“Esas imágenes me fueron sugeridas por hogueras de verdad”, dice la autora en el epílogo de esta reedición y eso pareciera coincidir con la experiencia de lectura, donde la figura de la hoguera se vivencia en la combustión de los versos. El fuego, el humo, el incendio, las cenizas no solo se difuminan semánticamente, sino que también irradian sus efectos en el plano de lo formal y el significado. Así, la confrontación entre poemas breves y largos arroja como resultado una relación de materia y producto en la que la concentración de la imagen y del decir se vuelve el punto de fuga de lo abrasado.
El poema se torna entonces un constante rehacer de la expresión hacia el despojo, donde la fuerza de las palabras convierten a la música en un ente sólido y a la vez dócil. El viaje de la extensión a la síntesis viene a dejar en claro que no se trata de extremos en disputa ni de purezas polares. Lo vital radica en el trayecto que conduce de un punto a otro, en el despliegue de su duración, movimiento que está mucho más allá de las posibilidades subjetivas que releva un proceso y su desintegración sin valoraciones: “Un viento suave –pulpa de aire / tibio– deshace / los nombres de las cosas / contra un azul desierto. / Queda sólo tu voz abierta / a lo vacío, el eco de una sed / que no se sacia”.
Las melodías aéreas de los poemas de larga o mediana extensión se pliegan sobre sí hasta adquirir las propiedades de haikus densos, como si contrapusieran la brisa y el bambú. En estos últimos, la frase se vuelve cortante, no por su sintaxis, sino por su descripción, su abordaje de lo que los ojos rastrean en el mundo de las cosas. “¿Por qué quise, / con la mano en el agua, traerlo / al aire? // Nada en el aire / le pertenece al pez”, dice un poema y en el espacio abierto entre pregunta y respuesta contemplamos ese humo de lo que la voz va deflagrando de sí. No hay giro ni sesgo, la contestación directamente da contra la cara y es consecuencia del autoconsumo al que se entrega la voz.
La oscilación marca el camino y, por su parte, los poemas en los que la voz busca más tiempo entre las palabras, el derrotero va rociando la huella de un pájaro que surca la oscuridad hacia el alba y así lo canta: “No ha terminado mi danza, todavía / puedo bailar, bailar mientras te alejas”. Tenemos por tanto la fe en el sacrificio a cualquier precio y sin temor a las consecuencias, y “las hogueras de verdad” purifican lo que urge en la garganta, aun cuando sus restos pudieran ser mera escoria insalvable: “un enjambre de insectos / adiestrados devora / este silencio, las ruinas / de lo que pudimos decir”. La ristra de sílabas que la voz eleva, antes que su emblema, es su orgullosa derrota en tanto potencia.
“La única cuerda rota de la lira / muda; el agua la estira / y canta, y la suelta / y canta», leemos en Final de “La Lluvia”. Estos versos de belleza infinita (por su capacidad de captar la delicadeza y la fragilidad de las gotas sin relegar la monstruosidad de su cálculo) traen ante el lector la reducción del decir al punto del desprendimiento de quien dice. Mensaje de emisor extraviado, el poema certifica alguna vez haber emergido de cuerpo, pero su propia combustión lo ha hecho olvidar de aquella identidad. Solo contamos ahora con la lluvia cayendo delante de nuestras narices, la lluvia universal que quiebra la voz de quien la nombra. Pero dentro nuestro conservamos entero el trayecto que nos trajo hasta ella.
15 de mayo, 2024
Fin de semana largo
María Calviño
Bardos
2022
80 págs.