El testimonio mayor que nos queda del encuentro, el 25 de julio de 1967, entre el filósofo Martin Heidegger y el poeta Paul Celan es un poema del poeta. Este simple hecho no le habría disgustado al filósofo (y agreguemos de paso que los artículos determinados en el filósofo y el poeta dicen exactamente lo que dicen: un nombre propio que no admite sustitución), puesto que, pensaba él, la poesía es instaurativa: la poesía misma hace posible la lengua, y con ella la posibilidad de que algo sea dicho. Lo dicho fue el encuentro.
En una nota de 1938 recogida en los llamados Cuadernos negros, Heidegger se detiene en una consideración que Beethoven, atrapado ya por la sordera, hizo en el testamento de Heiligenstadt; una consideración según la cual él, Beethoven, declara que no es fácil hacerse filósofo a los veintiocho años, y que para un artista es mucho más difícil que para cualquier otro. Es probable que con “hacerse filósofo” Beethoven estuviera refiriéndose al acercamiento a alguna variedad de estoicismo que trajera consigo la aceptación resignada. Como sea, Heidegger extrae de la frase una conclusión calladamente personal: “¿Pero qué sucederá si uno ya es un filósofo, y semejante existencia la tiene que resistir como una estancia fervorosa en la resolución a la incardinación en la verdad del ser, pero sin poder convertirse en un artista, y sin la dote del éxtasis causado por la obra, ese ente señalado y templado por el ser? No hay que quedarse inmóvil frente a la obra, sino seguir los caminos que buscan los espacios a lo infundamentado”. El camino se inicia con la constatación de que no es la ciencia la que abre nuevos horizontes a lo que pide ser explicado, sino el denkerisches Denken, el pensar meditativo, y la poesía. Heidegger salía a buscar en el arte –en la poesía, sobre todo– aquello que la filosofía no podía darle, y ese movimiento puede leerse en esas líneas de Introducción a la metafísica (1935) que declaran que “el arte es la apertura del ser del ente”. Celan, en cambio, no necesitaba hacer ese giro ni salir a ninguna parte porque estaba ya instalado en la radiancia opaca del poema. Del “poema” de un modo general y de cada poema en particular, de un poema como “Todtnauberg”, ese testimonio de su reunión con Heidegger –esa reunión ya muy manoseada por las garras académicas– que toma el nombre del pueblo de la Selva Negra donde estaba la cabaña del filósofo.
Los primeros versos del poema, recogido en el libro Lichtzwang (Compulsión de la luz, 1970), son: “Árnica, eufrasia, el/ trago del pozo con la/ estrella de madera arriba,/ en la/ cabaña,/ en el libro/ –¿qué nombres contuvo/ antes del mío?–/ en este libro/ escrita la línea de/ una esperanza, hoy,/ en una palabra/ venidera/ de quien piensa/ en el corazón...” El poema prosigue con el viaje de vuelta de la Selva Negra, pero quedémonos por ahora con estos versos. Dada la dificultad de “Todtnauberg” –y de toda la poesía de Celan, singularmente de la tardía– hace falta discernir un diseño que oriente la interpretación de los detalles. El diseño (el encuentro con Heidegger) guía el sentido del detalle. Entonces, el libro que se menciona en el poema es el libro de visitas de la cabaña en el que Celan anotó unas palabras, “la línea de la esperanza”; árnica y eufrasia, las plantas que el poeta fue identificando en el paseo, y la estrella de madera que coronaba la fuente de la que se extraía agua (la cabaña no tenía agua corriente). Este diseño concluiría, por su parte, que la esperanza en juego era la de la palabra de disculpa que advendría por la adhesión del filósofo al régimen nazi.
Pero todas esas circunstancias –por más ciertas que sean– pertenecen a las biografías y a las ediciones anotadas; nada de eso está realmente dicho en el poema, o podría estar dicho del mismo modo que podrían estar dichas tantas otras cosas. Con la misma licitud, podría entenderse que, por ejemplo, la kommendes Wort, la “palabra que advendría” del poema, es una alusión al parágrafo 65 de Ser y tiempo. O podría ser la alusión inespecífica a una palabra inespecífica, una indeterminación que se orienta solamente por el advenimiento. Hans-Georg Gadamer lo resumió sin mayores rodeos: “El poema surgió porque lo experimentado habla de él, Celan, y de todos. Esa vinculación con la situación concreta que confiere al poema un carácter ocasional, y que parece exigir que se complemente con el conocimiento de las circunstancias reales, se halla recogida en la esfera de lo importante y de lo verdadero que ha hecho que el poema se convierta en un poema auténtico”.
No era Celan un poeta confesional (menos que menos de esa variedad confesional que quiere despistar con el disfraz objetivista); tampoco hermético. Hay que recordar la dedicatoria que le hizo a Michael Hamburger, su traductor al inglés, en un ejemplar de Die Niemandsrose (La rosa de nadie): “Ganz und gar nicht hermetisch”, “absolutamente no hermético”. La poesía de Celan, como la prosa de Heidegger, es radiante, lo que no quiere decir que esa luz envuelva de inmediato a quien la lea; es más bien esa claridad extrema aquello que impide una mirada inquisitoria, y puede pasar que esa claridad encandile y termine cegando aun al mismísimo poeta. La claridad extrema no implica que sea excesiva; es extrema porque no ilumina más de lo que tiene que iluminar, porque toca su propio linde.
“Todtnauberg” concluye con el verso “los a medias/ pisados/ senderos con estacas/ en las turberas altas,// humedad,/ mucha”. Podría ser entonces que la palabra venidera, la esperanza de Celan, fuera el denkerisches Denken, ese pensar meditativo, que nace antes en el poema, pero que el poema pide después para caminar por los senderos resbaladizos.
Consonancias lejanas
Ingeborg Bachmann incluyó en su novela Malina un relato de menos de diez páginas que llamó “Los misterios de la princesa de Kagran”. La princesa conoce, en una ciudad a orillas del Danubio, a un “extraño” que la salva de sus raptores. Cuando la princesa le pide al extraño que se quede con ella para siempre, él dice que no puede. “¿Tienes que volver con tu pueblo?”, pregunta. Él responde: “Mi pueblo es más antiguo que todos los pueblos del mundo y está disperso por los cuatro vientos”. Hacia el final, él se hunde una espina en el corazón, pero es ella quien, lejos, se desploma del caballo. Hay que leer ese relato feérico como un märchen à clef, cuya clave es el solo nombre propio de Celan. Malina apareció en 1972; es decir, un año antes de la muerte de Bachmann y dos después de que Celan se suicidara tirándose al Sena desde el Pont Mirabeau. Los dos se habían conocido en Viena –la ciudad a orillas del Danubio– en la primavera de 1948. Fue probablemente con la intercesión de Bachmann que Celan empezó a prestarle atención al pensamiento de Heidegger (ella se había doctorado en 1949 con una tesis sobre su filosofía), pero fue a partir de 1951 que lo estudió con el mayor detenimiento (leyó Ser y tiempo en 1952, y en 1953, Caminos de bosque). En 1956, el propio Heidegger le regaló a Celan su obra publicada hasta entonces. En 1959, sin embargo, Bachmann y Celan rehusaron colaborar con poemas para una publicación por los setenta años de Heidegger, que había hecho saber su deseo de que se incluyeran poemas de los dos.
En cualquier caso, avanzada la década de 1950 empiezan a notarse en los escritos de Celan adherencias de la pegadiza y pegajosa fraseología heideggeriana. Dejaron trazas las páginas que en Ser y tiempo se dedican a la lengua, eso de que “la comunicación de las posibilidades existenciarias del encontrarse, es decir, el abrir la existencia, puede venir a ser meta peculiar del habla poética”. Las palabras iniciales del discurso que Celan pronunció en 1958 cuando se le concedió el Premio de Literatura de Bremen son además una resonancia del Heidegger de ¿Qué significa pensar? (1953): “Pensar (denken) y agradecer (danken) son en nuestra lengua alemana palabras de un mismo origen. Quien sigue su sentido entra en el campo de significación de gedenken, 'pensar en, recordar', eingedenk sein, 'recordar', Andenken, 'recuerdo', Andacht, 'meditación, recogimiento, oración'. Permítanme expresarles mi agradecimiento en este sentido”. Había escrito Heidegger en su libro: “Toda poesía nace de la devoción (Andacht) del recuerdo (Andenken)”.
Los dos, el pensador y el poeta, perseguían la palabra inacuñada, y por eso llevaban las palabras al colmo de la literalidad, en una especie de desnudo etimológico. Los dos, también, sabían que únicamente la lengua alemana habilitaba ese striptease. Pero seguramente Celan habrá encontrado en ¿Qué significa pensar? otras consonancias más lejanas, menos directas que la remisión a la etimología; por ejemplo, la siguiente afirmación: “Lo que se dice poéticamente y lo que se dice al pensar no son nunca cosas iguales, pero son a veces lo mismo”.
¿Pero hablaba el pensamiento de Heidegger de lo mismo que la poesía de Celan? ¿Eran realmente lo mismo? Para responder estas preguntas hace falta añadir que la afirmación de Heidegger procede de su lectura incesante de la poesía de Friedrich Hölderlin, y es a Hölderlin a quien hay que entender como mediador entre ambos.
El poema de Celan “Tenebrae”, incluido en Sprachgitter (Reja de lenguaje), nos sitúa ya por el título en la Pasión de Cristo. Alguien en el poema –o el poema mismo– se dirige al Crucificado: “Nah sind wir, Herr,/ Nahe und greifbar.// [...] Bete, Herr,/ bete zu uns,/ wir sind nah“ (“Estamos cerca, Señor/ cerca y asibles.// Ruega, Señor/ ruéganos a nosotros/ estamos cerca”). A ningún lector de la poesía de Hölderlin se le pasó nunca por alto la semejanza de “Tenebrae” con los primeros versos del poema “Patmos”: “Nah ist/ Und schwer zu fassen der Gott. Wo aber Gefahr ist, wächst/ Das Rettende auch” (“Está cerca/ y cuesta comprender al Dios./ Pero donde hay peligro, crece/ también la salvación”). Pero esta semejanza –esta cercanía– es engañosa: no hay saludo y mucho menos imitación. Los poemas van en direcciones contrarias; como explicó Gadamer, “no es el dios el que está cerca de nosotros, sino nosotros los que estamos cercanos al Señor”. En un caso, somos nosotros los abandonados; en el otro, el Señor. Las direcciones son contrarias, sí, pero se perfeccionan mutuamente. La voz primera es la de Hölderlin, y su eco en la de Celan ocurrió por efecto de la caja de resonancia de Heidegger.
Otto Pöggeler decía en su ensayo Der Denkweg Martin Heideggers (libro que, por lo demás, tuvo intención de dedicar a Celan, quien se lo impidió) que algunos vieron en Ser y tiempo la tentativa radical del hombre de tenerse a sí mismo, única y enteramente, como eje de referencia, y que a otros, por el contrario, les sirvió para hacer perceptible de una nueva manera el discurso del hombre acerca de Dios o incluso la palabra dirigida por Dios al hombre. Celan perteneció a los segundos, a esos a quienes, según Pöggeler, el libro ayudó a caminar en la oscuridad.
“Pero necesita el pico de la roca/ y el surco de la tierra/ inhabitable sería si no;/ pero lo que hace este río/ nadie lo sabe”. Son versos de Hölderlin en su himno “El Ister”. Ister es el nombre griego del Danubio. El río hace cultivable la tierra; el río hace de la tierra una patria. Ese río fue Hölderlin, para uno y para el otro, el río en que iban a beber como el ciervo del salmo.
En la espera de Dios, de su presencia salvífica, Celan y Heidegger se reúnen con Hölderlin, o mejor dicho, en Hölderlin. Es el lugar de la reconciliación. Casi que uno estaría dispuesto a convencerse de que, imposiblemente, Hölderlin hablaba de esto, y de ellos, en unos versos del extenso fragmento “Versöhnender” (El que reconcilia): “Mucho experimentó el hombre. A los celestiales nombró mucho,/ desde que somos un diálogo/ y podemos oír unos de otros”.
10 de julio, 2024