Para quién escribe Wallace Stevens en este libro. Su poesía, por momentos alegre o fresca, tiene la contundencia de la de un desesperado o de un nostálgico. Este abogado, nacido en 1879 y muerto en 1955, especialista en el mercado de las aseguradoras, quien trabajó por casi 40 años, aun después de jubilarse, para la compañía que lo contrató, y que viajó encomendado por ella por buena parte de EE.UU., mantuvo la labor poética en una vía paralela a la de su otro trabajo y no quiso participar, o lo hizo a su manera, del mundo literario. "Tatuaje", el poema más cercano a cierta tristeza, uno de sus más antologados, incluido en este volumen editado por Serapis, está narrado fríamente, desde el molde de una fórmula admirable y fantástica. El poema habla del paso de la luz como de una cicatriz sobre la piel de los seres. Como una araña que despliega redes bajo los párpados de una persona. Esa luz, esas redes, esos ojos, esa araña caminan sobre los bordes de la nieve. Palabras como bordes, como nieve, viento, luna, están casi siempre presentes en estos poemas. Ellas van creando un canto o un fraseo que es tenue y tenaz al mismo tiempo. Esta mezcla de dureza y fluctuación descoloca las creencias del lector, que con su ritmo inexplicable lo despierta.
Stevens logra que alguien lo lea escuchando su canto, que alguien se ponga a escuchar su letra escrita, que lo haga con ansiedad y calma a la vez, que esa calma se convierta en paz y serenidad para seguir leyendo, para reflexionar con naturalidad, todo cobijado por una resistencia de lo imaginado frente a una adecuación; y que esa letra, con su ritmo nuevo o extraño, haga difícil pero permita a la traducción igualar en algo su original. Nadie dicta cómo tiene que ser un canto. En una tierra desolada este puede ser un chillido dentro de un tubo, un espacio pequeño de metros, de centímetros, de cuadras duras o restringidas. El poeta estadounidense toca temas serios como si no lo fueran, con ese ánimo del que está en contacto con detalles que a otros se les escapan. Hay tramas también en lo que puede ser alegre. Stevens canta con frases. El canto es aquel grito delgado y fuerte a la vez. La poesía ondulada de Wallace Stevens, como el sonido del Harmonio, dice que todo sonido es rizado y oscilante, cuando se intercambia con un elemento natural como el viento, cuando es resaltado por la noche, apagado por la lluvia o silenciado por "los hombres / que en la tumba del cielo caminan de noche" ("Del cielo considerado como una tumba").
Llenos de imágenes sus poemas son cuadros terminados gracias a una determinación impersonal, escenas evanescentes que duran lo que lleva la lectura del poema, pero que continúan moviéndose, detrás y después, en la mente del que lee. O dicho de otra forma: sus poemas muestran una visión estática, que permanece ahí, en su marco de estrofas, con su vida, y que quizás se mueva, cuando ningún ojo ya la lee. Alrededor de ellos los objetos del lenguaje dejan de funcionar como deberían hacerlo, por un giro leve en la sintaxis, o por la gramática, que a pesar de no tener cambios, puede presentarse sombría o funesta. Una actividad se desarrolla desde sus versos: pensar y sentir. Cierta elegancia o música en el decir los detalles cotidianos del universo, cierta ironía. Esa dislocación que se da en lo observado, un correrse pequeño de la percepción, se hace patente en la novena manera de registrar del poema "Trece modos de mirar un mirlo": "Cuando el mirlo salió de la vista / marcó el borde / de uno de muchos círculos". O la doceava donde, mediante una elipse propia de una visión, se puede entender el funcionamiento de las acciones o energías de lo que antes, en los registros anteriores, era un mirlo posado sobre la rama de un árbol, y ahora: "El río se mueve. / El mirlo debe estar volando".
A través de ese dislocamiento en lo que se narra se llega a la creación de un concepto nuevo: el de sensibilizarse y reflexionar sobre un lugar para ser anímicamente ese lugar, para comprender lo que sucede alrededor suyo, aunque ese lugar sea una abstracción nominada del tiempo y no un espacio real, o para decirlo mejor está el comienzo del poema "El hombre de nieve": "Uno debe tener una mente de invierno / para mirar la escarcha y las ramas / de los pinos cubiertas de nieve". Así van sucediéndose o apareciendo estos poemas. Cualquiera que quisiera hacerlo, podría interpretarlos o percibirlos a su manera, pero lo cierto es que en su totalidad van creando un clima en que la voz de Stevens se vuelve más y menos comprensible, más y menos abarcable y misteriosa, o verdadera y secreta, como la voz de alguien a quien se escucha con atención y sin esfuerzo. Como afirma Gervasio Fierro en el prólogo de esta edición bilingüe, los poemas en ella incluidos terminaron siendo parte del primer libro de Stevens, Harmonium, que llegó a publicar a la, en esta época de especializaciones, pesada edad de 34-35 años. Gervasio Fierro es también quien traduce muy acertadamente los poemas, ya que traslada al castellano casi siempre la palabra que en inglés se dice ─cuando no lo hace lo aclara─ y mantiene además la extrañeza en el ritmo de los versos.
Respondiendo a la cuestión planteada al principio, Wallace Stevens no escribe para nadie. Como todos los o las poetas grandes escribe para su propio poema, para terminarlo, para que ese poema pueda contarse a sí mismo su propia historia, su propia narración. Antes y después del poema terminado todo está marcado en él, en el poeta, por una observación de lo que pasa, por una atención por lo que pasa, alrededor suyo y de los otros. Hace recordar que al leer un poema se desarrolla un acto de escritura.
9 de mayo, 2021
Del modo de dirigirse a las nubes y otros poemas
Wallace Stevens
Traducciónm introducción y notas de Gervasio Fierro
Serapis, 2021
132 págs.