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Oso

Marian Engel


Facundo Gerez


Admirada por autoras como Margaret Atwood y Alice Munro, Oso, de Marian Engel nació a partir de una consigna particular: escribir un cuento pornográfico para una antología del Sindicato de Escritores de Canadá.

Cuento que, finalmente, terminó transformándose en una novela que, en el año de su publicación –1976–, fue galardonada con el Governor General's Literary Award y en las últimas décadas dio mucho que hablar.

Lou, una joven bibliotecaria, recibe un encargo: catalogar la biblioteca de la isla de Cary que Jocelyn Cary dejó como herencia al instituto para el cual trabaja. Debe dejar constancia del estado general de la biblioteca; informar sobre el potencial de la isla como centro de investigación; y enumerar, citando fuentes, cualquier información adicional que pudiera ser útil para los historiadores. Así es como se instala en la casa de Cary, un clásico octágono de Fowler, donde pronto conoce al oso.

Al llegar, le advierten que el oso, que está en el jardín de la casa, lleva tantos años ahí, atado a una cadena (solo se acerca a él una lugareña, una vez al día, para dejarle agua y comida), que es un interrogante. “No hay modo de saber qué pasaría si lo soltaras”, le dicen. “Podría matarte, podría quedarse ahí sentado o podría cruzar el jardín y echar una meada”. Advertencia que, además de miedo, provoca en ella un fuerte deseo de acercarse.

Un deseo que, con el correr de los días, no solo concreta, sino que trasciende. Lou se acerca al oso y lo libera. Le quita la cadena, lo saca a pasear, lo lleva al río, lo deja entrar a la casa y más. El vínculo excede lo imaginable.

Se dijeron muchas cosas de Oso en las últimas décadas. Se la calificó como polémica, transgresora, provocativa. Incluso como obscena, extraña y hasta morbosa. Pero más allá de los calificativos –que dependerán de la sensibilidad moral de cada lector–, y más allá del escándalo que pueda haber generado –y seguir generando–, esta novela va más allá de lo que se ve a simple vista.

Sin escatimar en detalles, Oso pone en juego nuestros propios límites como lectores. Es cierto. De un modo explícito, da cuenta de una relación asimétrica –de una asimetría física, sobre todo– y propone una intimidad tan atípica como improbable. Una intimidad que, sin embargo, tal como está planteada –y quizá ahí radique el gran mérito de Engel–, no resulta inverosímil.

Pero además de eso, que no deja de ser lo anecdótico, lo verdaderamente interesante es que la joven bibliotecaria se adentra en una zona en la cual empiezan a revelarse una serie de capas más personales.

Culpable, Lou siente que llegó demasiado lejos. No solo siente que está rompiendo un tabú, sino que la naturaleza de su amor se está viendo afectada, y eso la enfrenta a diferentes planos de su existencia. A su propio vínculo con los hombres, por empezar: ya no quiere seguir cocinando y lavando platos para hombres mezquinos y exigentes. Y a algo todavía más primario. A algo relacionado con el núcleo de su identidad. (“Se preguntó con qué derecho estaba allí y por qué hacía lo que hacía para ganarse la vida. Y quién era”).

En ese viaje, a medida que el vínculo entre ella y el oso se estrecha, y a medida que la frontera entre lo humano y lo animal se vuelve cada vez más difusa, algo parece empezar a redefinirse. En medio de un estado general que percibe como perezoso y sucio, Lou ve aflorar en ella algo que siente limpio, simple, orgulloso. Algo que, en medio de la oscuridad, brilla y, más allá de la fábula, funciona como un espejo que nos devuelve, como lectores, una pregunta inquietante: ¿Qué activaría, llegado el caso, nuestro soterrado instinto animal? Y más inquietante aún: en ese punto, en lo salvaje, ¿cuáles serían nuestros propios límites?

20 de agosto, 2025

Oso. Impedimenta.jpg

Oso
Marian Engel
Traducción de Magdalena Palmer
Impedimenta, 2024
168 págs.


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