La omnipresencia de ese monstruo de cien cabezas, de ese ecosistema narrativo autosuficiente que es William Faulkner, suele generar la perversa sensación de que a su alrededor solo persiste un enorme vacío, como si el autor de Luz de agosto y El ruido y la furia se hubiese devorado a todo el resto de la literatura del Sur de los Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, pese al aliento devastador y a las poderosas resonancias del genio de Misisipi, ahí están para probar lo contrario, entre otros, nada menos que Erskine Caldwell, Flannery O'Connor, Carson Mc Cullers, incluso el precoz e indisimulable discípulo de esta última que es por entonces Truman Capote. Y por supuesto hay que anotar en esa lista de notables a Katherine Anne Porter, una cuentista con la que muy pocos podrían rivalizar.
Nacida en Texas en 1890, Porter fue contemporánea de Faulkner –aunque lo sobrevivió casi tres décadas– y, como él, alguien que despejó tempranamente aquella confusión conceptual que le endilgaba a la mirada sobre lo propio estrechez y falta de ambición. Porter –y Faulkner, claro– persiguió lo universal en cada uno de sus relatos, pero sirviéndose de su comunidad, de quienes eran como ella –aunque luego se trasladara a México a la caza de quienes se le parecían todavía más–, de las razones que tenían para vivir y morir, o incluso para matar.
Pálido caballo, pálido jinete es una muestra de absoluta contundencia respecto de esa búsqueda, y hay que decir sin rodeos que se trata de una obra maestra, vigente hasta la última letra no solo por el fervor poético y la excepcional agudeza de su autora sino porque, un siglo después de los hechos que desgrana o de los tiempos en que hace pie, el mundo no parece haber cambiado demasiado si no nos dejamos marear por los algoritmos o los fuegos de artificio de la tecnología. Porter se hallaba, al momento de su publicación en 1939, cerca de cumplir los cincuenta, y resulta inútil cualquier intento de desligar su comprensión extrema de los padecimientos, los temores y las angustias de los seres humanos, y partir de ello sus conductas desesperadas y a veces irracionales, de la madurez que los años ya le habían entregado y que, más allá de la exclusividad de género que pregonara Piglia, podríamos decir que le ofrece una dimensión extra no solo a los novelistas sino a los narradores de cualquier especie.
Como se sabe, el libro –reeditado por estos días por Palmeras salvajes, con impecable traducción de Matías Battistón– se compone de tres nouvelles, que habría que considerar hasta cierto punto como dos cuerpos independientes. “Las muertes pasadas” abre el volumen, y es la historia de una familia que mira hacia atrás de manera idílica y a la vez fatal: al pasado pertenecen –con la desaparecida prima Amy como melancólica diadema– la belleza y el sosiego, la vida elegante y los sueños, pero además ese mismo pasado corporiza aquello que ya nunca sucederá del mismo modo. En el relato que cierra el libro –y que le presta su nombre–, Miranda, que en “Las muertes pasadas” era una niña y luego una adolescente que se casa con cualquiera para salir a ver el mundo, ahora tiene veinticuatro años, trabaja desde hace tres en un periódico y se enamora de un soldado que está por partir hacia el frente –estamos en las postrimerías de la Primera Guerra-, un vecino de pensión al que conoce desde hace apenas diez días. Hasta allí todo podría sonar maravilloso, o al menos ingenuamente encantador y hasta con un tufillo heroico, de no ser porque Miranda ha enfermado –la gripe española que se propagara por todo el país, una experiencia extraída de la propia vida de Porter– y apenas puede entrever la realidad en medio de alucinaciones, recuerdos difusos y perturbadoras epifanías.
En medio de ambos, “Vino al mediodía” recoge una anécdota que por sí misma nuclea el imaginario del profundo Sur: un ambiente rural, la vida apacible y esforzada y monótona de una familia que recibe a un extraño en busca de trabajo, un extranjero de poquísimas palabras que durante más de un lustro se desenvuelve de manera irreprochable hasta que el pasado, que como el mismo Faulkner dijera ni siquiera merece que le dediquemos el pretérito, regresa y hace lo suyo. Se trata de un texto de corte algo más costumbrista, que en el trayecto enriquece o complejiza al límite –todo virtuosismo– sus iniciales rasgos arquetípicos y que regala, de paso, una secuencia irrespirable por la que el mejor Tarantino sentiría envidia.
Los otros dos relatos, además de hallarse entrelazados por la elipsis temporal que eslabona la vida de Miranda, transitan una atmósfera similar, solo que el primero se ubica en una instancia en la que las respuestas esenciales se sitúan en el futuro, y en cambio en “Pálido caballo, pálido jinete” la única salvación parece estar en el pasado, en la posibilidad de recuperar las migajas de un Paraíso perdido.
De manera significativa, los títulos de los tres relatos remiten a intertextos –un poema y dos canciones–, cuya circulación dentro de cada historia no se vuelve determinante desde lo argumental pero sí actúan como estribillos silenciosos, como el rumor de una tragedia que en todos los casos se presenta inevitable; el destino trágico al que el Sur ha sido condenado, incluso por mano propia.
Aunque sin duda Porter, en particular a propósito del trabajo con los puntos de vista, hereda la magia de las ambivalencias formales de Henry James, no hay más remedio que darle la razón a Harold Bloom cuando propone al Joyce de Dublineses como su modelo, sobre todo si se piensa en la intensidad emocional y la espesura psicológica de “Los muertos”.
Con todo, hay algo –mucho– en su sensibilidad, en cómo el lenguaje se desboca y a la vez se concentra para producir hallazgos y sentidos nuevos, que hace de cualquier reminiscencia un parentesco remoto, y que en definitiva la revela en su verdadera y única dimensión de artista.
5 de noviembre, 2025

Pálido caballo, pálido jinete
Katherine Anne Porter
Traducción de Matías Battistón
Palmeras salvajes, 2025
228 págs.