El libro de Magalí Etchebarne es el relato de una transformación, una mutación que por momentos llama aprendizaje y por momentos leemos en un cambio de estado que permite, entre otras cosas, un movimiento liviano que conduce al futuro. Empieza por allí: por la muerte, el envejecimiento y todo lo que vendrá “después de esta historia”. Se presenta de espaldas al futuro y cuando vuelve a decir después se transforma en un ave que deja de ser un animal pesado. ¿Qué es lo que leemos entonces? Un estado de transformación y movimiento donde aquello que parece regir al sujeto y su temporalidad también rige al poema: es un relato que busca y se resuelve en la forma del poema y el poema es el efecto de otra forma, el diario; y parece que se asienta en la finitud, y de hecho se organiza en ese vector y distribuye el legado de dos muertes, del padre y la madre, pero su centro está en la división del sujeto en dos vidas y en la forma en que esa transformación conduce a la escritura y al poema, que no se homologan. Escribir es el verbo que en este libro define la frecuencia de la vida, porque se trata de escribir siempre, cuando el día comienza y cuando el día termina, esto es, escribir en toda la duración de la vigilia, y el poema lo encauza, le da a esa fuerza una dirección y entonces leemos un largo poema que resuelve una primera forma narrativa y explora su estructura en el diario para contar ese estado de transformación y resolución del sujeto entre dos muertes, que son dos legados que van a leerse allí, en la escritura y en el poema.
La temporalidad del poema parece trabajar en esa frecuencia y resolver no sólo el tiempo del duelo, sino la forma en que lo que se desprende del duelo se define en otro tiempo, otra vida y otra forma de la vida. Ese desprendimiento se cuenta con un núcleo, las plantas, que abren el libro, inician esa secuencia abrazándose salvajes, creciendo desconcertadas cuando ellos ya no estén, y las vamos a encontrar en otra posición vinculadas al cambio y el lenguaje. Las plantas que se riegan, a las que alimenta esa instancia que se enuncia como yo en el texto, narran ese movimiento: el lenguaje, el cambio y el aprendizaje (y la transmisión del cambio). El poema lo dice de este modo: “Riego mis plantas que son otro milagro: su lenguaje, / sus ideas, / cómo se avisan de los cambios, / cómo aprendieron a tenerme confianza”. Por eso se trata de un solo poema, porque el jardín, luego, es lo que va a definir la familia. La familia será un jardín, luego una cárcel y después un planeta inexplorado, y esa exploración define aquí a la escritura y luego al poema. Se trata de un movimiento constante, de un estado de transformación donde vamos a leer que el sujeto y el poema son aquello que se desprende, lo que se reformula y muta desde ese vacío, y entonces la escritura es un vector de exploración que trabaja con la memoria, cambia de posición sus sentidos y coloca todo en su cocina. Lo que se cocina, aquí, es menos lo que se enuncia en el título que esa memoria que cuando toca su vértigo, busca su cauce. Estos textos piensan en un verbo, escribir, porque todo está orientado a esa acción, y ese verbo, ahora, piensa en otros dos: uno es cocinar, porque se trata de mezclar, combinar, producir otros sentidos, otras secuencias, poner todo en un movimiento que modifique su estado, y el otro es plantar, porque se trata de regar las nuevas plantas, salir de las plantas que se abrazan salvajes y desconcertadas como restos del dueloy producir otras secuencias que son otros lenguajes. Plantar puede funcionar de ese modo, asociarse a cocinar y de esa aleación extraer el verbo escribir, porque en ese verbo, donde trabajan los nuevos lenguajes, leemos además lo que no tuvo respuesta y lo hacemos en un collar que eslabona familia, pregunta, falta de respuesta y origen: “Una familia también / se parece a una preguntita / que alguien planta en el origen y / nunca nadie responde”.
El libro va a trabajar allí y escribir, entonces, hecho de esos verbos, se va a asociar a explorar, pero se explora menos la familia que el sentido del duelo, y menos el duelo que aquello que el duelo desprende, no como un efecto, sino como una fuerza que entonces sí va a anudar en un mismo cordón al sujeto y la escritura y a esos dos vectores con todo lo que este texto proponga en crecimiento o transformación. Las plantas son una posibilidad: pasan del estado salvaje como efecto de la finitud al lenguaje y los cambios, y representan las formas que el poema nos propone: un modo de la vida que se encauza y produce un lenguaje. Los géneros son otra posibilidad, porque aquí se trata de formas narrativas y líricas que son el efecto de una forma primaria, el diario. Vamos a leer el movimiento y la acción de escribir, porque aquí, dice el poema, el movimiento que desprende al sujeto del duelo es eso que llamamos escribir y que el texto de Etchebarne coloca en una dinámica en la cual no es que el sujeto y la escritura se homologan, sino que la acción del verbo es lo que pone en movimiento al sujeto y lo conduce a su futuro.
Por eso el texto va a narrar una progresión en la que el poema avanza desde una posición (“Soy la que sostiene la cabeza de su madre / para que vomite”), pasa a una segunda posición (“Este año quisiera haber escrito”) y cuando logra una resolución dice: “voy a escribir poemas”. En un caso es una posición asociada a la enfermedad, en el segundo a la imposibilidad o a lo que no fue posible, en el tercero al movimiento, y allí, cuando logra esa dinámica, se asocia y entonces escribir es la acción y el poema el campo del sujeto. En ese poema que comienza así, voy a escribir poemas, tenemos todo lo que vamos a leer o al menos la condición de lo que vamos a leer, porque vemos el pasado del poema, su estado, su presente y su futuro. Leemos el libro, el título y su sentido, y lo dice con estas palabras: voy a escribir sobre cómo cocinar un lobo, ese cuco que a veces viene a buscarme y me aterroriza. Y leemos, además, el anudamiento entre la escritura y la vida, la forma en que escribir y vivir parecen tomar la misma dirección, la misma frecuencia y la misma temporalidad. Es el poema que define a los poemas del libro y los transforma en una sola secuencia y es el poema que nos presenta el relato de su transformación, porque se despliega en este cordón: voy a escribir poemas, pueden ser cositas de mi padre o de mi madre, o voy a escribir recetas sobre cómo enterrarlos o voy a escribir todos los días, cuando el día comienza y cuando el día termina. Es un relato que busca la forma del poema porque el tema es el sujeto y es un poema que trabaja en la forma del diario porque el tema es la vida, la vitalidad, el tiempo de esas vidas y de la vida que se desprende y que escribe o riega plantas o cocina su pasado.
Pero parece que se trata, además, de una fábula, y lo que leemos se presenta trabajado, acompasado, mixturado por ese otro vector al que nos conducen el poema central y el título. Voy a escribir poemas produce el título, el título abre el libro y el libro despliega la fábula del sujeto y la escritura. Esto es así porque si se trata de una dinámica que piensa esa fuerza de constitución del sujeto y la escritura, va a pensar también en la confluencia de géneros discursivos que son motores de sentido. En esa fuerza que es, como sabemos, una fuerza de gravitación, orbitan tres sistemas que son tres textos: uno es la fe, el otro la fábula y el tercero la literatura. Tres cordones textuales, entonces, para que el sujeto anude ese mecanismo, la transformación, la registre en el poema y narre menos la finitud que el alumbramiento. Porque en este texto la muerte produce menos el fin de una vida que la división de una vida en dos, una frontera que los poemas localizan con una escena clásica: Alicia y el otro lado del espejo. Lo dice en esta cadencia: “Al final, esa tarde, se fue / y yo entré en la vida nueva, / sin madre, nací / del otro lado del espejo”.
La literatura, entonces, es el vector para entrar en la vida nueva del otro lado del espejo, pero tenemos además en este libro al lobo y al cordero, la fábula y el texto de la fe (y los poemas van a transitar por los objetos de la fe). Son dos núcleos que sostienen dos universos discursivos, saberes, creencias y formas familiares. Están hilvanados y cocinados allí, en las formas y los sentidos, en el modo en que el sujeto encuentra un cauce de representación, pero son también dos formas sacrificiales: el cordero de Dios ofrecido en sacrificio para un bien mayor, la creencia, y el lobo puesto en sacrificio para otro bien mayor, la fábula y ahora también el sujeto. Son formas sacrificiales y morales que tributan en tres altares: la creencia, la fábula y el sujeto, pero aquí son secuencias que organizan y sedimentan el poema, segmentos que permiten que el poema funcione en ese campo como el cauce por donde van a pasar esas fuerzas que conducen la transformación y los estados del sujeto, sus verbos y sus lenguajes. Un movimiento define los movimientos: voy a escribir poemas, pero en el cierre dice, además, que va a escribir en el efecto y el desprendimiento de un legado, que es un duelo, porque de lo que le dejaron hará crecer la escritura y lo que callaron quizás se construya en un poema. Escribir, cocinar y plantar y poner todo –fábulas, creencias y literatura– a trabajar en esos verbos, porque en esos modos de acción, transformación y sedimento se construye la forma que encauza las mutaciones, los estados, aquello que les permite gravitar y proveer sentido, y que aquí llamamos poema.
29 de marzo, 2023
Cómo cocinar un lobo
Magalí Etchebarne
Tenemos las máquinas, 2023
80 págs.