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La playa

Cesare Pavese


Federico Ferroggiaro


En una encuesta de 1946 que responde para la revista Aretusa, Cesare Pavese define a La spiaggia como su “novelita no brutal, ni proletaria, ni norteamericana –que pocos, por fortuna, han leído... Representa una distracción mía, aunque humana, y en suma, si valiese la pena, me avergonzaría. Es lo que se llama una franca búsqueda de estilo”. Sin dudas, los términos no suenan elogiosos ni resultan seductores para el lector que, por azar o curiosidad, se encuentra frente a esta pieza breve, publicada originalmente en 1941, una de las primeras producciones narrativas de Pavese. Novela que llega a nuestro país en la traducción con sabor rioplatense de Silvio Mattoni, que ya tradujo para la editorial cordobesa Caballo negro El compañero (2021) y El hermoso verano (2025), ofreciéndonos la posibilidad de redescubrir a una de las voces más admiradas e influyentes de la literatura italiana del s. XX.

La pregunta lógica que se desprende de la cita podría ser: ¿cómo es o en qué consiste ese estilo que Pavese se lanza a buscar en La playa? La dificultad de elaborar una respuesta definitiva radica en que las páginas de esta obra contienen apenas en germen la prosa elíptica y sugestiva que madurará después, en sus libros posteriores, cuando los símbolos, los núcleos míticos pavesianos y las leves alusiones se integren en una especie de código poético en el que el lector atento reconocerá sin hesitaciones al autor: por sus imágenes, por los objetos y paisajes en los que se detienen las miradas, por ese lenguaje que se esfuerza en contorsiones y desvíos para tratar de alcanzar la verdad, la esencia del hombre y del mundo.

El narrador protagonista de La playa, un profesor en quien contrasta la juventud de su edad con la sobriedad de los hombres hechos, acepta al fin la invitación de su amigo de la infancia, Doro, a pasar el verano en un balneario de la Liguria, cerca de Génova, ciudad a la que este se trasladó luego de casarse con Clelia, abandonando su tierra, su paese, enclavado en las colinas del Piemonte, en la zona de le Langhe. Antes de partir hacia el mar, Doro viaja a su pueblo para encontrarse con el narrador y, en un retorno a los tiempos pasados, a las raíces y a los rituales de antaño, junto a los amigos de entonces, bebe hasta la ebriedad, canta a voz en cuello, se integra con los elementos de la Naturaleza y corre a buscar a ciertas muchachas, revelando su identidad, esa que parece haber borrado de su ADN. En cambio, en la rutina intrascendente que repetirá en las vacaciones, para el narrador y su mirada escrutadora, que penetra las apariencias, se vuelve evidente el desarraigo que padece Doro, que deambula perdido y ausente en ese impostado mundo social; que intenta evadirse pintando, pero la distancia que lo separa del mundo propio, priva de vitalidad las formas y los colores que vuelca en sus telas.

Los temas pavesianos se asoman, apenas sugeridos o adquiriendo un desarrollo más profundo, pero se difuminan justamente por el estilo vago y elíptico que practica el autor, como si temiera que, de volverse explícito, se arruinaran los sentidos que pretende transmitir a través de su escritura. Así, por ejemplo, la amistad entre el narrador innominado y Doro, vínculo indisoluble nacido en la niñez de estos dos coterráneos que han compartido y tienen en común un ambiente, un paisaje, la experiencia de un pasado, adquiere resonancias confusas que habilitan otras (sobre)interpretaciones. Algo similar sucede con el joven Berti, el estudiante que “persigue” al profesor esperando sumarse a ese ecléctico grupo de adultos formado por Guido, un hombre “rico y rotundo”, Mara, Ginetta y la “hermosa vocación” de Doro, Clelia, inaccesible objeto de deseo de Berti, pero no solamente de él: “Como me quedaba callado, Guido me explicó que a él también le gustaba la compañía de Clelia, pero que el humo no es el asado... Hay mujeres de carne –dijo– y mujeres de aire. Una bocanada después de comer hace bien. Pero es preciso haber comido antes”.

Separada del proyecto literario (casi) monolítico de Pavese, La playa quizás resulte un relato que solo escenifica la complejidad de las relaciones humanas; la absoluta incomunicación, disimulada por la frivolidad y los chismeríos; la soledad de los hombres y mujeres, a pesar de los amoríos fugaces, de los deseos que se esbozan, de la tensión erótica que se deja atisbar, velada, en las conversaciones, en los juegos y en los bailes que intentan llenar el vacío y la noia, ese tedio melancólico en el que fluyen, como autómatas, los personajes. “No hacía muchos días que estaba en el mar, y me parecía un siglo. No había sucedido nada. Pero a la noche, cuando regresaba, tenía la sensación de que todo el día transcurrido –el banal día de playa– esperaba de mí una especie de esfuerzo de claridad para que pudiese llegar a entenderlo”. Sin embargo, si la lectura de esta novela se integra a las cuentas del collar narrativo de Pavese, que dará sus mejores piezas en El diablo en las colinas (1948) y en La luna y las fogatas (1950), se podrá comprobar que se trata del aprendizaje de un estilo, de un digno ensayo en el que se pone a prueba una voz, sus posibilidades, los efectos que provoca en quienes han comprendido su idea de la literatura.

1 de octubre, 2025

La playa. Caballo negro.jpg

La playa
Cesare Pavese
Traducción de Silvio Mattoni
Caballo negro, 2025
92 págs.


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