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Cartas

Macedonio Fernández


Juan F. Comperatore


La historia de los papeles de Macedonio Fernández es, en buena medida, la historia de su propio desorden vital: manuscritos que se traspapelan en pensiones húmedas, cartas olvidadas entre recibos de alquiler impagos, cuadernos usados como cuña para nivelar una mesa coja, anotaciones sueltas que dormitan en los bolsillos deshilachados de un saco ajado. Macedonio vivió así, en habitaciones alquiladas donde la precariedad no era una circunstancia provisoria, y donde la escritura se entreveraba con la vida al punto de volverse indistinguibles; por eso no sorprende que buena parte de su correspondencia haya sobrevivido más por casualidad que por cuidado. Hay quienes lo atribuyen a la desidia; otros, en cambio, hablan de una indiferencia deliberada. Sea como fuere, muchos papeles se perdieron, otros aparecieron en el doble fondo de un cajón que no cerraba, y algunos sobrevivieron gracias a que algún amigo, viendo aquel despiole, decidió salvar lo que pudiera. De ese material disperso, fatigado por los años y por la inconstancia de su dueño, proviene una correspondencia que, más que un archivo, parece el aliento entrecortado de una vida vivida siempre al borde de la desatención.

Quizá no sea aventurado conjeturar que en su manera de acumular reparos e intercalar salvedades, como quien levanta vallas para que el pensamiento no se precipite hacia una conclusión por otra parte siempre esquiva, la prosa de Macedonio encuentra su antecedente no tanto en la filosofía analítica –de la que fue lector infatigable–, ni siquiera en Kafka –a quien admiraba sin reservas–, sino en su propio desarreglo vital, que juega con los límites del pensamiento y prefiere prolongar la duda de manera indefinida, dejando que el lenguaje se disuelva en su propio juego de posibilidades inexploradas.

La reciente publicación de las Cartas de Macedonio Fernández –puesta al día de Epistolario– vuelve a iluminar la trastienda solitaria donde se fraguaba esa prosa suya, tan juguetona en apariencia como laboriosa en su tramado, y deja ver hasta qué punto el escritor que hizo de la fuga y el desvío una poética operaba, en realidad, bajo una estricta vigilancia de cada matiz verbal, incluso en cartas que parecían dictadas por el apuro o la cortesía. En estas misivas, donde el consuetudinario discurrir se baraja sin pudor con un airecillo metafísico y donde un pedido trivial puede desembocar, sin transición, en una reflexión sobre el tiempo o sobre el porvenir de la novela, se vislumbra que la ironía angular de Macedonio funciona menos como un ademán humorístico que como una forma de pensamiento, de modo que cada frase, por simple que parezca, abre una serie de ramificaciones que el lector debe seguir si no quiere quedarse con la cáscara del enunciado.

El epistolario, que va del consejo amistoso al tratado improvisado y del chiste íntimo a la sátira literaria, muestra también la tensión entre la proclamada voluntad de despersonalizar al autor y la necesidad, muy humana, de dirigir desde las sombras la recepción de su obra o de asegurarse de que quienes lo leían entendieran, al menos de manera aproximada, por dónde iba la apuesta. De ahí, entonces, que no resulte raro el vaivén entre la vocación de borrarse y el deseo, igualmente tenaz, de intervenir en cada detalle de una posteridad que Macedonio quería improbable pero no del todo imposible.

El humor, antídoto contra la solemnidad y rigidez de la vida cotidiana, salvoconducto frente a la estrechez del pensamiento, es la llave con que Macedonio desbarata, en definitiva, las ataduras del sentido común. En esa tónica le escribe a un Borges de veintitrés años: “Tienes que disculparme no haber ido anoche. Soy tan distraído que iba para allá y en el camino me acuerdo de que me había quedado en casa. Estas distracciones frecuentes son una vergüenza y me olvido de avergonzarme también”. A Ricardo Güiraldes, por su parte, le agradece el convite a colaborar en Proa con una dosis similar de sarcasmo elegante: “No sabía que usted y demás Directores deseaban deshacerse de algunos lectores de los de mejor discernimiento artístico”.

Esa ligereza y bonhomía de la que hacen gala la mayor parte de las cartas, puede mudar de pronto en excursos filosóficos con pinceladas líricas: “El Ser total es todo lo que soy en cada instante, y a veces soy un solo estado, por consiguiente sin pluralidad, diferenciación, duración, tamaño”; o bien en salidas mordaces, como cuando le escribe a Ramón Gómez de la Serna: “Lo único que yo sé del Verso es que se acude a él para evitar estorbar que el lector lo piense y para eximirse el autor de pensar”.

No pocas de las cartas, claro, versan sobre literatura, o más bien, sobre una concepción de arte que no aspire a ser copia del mero vivenciar. Es el Macedonio avant la lettre, adelantándose a su tiempo con postulados que décadas más tarde harían escuela: “Cuanto más pobre es el tema –colores, líneas, asociaciones primarias, magnitud trágica, enredo, hechos– tanto más posible es el arte”. Y no hace falta decir que muchas de sus cavilaciones siguen aún hoy vigentes: “(...) un realismo que use de los sucesos, no como aseverados, como asunto, sino como signos, como técnica de suscitación de 'estados' ¿se salva?”.

Más que un testimonio de su vida, el epistolario de Macedonio es un manifiesto disperso pero coherente de su visión radical del arte y la literatura como un espacio de constante cuestionamiento, donde el juego y la intransigencia se anudan más allá de toda convención.

24 de diciembre, 2025

Cartas. Corregidor.jpg

Cartas
Macedonio Fernández
Prólogo de Carlos García
Corregidor, 2025
288 págs.


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