De Paul Muldoon se conocían en castellano (o al menos yo solo conocía) algunos poemas destacados en antologías o revistas, además de su nombre siempre citado entre los poetas actuales más importantes de la lengua inglesa. Sin embargo, antes que al inglés habría que referir su poesía a su origen irlandés. Quizás, como dijo un marginal canónico entre nosotros, el hecho de ser irlandés le permite tratar esa lengua con una libertad inusitada, deformarla, cambiarla e intervenirla. Ahora que estos Poemas selectos ofrecen una amplia muestra de su estilo se hace perceptible, a través de la cuidadosa versión de Pablo Ingberg, esa modificación personal de una poesía cuya modernidad se había dedicado más a operaciones de sentido, ya que Muldoon no pretende, como el recién llegado a las islas y a la religión que fue Eliot, volver más filosófica la poesía, sino antes bien sumergir de nuevo su lengua, que no le pertenece, en las corrientes imprevisibles de un río poético.
Si en un principio, en los primeros libros, aparecen episodios de su infancia campesina en una zona conflictiva de la parte de Irlanda, al Norte, que está incluida en el Reino Unido, o Imperio Británico, si se prefiere, con versos breves y poemas bastante situados, posteriormente, sobre todo en poemas extensos, de varias decenas de páginas, se ejercita un sistema de rimas, de asociaciones sonoras, que hacen deshilachar el hilo del sentido. Unas palabras que se repiten o una referencia esparcida y difusa, como la antigua traducción irlandesa de una famosa novela de aventuras llevada al cine, pueden hacer correr la cascada de versos, donde lo que importa es su ritmo, sus resonancias, el aire de libertad que ahí se respira. Por supuesto, uno no puede dejar de pensar en los flujos mentales imitados por Joyce, el irlandés por antonomasia, sobre todo porque también Muldoon incorpora palabras extranjeras, modificaciones orales del inglés en Norteamérica o en Irlanda, y frecuentes alusiones o citas de ese misterioso idioma originario, el gaélico, que ya el viejo Yeats quería recuperar o soñar. Pero al igual que a Joyce, el folklorismo haría sonreír a Muldoon, me parece, puesto que ambos se toman con evidente humor esos recuerdos encubridores de una raza irlandesa antes de la lengua inglesa.
Por ejemplo, en uno de los poemas largos, titulado “Incantata”, se refiere a la memoria de una artista que muere muy joven, de cáncer, y que fuera muy cercana a la vida del poeta. Aparecen entonces vestigios de conversaciones, momentos, en veinte páginas de versos o versículos que tienden a la repetición de sus comienzos, y en cada recuerdo de la amiga muerta se introducen citas, obras de arte, libros, palabras en irlandés, lugares del mundo a los que viajaron juntos, pero también, como un hilo subterráneo y continuo, los nombres de personajes de obras de teatro y de novelas de Beckett. El conjunto es una enumeración del mundo, o al menos de ese mundo compartido, íntimo y cosmopolita a la vez, que Muldoon habitaba con su amiga, por retazos, en esa forma de deshilachamiento de la experiencia imaginaria, de su supuesta unidad, que es el efecto del tiempo, los años, o sea la muerte. Pero el procedimiento de la acumulación sigue más el encanto rítmico que los datos de la memoria, como si el poema se desplazara por la superficie de los signos, de múltiples orígenes, antes que siguiendo la línea del sentido o su supuesta referencia. A una pregunta por cómo se le ocurría ese movimiento sorpresivo, ese caos de donde emerge la novedosa música y el objeto de un poema, Muldoon respondió que era en la búsqueda, la espera de la próxima rima, es decir, escuchando más que viendo. Solo una cita bastaría para aludir a las dificultades del significante que el traductor, como también el lector de su lengua, tuvo que resolver en ese constante deslizamiento por la espuma de las resonancias, dentro de una letanía de anáforas enumerativas, que comienzan con la misma preposición: “of the early-ripening jardonelle, the tumorous jardon, the jargon/ of jays, the jars/ of tomato relish and the jars/ of Victoria plums”..., que en la traducción de Ingberg dice: “de la agria pera, el arduo esparaván, el argot/ del arrendajo, los tarros/ de salsa de tomate y los tarros/ de ciruelas Victoria”, donde se procura reproducir con las iniciales en “a” las aliteraciones del original, aun cuando “arduo” haga perder el doble sentido de “tumorous”*, que no dejaría de referirse al cáncer que afectó a la amiga y dedicataria del poema.
Pero el secreto del poema, hecho de asociaciones y reminiscencias, de juegos de palabras mezclados con recuerdos concretos y precisos, es que no parece un mero producto de sus intrincadas combinaciones, sino un verdadero objeto sentimental, como si la presencia de una voz que logra armarse en sus repeticiones y variaciones tocase al final el fondo de su lengua y se encontrara con la otra presencia, ya no real, puramente imaginaria y lingüística, la amiga; al menos en el grado potencial de esos versos que terminan: “de lo que este Incantata”, según se nombra a sí mismo, “podría haberte hecho alzar la vista de tu placa de cobre o de cinc/ donde grabaste una fila tras otra/ de polillas, de lo que te podrías haber estirado, pucha,/ a tomar en tus entintadas manos mis manos manchadas de tinta”. Lo que no era posible ya, de lo que queda, se hace imagen o condición ese poema, uno de los varios de esa extensión y de esa intensidad que dan pruebas aquí de la poesía polifacética de Muldoon.
6 de noviembre, 2024
Poemas selectos. 1968-2014
Paul Muldoon
Traducción de Pablo Ingberg
El cuenco de plata, 2024
288 págs.