Hay muchas razones por las que leer El amante, “la” novela de los años 80, ya un clásico, con una característica que hoy es tendencia, la “autorreferencialidad”, que no lo era en 1984, cuando se publicó. Entonces, causó enorme sensación que una escritora de prestigio, respetada, cercana al objetivismo francés ─conocido también como nouveau roman─, cuyos textos avant garde eran celebrados por intelectuales de izquierda, publicara, a sus setenta años, esta historia autobiográfica.
Sabemos que por esta novela obtuvo reconocimiento mundial, que vendió millones de copias, se tradujo a 40 idiomas, y que recibió el premio Goncourt, el más importante de Francia, pero destinado a jóvenes promesas, cuando ella ya era una autora consagrada. Narra una historia íntima, sucedida a sus quince años y medio, en Indochina, entonces una colonia francesa. El tono confesional de la narradora sin nombre ─“pienso con frecuencia en esta imagen que solo yo sigo viendo y de la que nunca he hablado”─ nos atrapa desde la primera página. Cuenta que nunca había hablado de aquella niña que se convirtió en amante de un hombre chino de veintiocho años, en un lugar en el que los blancos no se juntaban con los nativos. Lo hizo por dinero. Para ayudar a su madre. Con él descubrió el goce pero arruinó su permanencia en la colonia y a los 18 se instaló en Francia. En 1991, apareció la película de Jean Jacques Annaud, que se enfoca en ese goce y que falsea la idea que muchos tienen sobre la novela, por lo cual afirman: “No leí el libro, pero vi la película...”
La novela va más allá y ofrece muchos motivos para hurgar entre líneas y observar cómo aquella experiencia marcó a la narradora que en el presente en el que cuenta es una mujer madura, que había caído en el alcoholismo, y para quien muy pronto en su vida fue demasiado tarde. “A los dieciocho años ya era demasiado tarde... ese envejecimiento fue brutal”, dice la narradora al comienzo. Y agrega: “Ahora comprendo que muy joven tenía ese rostro premonitorio del que se me puso luego con el alcohol, a la mitad de la vida. El alcohol suplió la función que no tuvo Dios, también tuvo la de matarme... Ese rostro de alcohol llegó antes que el alcohol. El alcohol lo confirmó”.
El amante es también una novela sobre la madre, una viuda a quien la desesperación de la pobreza la lleva a la locura y no oculta su amor por uno solo de sus hijos, el mayor, que se convierte en un ser oscuro, sádico, un “asesino sin armas”, en tanto vemos el deseo frustrado de esa hija por conseguir el amor de la madre. Pero más que nada, en nuestros días, en lo que podemos focalizarnos es en que esa madre entrega a su hija a la prostitución o al menos colabora para que se prostituya.
Planteada como en viñetas cortas, sin orden cronológico, parte de una imagen: una niña vestida con ropa de su madre y tacos altos, maquillada y con sombrero de hombre, pasajera de un transbordador por el río Mekong ─el transporte público para indígenas─, es abordada por un chino parado delante de su limusina con chofer. Con un lenguaje poético y potente, esas viñetas son como mosaicos sueltos que debemos ensamblar, varias imágenes del paisaje de los años 30 en la colonia francesa, el lugar y el tiempo en los que se instala la memoria de la narradora, que escribe a comienzos de los 80, cuando Francia comenzaba su examen de conciencia sobre su conducta durante la segunda guerra mundial y el Holocausto. Otros mosaicos sobre esos años de guerra lo forman los modos de relacionarse en medio de una atmósfera turbia en la que era difícil dilucidar quién era quién ─quizá fueran espías o colaboracionistas─ y se priorizaba sobrevivir a cualquier precio, como la madre de la narradora, que le pegaba a su hija porque toda la colonia se había enterado de que ella mantenía una relación con un hombre chino, al mismo tiempo que aceptaba las cenas opíparas en restaurantes caros que él pagaba. Y no podía dejar de admirar el diamante en el dedo de su hija, más grande que el que ella había recibido de su primer marido.
Aun así, y ante la notificación de la directora del pensionado de que su hija no regresa muchas noches a dormir, le pedirá que no la controle, porque siempre ha sido libre. Esa niña es la misma a la que vistió o le permitió que se vistiera como una pequeña prostituta, a quien le consintió el escándalo y también que comprometiera su futuro en aquel lugar que habían hecho propio, mientras recibía el dinero que ella obtenía del amante. Colaboracionismo, connivencia, como también ─por qué no─ la audacia de asistir a recepciones ofrecidas por anfitriones misteriosos en medio de la aberración de una guerra. ¿Quién podía saber a quién se terminaba delatando, casualmente? Para la narradora, creer en la solución política, no importa cuál, como una solución al problema personal, es la misma llamada de socorro, la misma debilidad de juicio, en definitiva, la misma superstición, como lo dice textualmente. Y aquí, quizá, resida el núcleo más interesante de esta novela en la que el erotismo no logra ocultar la convicción de Duras: que lo personal es siempre público, que toda participación pública surge de un problema íntimo, familiar, sublimado en el ejercicio de la ideología, como es el caso de Duras y de la narradora misma, que dos años después de la guerra se hizo miembro del partido comunista francés. El vacío existencial por la falta de amor de su madre se equilibra con su compromiso político. O por lo menos esta es una de las tantas lecturas que sugiere esta novela, que nunca deja de asombrarnos ni de provocar sensaciones fuertes y momentos de intensa introspección.
29 de diciembre, 2021
El amante
Marguerite Duras
Traducción de Ana María Moix
Tusquets Editores, 2021
152 págs.