Los poemas de Dylan Thomas, como es sabido, tienen algo enigmático. Guiados por su ritmo, por las repeticiones retóricas, profusos en imágenes, a veces no es posible saber de qué tratan. Aun cuando no sea necesario en poesía reconstruir un relato, cualquier lectura suele esbozar alguna referencia: el lugar donde está el que habla, la voz del poema, el estado anímico de sus modulaciones, si es que no se manifiesta directamente su correlato objetivo, las cosas, los seres que se tiñen con el barniz sentimental de las imágenes, del ritmo.
Este libro reúne los tres primeros de Thomas, publicados a los veinticinco años, pero ya contienen el tono de toda su poesía. Aunque para alguien que no llegó a cumplir cuarenta todo libro juvenil se transforma en definitivo. Cuando publicó el primer libro, a los veinte, su rareza y su eficacia verbal fueron elogiados, según se dice, por lo que naturalmente prosiguió ese dictado de paisajes amplios, oníricos, de versos siempre regulares. En su segundo libro, un par de años después, aparece uno de sus poemas memorables, aunque todos en algún sentido lo son, por su carácter enigmático y a veces profético. Tiene una estructura frecuente en su modo de lanzar la voz: una frase elevada, una sentencia, la del título, que se reitera para comenzar cada estrofa. En este caso: “Y la muerte no tendrá dominio”. Parece una visión o una promesa. De alguna manera, nos libraríamos de la muerte. No se puede olvidar que las imágenes bíblicas abundan en la poesía de Thomas, aunque tan mezcladas con otras tradiciones, con elementos folklóricos galeses, con mitos griegos, con herencias románticas, que solo William Blake podría pensarse como un antecedente, menos improvisado y más sistemático también, si a un visionario se le puede atribuir un sistema. En el poema de Thomas, todos los argumentos están en tiempo futuro, todo lo muerto resucitará. “Los muertos desnudos serán uno / con el hombre en el viento y la luna del oeste”, empieza. Lo que tal vez quiera decir, en un sentido menos religioso, que los muertos persisten en ese cuerpo viviente expuesto a los sucesos naturales, el viento, la luna, las estrellas. Los futuros se desgranan: la locura se enderezará, tendrá su propio sentido, los ahogados saldrán a flote, el amor, aunque desaparezcan los amantes, no se perderá, etc. Vale decir: todo aquello que toca la muerte, lo que tiene un final, lo que será olvidado porque pasa, habría de detenerse y reafirmarse en su fuerza, y no transformarse en huella, como quiere la tradición de una inmortalidad por las obras, sino más bien volver a surgir, mantenerse en su estado de aparición constante. Hasta los muertos hace siglos, según anuncia o insiste la segunda estrofa, no morirán, y se describen como mártires de lo olvidado que resisten torturas, que demuestran su fe en la supervivencia de sus impulsos a pesar de todo. En la tercera estrofa, vemos al fin de qué se trata: no habla de la muerte del presente, ni de la angustia del poeta ante su propia muerte, sino de revivir a todos los muertos. Es un poema también contra las sustituciones: “donde respiró una flor, otra flor ya no podrá / alzar su corola a los embates de la lluvia”. Ningún vivo reemplaza a alguien muerto. Aun bajo la forma de lo insignificante, como un clavo oxidado, los muertos no son la nada, sus cabezas huecas siguen resonando: “irrumpirán en el sol hasta que el sol se caiga / y la muerte no tendrá dominio”, termina el poema. Si el mundo sigue, incluso como un sueño o una proyección de las palabras, no se puede imponer que algo, y sobre todo alguien, haya muerto del todo.
Esta suerte de profecía me recuerda otro famoso poema de Thomas, posterior y que por lo tanto no figura aquí, que se titula: “No entres gentilmente en esa noche quieta”, y que es uno de los más identificables con un hecho biográfico, porque le hablaría a su padre, con motivo de su muerte. Sin embargo, lo habría escrito varios años antes de esa muerte, pero sin dudas le habla a alguien que está por morir, o sea a cualquiera que lea el poema.
Es posible detectar algunos otros temas en estos libros, que aquí se traducen casi completos, exceptuando los textos en prosa del tercero, en edición bilingüe y con una acertada, lúcida traducción de Yanina Audisio, que se enfrentó a no pocos desafíos dadas las rarezas del inglés de Thomas. Algunos de esos temas son previsibles, aunque se envuelvan en jeroglíficos de múltiples imágenes yuxtapuestas y se monten en una versificación endemoniada, como las inquietudes del deseo, su errancia juvenil, la angustia ante lo efímero de la belleza, que también es un tema de juventud, la lucha contra la idea de la muerte, que ya mencioné. Si el joven es un sustituto del padre, el muchacho corre hacia su ruina, su función fija, anticipo de la muerte, como en el final del primer poema del primer libro, titulado proféticamente 18 poemas, con el número de la odiosa anécdota final de su vida: “Los veo, muchachos del verano, en su ruina. / El hombre en su larva estéril. / Y los muchachos, enteros e intrusos en su saco. / Soy el hombre que fue tu padre. / Somos los hijos del pedernal y la brea. / Oh, vean, cuando ellos cruzan los polos se besan”.
Un tema más inesperado, y que parece darles a sus poemas ese aspecto trascendental, no biográfico, es el del nacimiento. No se trata de cómo un poeta llegó a formarse, desde la niñez curiosa o la adolescencia efervescente, sino del origen más allá del principio. Thomas parece aludir a milenios que lo precedieron, y al instante de su nacimiento como un surgimiento irrefrenable, que de inmediato se enfrenta a la luz del estado viviente para negarse a lo que este implica: el final, el límite del cuerpo. El que escribe los poemas, así, bajo un dictado imposible, asiste a su propia concepción: “Antes que llamara y la carne me dejase entrar / con manos líquidas golpeé el útero, / yo, que era informe como el agua”. Es decir, antes del lenguaje, antes del pronombre, que además sería también antes del cuerpo que lo asumirá, hablaba la voz del poema, su liquidez que busca el lugar donde se concebirá. Por supuesto, todo se torna un tanto mítico, dado que las religiones, y el cristianismo en particular, relatan concepciones milagrosas, predestinaciones antes de toda temporalidad, y sobre todo anulaciones de los límites del cuerpo, negaciones de la muerte.
Otro poema utiliza incluso la palabra bíblica del principio: “Soñé mi génesis en el sudor del sueño, / atravesando la coraza giratoria, fuerte / como el músculo motorizado del taladro, / traspasando el nervio vigoroso y la visión”. Y en esta metáfora transparente de una penetración se anuncia también su fin, porque la muerte del impulso genésico se produce en la gestación, que está al final del poema: “Soñé mi génesis en el sudor de la muerte, caído / dos veces del mar nutricio”. Es decir que el poeta nace dos veces, antes de hablar, después de escribir.
En el último poema de este conjunto, que se titula “Veinticuatro años”, también se despliegan, sintéticas, las imágenes del nacimiento junto a la anunciación de la muerte: “Entierra a los muertos por temor a que escolten la tumba en el parto”. Se mencionan “la ingle de la puerta natural” y a la vez “un sudario para el viaje”. Traduzco: el nacimiento es el comienzo de un viaje con esa ropa ya fúnebre. “Vestido para morir”, se califica en la última frase de esta despedida de una juventud que no puede darse por terminada. Dice que avanza todavía, durante el tiempo que haya, lo que dé, como si fuera para siempre. Y así seguirá Dylan Thomas, destruido por la intensidad, redimido por el oído absoluto y el desdén por el discurso. Mientras su narrativa chispeante y humorística será la luna suave, reflejo en calma, de esta estrella incandescente de su poesía, cegadora, más brillante que muchas en su breve explosión.
12 de junio, 2024
Pájaros de oscuras vocales
Dylan Thomas
Selección y traducción de Yanina Audisio
Serapis, 2024
148 págs.