Hay en el título de El país que ahora llamaban suyo (Paradiso Ediciones, 2021), segunda novela de Saúl Sosnowski, tres elementos que remiten a su obra poética, narrativa y ensayística: un lugar inasible, dos tiempos trastocados y una forma de posesión que afirma tanto la necesidad de pertenecer como la extranjería. Ambigüedades e incertidumbres, como el viaje mismo, como la (no)pertenencia. El ahora llamaban desestabiliza; constituye la expresión de dos tiempos incompatibles, forzados (condenados) a convivir, como los recién llegados a un lugar que quizá se convierta en “el país de para siempre”.
El título revela un elemento que también reaparece en la obra de Sosnowski: el acertijo. La poesía y la narrativa nos plantean una adivinanza que persigue al, repito, forzado o condenado a la extranjería. El destierro como acertijo que padres e hijos, generaciones tras generaciones, quizá no sean capaces de resolver. La escritura, como vemos en la obra de Sosnowski, es una forma de querer descifrarlo o, al menos, de plantearse preguntas que son más grandes que los que se van. Y es lo que ocurre en cada libro: las grandes historias (el destierro, las guerras, las ocupaciones, el exterminio) rebasan al individuo y cualquier intento de escribirlas. De esa premisa parten los libros de Sosnowski y del lugar incómodo e inevitable que cada uno ocupa en esas historias.
Decir es revelar y, como nos dice el título de su libro de poesía, encubrir; otro acertijo. No sorprende que el decir(se) esté en los títulos de los libros de Sosnowski: Rugido que toda palabra encubre (Alción, 2017, poesía), Decir Berlín, decir Buenos Aires (Paradiso Ediciones, 2020, novela), El país que ahora llamaban suyo. Rugir, decir, llamar. Formas de expresarse, de nombrar, de visibilizar identidades que, como ocurre en los tres libros, son inestables y que, a veces, el desterrado debe ocultar para hacerse pertenecer. El decir se vuelve mucho más complejo en esta nueva novela porque la experiencia del destierro se vive en varias lenguas: idish, hebreo y español.
Nombrar es también repetir lo aprendido de memoria y lo recién adquirido: la oración y la canción en idish conviven con los nombres criollos. Nombrar es traducir lenguas e identidades; como la experiencia del destierro, la traducción es imperfecta. A veces, lo criollo puede nombrarse en idish: “horas en que el idish parecía venir de otra parte para describir lo que veían en criollo”. A través de este choque de realidades se va traduciendo y definiendo, como se pueda, la nueva identidad del migrante; traducción e identidad que nunca satisfacen. Las lenguas del destierro van ocupando cuerpos y lugares: “fueron incorporando el sonido que desde el puerto tomó posesión de cuerpos migrantes”, “acentos que fueron poblando ciertos barrios de la ciudad”.
Entre esas lenguas se mueven el padre que emigró de Polonia a Buenos Aires, su hermano, quien después de un periplo por España, México y Centroamérica regresó a Varsovia, y el hijo, quien nació en Buenos Aires y ahora busca reconstruir la historia familiar a través del padre, de ese tío y de primos desperdigados por Cuba, Suecia y Nueva York. Múltiples lenguas, historias y geografías. Proliferan las lenguas y los lugares, pero no los nombres de los personajes. De hecho, éstos se identifican por las relaciones consanguíneas pero su identidad no se define por el nombre propio. El único nombre (Olga) y el único apodo (“la morocha”) que aparecen remiten a relaciones amorosas intensas y no perdurables; la única relación duradera es con la madre, quien tampoco tiene nombre. El “tío gallego” se identifica no por el nombre, sino por los lugares que ha recorrido y por las lenguas del destierro, también por su filiación ideológica y por no querer irse de Varsovia, desde donde le escribe al hermano no en idish, sino en “un español salpicado de polaco”.
El libro se abre con una imagen fraudulenta, una traducción imperfecta: un lago artificial (“como tanto en este país”), y es significativo que la medida del lago no sea física sino temporal: “Le llevaba una hora y cuarto recorrer el sendero que bordeaba el lago”. El lugar queda en otro tiempo y el tiempo se va poblando de lugares propios y ajenos, hasta que el que corre y los recorre los reclame para sí mismo: “Ese lago artificial y ajeno ahora era suyo. Antes tuvo otro, poblado de cisnes y de adolescencia”. El lago, el país, la curtiembre y la casa son espacios de pertenencia, aunque, en esto de reclamar algo como suyo, no haya garantía de que el título de propiedad, dice Saint-John Perse, satisfaga el deseo de posesión. Y esto quizá también defina las relaciones amorosas, pasajeras o perdurables; se paga por el cuerpo de una prostituta o se firma el acta de matrimonio.
La imagen del que corre (hace su América) alrededor de un lago artificial permite, además, establecer una relación sinecdótica con el lugar. De hecho, éste es uno de los elementos esenciales en la novela: la pertenencia se revela a través de nombres de lugares o, como ocurre en las dos novelas de Sosnowski, por medio de las cosas: el rebenque del padre, la canillera, el mate, algunos sabores; todo lo perdido y lo recién encontrado están en estas experiencias mínimas, en listas de cosas que remiten a la memoria o que van sumándose a la nueva vida: “Una diminuta cocina a la derecha; al frente, el galpón que alquilaba su padre. Cuatro telares y una canillera: su América”. Igual función cumplen la oración, las canciones y la comida, constantes en la novela: “Llamar a ciertos platos por su nombre era el único modo de reconocer su sabor”. La primera relación amorosa del padre en Buenos Aires se establece a partir del desayuno que la hija de la dueña de la pensión le deja afuera de la puerta del cuarto: café con leche y pan con manteca. Después pasará, para no abandonarlo, al mate. Esta relación del todo por las partes está presente en la narrativa y la poesía de Sosnowski; la lista como receptáculo de la experiencia: “La calle, la radio, el trabajo, la escuela de los hijos, la comida, los silencios y el quién sabe y ojalá cuando cambie el gobierno, ¿le parece?: así nombraban al país que ahora llamaban suyo”. “Buenos Aires me suma”, dice en un poema que es una lista de sumas y restas: dulce de leche, medialunas, suplementos, siestas, acordes, ruidos, etc.
Al establecerse en su nueva vida (empleo, casa, familia), el padre le cede el paso a la próxima generación: “Envuelto en más de un idioma, el hijo crecería con varios nombres”. Repetición, con variaciones, de geografías y cuerpos ocupados por rituales y lenguas que los definen. Las dos novelas de Sosnowski recurren a la utilización de fragmentos narrativos que reflejan la visión fragmentaria de la experiencia del destierro; lugares, cosas, cuerpos aparecen como fragmentos que, de algún modo, adquieren una identidad propia y siempre conflictiva. Esto también marca el ritmo de la novela y las relaciones de los personajes entre ellos y con los lugares ganados y perdidos. De ahí la importancia de reclamar como “suyo” ese nuevo lugar para anclarse en él y, especialmente, para heredárselo a las nuevas generaciones. Al final, la visita a la tumba de los padres ocurre en dos idiomas: “Algo dijo en idish; esta vez para su madre”, y las dos palabras que lo sitúan en su nueva identidad argentina: “Chau, viejo”. Es una despedida y un momento de llegada, ambos posibilitados por el decir y el decirse.
A propósito de Decir Berlín, decir Buenos Aires mencioné que cada fragmento de la novela funcionaba como una forma contenida, como el cuarto, la casa, el barrio, la ciudad, y también como una piedra o una placa con el nombre de las víctimas. Lo mismo ocurre en esta nueva novela: la oración, la canción, el plato de comida son espacios contenidos e ilimitados; están fijos en un presente que buscan afirmar y se desbordan hacia el pasado que sigue definiéndolos, pero también se mueven hacia el futuro. Esto, repito, tiene que ver con el ritmo de la novela y con la escritura convertida en experiencia de vida. La novela comienza y termina con el personaje en movimiento: corriendo alrededor de un lago artificial y despidiéndose de sus padres en el cementerio. La revelación final quizá sea brutal: a pesar de lo artificial, éste terminó siendo “el país de para siempre”.
1 de diciembre, 2021
El país que ahora llamaban suyo
Saúl Sosnowski
Paradiso, 2021
128 págs.