque en este libro nada es lo que parece, empezando por el factor zoológico evocado en el título. En este sentido, las mascotas propiamente dichas harán su aparición en estos textos solo en forma excepcional. Después de todo, si es cierto que aquellas cumplen un rol de suplantación, de canalización de necesidades afectivas, si hay quienes adquieren pequineses que hacen juego con carteras y zapatos, y labradores que contrastan bien con el césped brasilero de una casa quinta, ¿por qué limitarse a un ser vivo? Efectivamente, para Mariana, la narradora de “Batallas ganadas”, ningún animal de compañía puede competir con un Honda Civic cero kilómetro, primer bien ganancial de gran porte y eslabón de una cadena que la compra de un departamento y la crianza de un hijo terminarán de aherrojar, y no tanto porque ese bólido sea capaz de escandir el cocktail perfecto de confort y adrenalina en un viaje en ruta a alta velocidad –en la liga de los alta gama, para ella en realidad el rey siempre será Audi–, sino porque el goce que la posesión de aquel bien presuntamente otorgará a su titular está hecho a la medida de las ambiciones y las fantasías de la eficaz asesora en finanzas y el gerente exitoso que son Mariana y Julián. Eso sí, hasta que se convierta en, primero, rehén de la escaramuza por la división patrimonial que adviene fatalmente a la ruptura amorosa; segundo, instrumento de la venganza que el despecho reclama; y tercero y último, cadáver del deseo que dejó de palpitar.
Tampoco nada es lo que parece o debería ser para los personajes de “Kilómetros de distancia”: viajar no es un placer que suele suceder cuando se trata de visitar la ciudad natal, sobre todo si hay nueve horas de ruta por delante arriba del auto, donde la proximidad física que da el habitáculo –por más confort que un Sedán último modelo pueda proveer– no hace más que exponer y acentuar la insalvable distancia emocional existente entre sus pasajeros: dos hermanas separadas por diez años de edad y condición socioeconómica (la mayor es directora de Traumatología en el hospital público más importante del norte del país, la menor es una artista plástica radicada en la capital, adonde parece haber huido para alejarse del “marrón seco e improductivo” de su ciudad y los caminos de tierra de la infancia) cuyo vínculo perdura por el amor a un niño –respectivamente, hijo y sobrino de cada una–, al que se trata como un rehén de las querellas de sus pretendidos cuidadores. Ni siquiera un accidente letal, milagrosamente evitado, alcanza para vencer la distancia y la incomunicación. Después, solo hay silencio y una cantidad infinita de kilómetros por delante en un viaje que parece hacia ninguna parte.
En “Mapas de relación”, el amor después del amor tampoco se parece a un rayo de sol, sino a las cenizas de un gato muerto olvidadas en el depósito de un crematorio, que luego de cierto tiempo habrán de mezclarse con el polvo de algún basural. El nombre del occiso es Sibilo, y a diferencia de su tocaya femenina, que según la mitología griega tenía el don de predecir el futuro, más allá de somatizar de tanto en tanto el malestar reinante en el hogar, el felino de este cuento atestigua el pasado de una vida conyugal que la narradora-protagonista reconstruye como una cartógrafa. En el mapa de ese campo minado que es toda relación de pareja, el rastro de Sibilo divide, cual la línea del Ecuador, los hemisferios donde cada cónyuge se radica, a un océano de distancia del otro. Ciertamente el hecho de que, para la narradora, Sibilo aparezca como una “gárgola de protección personal”, y para su marido como una suerte de anzuelo de seguidores en el río de las redes sociales, podría leerse como un indicio del ya irrefrenable distanciamiento de los cónyuges, pero también ejemplifica esas dos dimensiones, la exterior y la interior, en la que se desdobla la vida privada de la mayoría de los personajes de Animales de compañía –profesionales de clase media realizada que, en el afán de acceder o conservar cierto status social, se desviven lustrando la fachada de una casa en ruinas.
La sensibilidad de las narradoras-protagonistas de Budassi está siempre atenta a los signos de ese desdoblamiento; para algunas –la de “Mapas de relación”, por ejemplo–, esos signos pueden decidir una incompatibilidad amorosa mientras que para otras se asemejan a los síntomas de dualidades morales de tintes patológicos. La escritora de “Perfecta” así parece entenderlo cuando, tras haberse enamorado de un profesor universitario con el embelesamiento de una quinceañera, descubre que los atributos que la cautivaron inicialmente –decirse de izquierda, ser descendiente de indígenas, enseñar sobre arte soviético, haber nacido en el conurbano bonaerense– esconden una celopatía y una compulsión controladora. Sin perjuicio de esos giros argumentales, propios de relatos con todas las de la ley, los textos de Animales de compañía pueden leerse como brevesestudios etológicos que recurren a lo ficcional para describir la conducta de los personajes en tanto que animales sociales en interacción con su medio. Descripción, sí, pero también señalamiento crítico, porque en el racconto de una experiencia sentimental fallida Budassi se permite un tiro por elevación a cierto progresismo pour la galerie, cuyo compromiso real con las causas que propugna no va más allá de la creación de slogans aptos para la rápida viralización.
Esas contradicciones pueden adquirir ribetes apocalípticos cuando se las extrapola al plano internacional, como en “Salvar al mundo”, donde una activista de los derechos de los animales oriunda de Shanghai va descubriendo que la cultura corporativa de la ONG ecologista a la que presta servicios –rica en manuales de procedimientos, community managers, contabilidad en negro y bonos por rendimiento– la asemeja bastante a esas compañías multinacionales que destruyen el mundo que ella pretende salvar, comprobando con horror, además, que el jerarca más encumbrado de la organización puede ser, a la vez, un traficante de especies exóticas.
Los personajes de Budassi viajan mucho –más de uno podrá blandir en un aeropuerto la credencial de beneficios del frequent flyer–, pero el destino y el medio de transporte en realidad no interesan; lo que cuenta, para ellos, es ponerse en movimiento, no quedarse quietos, como si el estado estacionario equivaliera a la muerte. (O quizás algo peor, lo que nos permitiría entender, por ejemplo, por qué el narrador de “El perro te mide pero vos tenés que mostrarle quién es la autoridad”, un jardinero a quien los médicos pretenden amputarle los miembros para evitar la propagación de una gangrena letal, ante la perspectiva de quedar postrado para toda la vida en la prisión de su propio cuerpo, desoyendo la máxima faulkneriana por excelencia, entre la pena y la nada, elige la nada.) La escala de los desplazamientos puede ser bien variada pero en el origen de todo nomadismo, por más modesto que sea, siempre hay algo de lucha por la supervivencia. En “Capacidad de adaptación” una pareja fatiga los barrios de la ciudad de Buenos Aires en busca de un departamento en alquiler. En “La velocidad del alacrán” una mujer deja el pueblo de la infancia y abandona a su padre para borrar el recuerdo de un trauma que no se deja descifrar. No obstante, la lejanía sólo recuerda “la mentira de toda distancia en el mapa, nunca es proporcional a ninguna infelicidad”.
En “La gran muralla”, una consultora en mercadotecnia viaja a Beijing a visitar la antigua fortificación china en compañía de un ruso que conoció en París y con el que mantiene una relación a (¿de?) distancia. El destino, que promete parajes exóticos –acaso un Oriente mágico con aroma a incienso de templo budista– se revela en cambio como una Babel apócrifa, puesto que la diversidad étnica y cultural es siempre relativa cuando se la deja apelmazar en el fondo de la olla del tantas veces saboreado guiso del turismo internacional. Algo similar sucede con el lugar en que se ubica la narradora de este relato con respecto a “su ruso”. Así, la emoción de un viaje en pareja no le impide mantener activada su app de citas, a la espera del match que le haga vibrar (¿y la haga?) el teléfono en su bolsillo. Después de los cuarenta, con un primer matrimonio en el prontuario y una hija a su cargo, la protagonista parece haber trocado el combo amoroso completo por emociones más concretas, cumplibles y exigibles –conversaciones interesantes, sexo, afecto, atención, compañía–. Y sin embargo, el amor...
Los cuentos de Budassi suelen partir de (y acabar en) una situación que desborda a los personajes; algo que, más que angustiarlos o herirlos, los irrita, sobre todo aquello que se saben incapaces de cambiar –al otro, por ejemplo–. En el caso puntual de “La gran muralla”, la región menos transparente del mapamundi que es Animales de compañía, un texto que cierra el volumen y duplica en extensión a todos los precedentes, para dar mayor espacio al humor irónico y a las digresiones –dos fetiches budassianos–, la sintaxis misma se hace eco de ese hartazgo. El uso de la elipsis que suprime el verbo principal de la acción (“[...] pensé demasiado en si mandarla o no; lo hice y luego la culpa de dar una versión no mejorada de mí y al mismo tiempo el alivio por la sensatez: efecto honestidad evitado en apps de citas”.) da cuenta de las habilidades de Budassi a la hora de construir voces diversas que se hagan cargo de la narración. Así, el hecho de que todos los textos de Animales de compañía estén escritos en la primera persona del singular no es (y sostener lo contrario equivaldría a subestimar la inteligencia de la autora, o peor, la de sus lectores) el resultado contingente de una decisión técnica, sino el presupuesto básico de la narración. En otros términos, los personajes de Budassi no tienen interés en contar historias, en compartir eso que les sucedió alguna vez y que ahora no pueden olvidar; quizás porque lo que enuncian continúa aconteciendo, lo que explicaría el uso generalizado del tiempo verbal presente, al menos en ocho de los nueve relatos. No cuentan: dicen. Dicen lo que piensan sin pensar en el mensaje ni en el posible destinatario de su discurso. Hablan como le hablarían a una mascota o a una planta, sin anhelar comprensión y, sobre todo, sin esperar una respuesta que los satisfaga. Aun así, los textos de Budassi no escatiman episodios, ni suspenso, ni breaking points.Pero si ningún desenlace redime ni apacigua la congoja de los personajes, entonces, ¿para qué narrar? Podría formularse la misma pregunta a quien se procura un animal de compañía. ¿Para qué agenciarse un animal que no usaremos de transporte, que no venderemos ni comeremos, ni haremos competir en una pista de carreras –un animal que, en definitiva, no sirve para nada? Y la respuesta, en cualquier caso, quizás sea la misma. La vida de por sí es bastante dura y la soledad demasiado honda como para tener que andar dando explicaciones.
29 de marzo, 2023
Animales de compañía
Sonia Budassi
Entropía, 2022
192 páginas