Para muchos habitantes de las grandes urbes, el interior existe como una fantasía consoladora: representa un posible escape del barullo y de la gente alterada, un lugar tranquilo para encontrarse con uno mismo y estar en paz. Sin embargo, ¿qué pasa si uno se muda al campo sólo para encontrarse a la merced de vecinos que la pasan tocando “Vilma Palma a un volumen demencial”? No hay a dónde huir; la tranquilidad se pierde incluso como ensoñación. Eso es lo que le sucede al protagonista de Cicuta para los oídos, de Sebastián Hacher: construye una casa a unos cuarenta kilómetros de la ciudad de La Plata y al instalarse descubre que no es el refugio ansiado sino un lugar de un ruido infernal. Los vecinos llegan de forma imprevisible: “pueden aparecer un miércoles a las seis de la tarde o un sábado a las dos de la mañana”. Es a la vez una molestia común, de barrio, y un fenómeno kafkiano. Aleatorio e inapelable, por momentos parece ser la expresión de una malicia intencionada. Si él no piensa abandonar su nuevo hogar tendrá que convivir con la algarabía.
El libro se vuelve por momentos una reflexión sobre el oído, “el único sentido que los humanos no podemos controlar”. Como nota el protagonista: “Podemos cerrar los ojos, escupir o vomitar la comida, alejarnos de algo que nos quema las manos, taparnos la nariz o escapar, pero no hay forma de cerrarnos a la escucha”. El oído se convierte en una gran vulnerabilidad: el protagonista se encuentra indefenso ante estímulos fuertes que no puede rehusar, estímulos que se burlan de su pretensión de dominar su ambiente. Cita el libro El odio a la música de Pascal Quignard, quien describe el sonido como "el violador" que “franquea todas las barreras”; a Lucrecia Martel, que habla del sonido como la parte “inevitable” de cualquier película, que se siente incluso si el público elige no mirar la pantalla. El protagonista fantasea por momentos con vengarse de los vecinos, por momentos con soluciones tecnológicas como la cámara del silencio del Instituto Argentino de Radioastronomía. Se resiste a hacer las paces con su falta de autonomía, con su exposición forzada al mundo que lo rodea. Le invade el cuerpo: el ruido “es una muela hinchada, un flemón que me deforma la cara”.
Igual que el autor, el protagonista de la novela es un artista plástico cuya práctica se centra en el bordado. Interviene una foto del lonko Foyel sin ropa, sacada en el Museo de la Plata después de su rendición en la Conquista del Desierto; le borda un abrigo para defenderlo de la mirada positivista de aquella época. Estampa retazos de tela con plantas que encuentra en el monte y los une en una manta que “contenga a todos los seres vivos del campo, empezando por las plantas y los pájaros”. De manera similar, el libro reúne diversas formas de expresión. Se reproducen las fotos de Foyel con y sin ropa, y los bosquejos que realiza el protagonista al meterse en el monte, junto con anotaciones sobre las especies de hierbas. Hacher cita poemas de Diana Bellessi y Javiera Pérez Salerno; textos de Quignard y Martin Seligman; letras de Gilda y Charly García. Una reflexión que hace el protagonista bien puede referirse al libro: “La trama que dibuja el bordado es un relato, pero con una lógica distinta a la narrativa. Tiene varias capas que no necesitan explicación”. Hacher convierte la discontinuidad de su texto en una virtud: Cicuta para los oídos tiene la intimidad y la libertad para mezclar las cosas de un álbum de recortes.
Sin embargo, el antecedente tal vez más obvio del libro no aparece citado en Cicuta para los oídos: Los llanos, de Federico Falco. La novela de Falco también cuenta la experiencia de un hombre solitario que se instala en el campo bonaerense; Falco, igual a Hacher, aprovecha el ciclo de las estaciones para darle estructura a su narración. Ambos protagonistas experimentan con huertas y gallineros; ambos cuentan con vecinos que vienen para aconsejarlos y a la vez representan el escepticismo del campo hacia los recién llegados. Lo que diferencia a los dos libros es su relación con el tiempo. En Los llanos las vivencias del protagonista en el presente dan paso a los recuerdos de su infancia en el interior de Córdoba y de la relación con su exnovio. Ya conoce el campo; lo conecta con el pasado y le da un lugar para elaborar el duelo después de una ruptura sentimental. En cambio, el protagonista de Cicuta para los oídos no comparte casi nada sobre su vida anterior. Reconoce que una crisis lo empujó a mudarse: “Correr como un animal herido que se refugia a lamerse las heridas, hasta sanar o morir”. No entra en detalles, sin embargo –“Estoy roto, sí”, resume,“ pero no es para tanto”–, y su narración habita el presente más plenamente que la de su par en Los llanos. Eso se traduce en una narración ágil y dinámica; al mismo tiempo que refleja el desamparo del personaje. Y no cuenta con la memoria como refugio.
Al menos no está solo. Se aleja de la ciudad pero no de sus amigos: vienen al campo para participar en un ritual baño de vapor; lo acompañan a la distancia mientras busca el modo de bancarse el alboroto. Adopta una perra –Maloca rápidamente se vuelve el personaje más entrañable del libro– y un gato. Su maestra de bordado lo visita para ayudarlo con la confección de la manta. En la contratapa del libro, María Moreno describe Cicuta para los oídos como “un tratado sobre el silencio y un manual pacifista sobre la convivencia”; los vínculos que lo sostienen son una parte esencial de esa convivencia. Como la práctica del bordado, esbozan una red de sentido que contrarresta las ráfagas de ruido y furia a las cuales a veces se reduce la vida.
3 de diciembre, 2025

Cicuta para los oídos
Sebastián Hacher
Eterna Cadencia, 2025
120 págs.
Crédito de fotografía: Catalina Bartolomé.