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Vida de Rancé

François-René de Chateaubriand


Silvio Mattoni


Editar actualmente una nueva traducción de Chateaubriand puede parecer un gesto enigmático. ¿Se trata acaso de una vuelta a ciertos clásicos? Prefiero pensar que es una defensa del anacronismo de lo que llamamos literatura. Uno empieza a leer generalmente en la niñez, en la primera juventud, y es presa de un entusiasmo que se muestra casi inagotable, cuando en su imagen de lo infinito todos los libros se enlazan unos con otros, llevan a otros, las constelaciones de autores, las lenguas, los siglos. Pero de pronto, casi de inmediato, se advierte que existe una escritura del presente, que no tenemos derecho a despreciar. Y aun así, el amor a los libros se leyó y se sigue leyendo en el pasado, que a pesar de su propia definición sigue creciendo. Esa vida leída y legible en el anacronismo se convierte en la libertad soñada de la literatura. Ante ella, la mirada realista del presente observa un pecado que no puede perdonar, estar afuera, en una premodernidad que de alguna manera se construye con los escombros de las modas.

Chateaubriand, puesto que no he dejado de pensar en él, se sentía un poco así, entre dos orillas o dos ríos del tiempo, entre el fervor antiguo y la travesía de lo moderno, entre un catolicismo monárquico y su análisis de la revolución y el imperio, y su constante mirada retrospectiva que lo hace sentir siempre, desde joven, como un ser del pasado, ya escribiendo memorias desde el borde de una tumba. Él mismo, que se sabe un escritor famoso, en su tiempo, que no le pertenece, en el que escribe para sobrevivir, literal y figuradamente, relata en Vida de Rancé la historia de otro siglo, ya imposible, pero que despierta todavía una punzante nostalgia. La vida de un noble y jerarca eclesiástico de costumbres mundanas, que pierde a su amada, y se encierra por el resto de sus largos años en un monasterio, donde reforma y agudiza la disciplina conventual, puede ser también el relato de su escritura, la búsqueda de un tiempo perdido, que nunca fue propio, que es la época soñada por la lectura.

Chateaubriand escribe esa vida, cita documentos, fechas, comenta la truculenta fábula en la cual Rancé se habría llevado a su celda monacal la cabeza de su amada muerta, una belleza notoria de la aristocracia de la era de Luis XIV, y luego se demora en las disputas teológicas, en las epístolas y reglas escritas por su personaje, pero todo el tiempo interrumpe, o más bien escande la narración con comentarios del presente, que dicen algo así: “estas cosas, tan maravillosas, almas entregadas a la meditación solitaria por décadas, reyes que se arrepienten, soldados que se vuelven monjes, trapas en medio de bosques aislados, espíritus en los desiertos voluntariamente elegidos, ya no son posibles, y parece mentira que alguna vez hayan podido existir...”

Pero más vale citarlo: “Mundo hace tiempo desvanecido, otras gentes, otras sociedades lo han reemplazado. Las danzas apisonan las tierras de los muertos y los sepulcros se abren bajo las plantas de la alegría. Nos reímos y cantamos en los sitios que regó la sangre de nuestros amigos. ¿Dónde están hoy los dolores de ayer? ¿Dónde estarán mañana las felicidades de hoy? ¿Qué cosa de este mundo parecerá importante?”

La misma literatura, que parece transmitirse en la materia no ruinosa del estilo, habrá de caer. Tal como no es posible escribir con el espíritu de la fe de los antiguos, tampoco habrá quien lea unos recuerdos que se desvanecen poco después de la desaparición del cuerpo que los carga. Pero el novelista de sí mismo, sin poder decidirlo, mira hacia atrás, encuentra un espacio para las imágenes y las frases amplias en las soledades de una trapa, en las discusiones sobre el quietismo. ¿A quién le importa hoy –pregunta Chateaubriand– si la inacción del amor puro que no quiere recompensas es una herejía? También ahora escribir sin esperar nada a cambio, en el umbral de la muerte, es una especie de quietismo o amor puro. “En cuanto a mí, por enamorado que esté de mi ruin persona, sé muy bien que no sobreviviré a mi vida.”

Pero esta voluntad de zambullirse de nuevo en el río del pasado, en retóricas antiguas, en cierto desdén por lo actual, que no deja de estar bajo el signo saturnino de la melancolía, ese fenómeno anímico del siglo XIX, provoca en cambio una memoria perdurable. De Rancé, con su trapa en medio del clasicismo del siglo XVII, a Chateaubriand, testigo de la Revolución, quizá haya menos distancia que de este último a nosotros. El catolicismo francés, la contrarrevolución, el bonapartismo y la restauración monárquica son apenas rótulos de los alrededores del mundo legible, que es novelesco; pero el estilo de Chateaubriand, lleno de claroscuros, entre las luces de la llamada ilustración y las sombras de su sentimiento romántico, llega hasta el presente, quizás porque pone en primer plano lo que intenta hacer, una y otra vez, pese a sus temas, a través y por encima de sus sujetos: escribir.

En el epílogo a esta edición, Juan Comperatore acertadamente dice que “Chateaubriand logra colocarse fuera del tiempo”. Tal es la magia del anacronismo: aquel que no se creía parte de su tiempo, que escribía en contra de su presente, es el que más se acercaba a su captación. Y en virtud de esa misma pertenencia desencajada a las dos orillas del tiempo, la conservación y la destrucción, donde la modernidad conserva porque la antigüedad sigue el ritmo de la desaparición de todo, Chateaubriand le dice algo a nuestro presente: la literatura, imagen de la libertad inexistente, no acepta ningún precepto de actualidad, ni siquiera el que proviene de la supuesta figura que escribe.

24 diciembre, 2025

Vida de Rance. Marquina.jpg

Vida de Rancé
François-René de Chateaubriand
Traducción de Eduardo Marquina
Luz Fernández Ediciones, 2025
206 págs.


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