Está más o menos establecido que una época de convulsión social, de desintegración de las viejas certezas, de surgimiento de nuevas subjetividades, exige también nuevas formas de expresión. En cierto punto de la historia, cuando lo que se había concebido como lengua literaria (“escribir bien”, diría un conformista) se probó insuficiente, tuvo lugar una explosión babélica, con su zona cero en la primera mitad del siglo XX. Hoy parte de la discusión entre nosotros debería ser cómo asume este siglo ese linaje de indagación: en principio, si nos replegamos a formas heredadas o encaramos nuestra propia búsqueda porque ni la convulsión ni la historia ni lo humano se han agotado. Pero en los años veinte y treinta (el tiempo del que tiene que partir esta reseña), lo que no era vanguardia era experimentación extrema. De Vallejo a Joyce, de Gertrude Stein a Giorgio de Chirico, la literatura desfiguró sus supuestos para estar a la altura de la experiencia moderna. Desde luego, hubo excepciones. Algunas de ellas incluso encontraron un éxito rotundo, porque eso es una cuestión de mercado, y el mercado no sigue las derivas de la evolución literaria ni los consensos de la crítica, y la historia del arte le es del todo indiferente. Fue el caso del galés Dylan Thomas (1914-1953), que, en medio de esas tensiones fundamentales, eligió escribir como si no existieran. Como poeta, produjo una obra reactiva a las tendencias: estructuras métricas rígidas, rimas regulares, apoyo en la tradición y el lirismo grandilocuente, imaginario simbolista, pose romántica. Como narrador, su estilo fue derivando, en sus años de madurez, hacia un realismo ligero y coloquial, basado sobre todo en sus anécdotas de infancia y juventud, casi siempre con una cuota de inocencia rústica y encanto local. Murió muy joven pero vivió sus últimos años como una celebridad, aplaudido por el público de las grandes metrópolis y mimado por empresarios del espectáculo. Fue el poeta de moda en los cuarenta y cincuenta, llegando a consagrarse en una sociedad como la estadounidense, pujante en su nuevo papel de potencia financiera global y ávida de bienes culturales legitimantes. Llenó teatros y campus universitarios con sus recitales, hizo auténticas giras, escribió radioteatros y guiones de cine y hasta inauguró zonas del mercado literario totalmente inexploradas, como el audiolibro, del que se lo considera pionero. Si bien es evidente que el autor acertó al tiempo y al objetivo demográfico, hay otro factor que no puede ser ignorado si se intenta entender el fenómeno: su poesía era ante todo lo que el público deseaba. De hecho, su ascenso acompañó un cambio en el estilo: de la poesía críptica de su juventud, a una nueva accesibilidad formal y de sentido, que producían el efecto de inmediatez emocional. Su mundo evocativo exótico pero no tanto, su histrionismo de pecho henchido y su declamación pasada de rosca terminaron de convertirlo en un poeta a la medida de la sensibilidad culta de la clase media anglosajona de posguerra.
El año pasado la obra de Thomas pasó a dominio público (lo señalaba hace poco Jorge Fondebrider), por lo que desde entonces circulan en el país nuevas versiones de su obra: Poemas escogidos (Barnacle, 2024), Pájaros de oscuras vocales. Poesía temprana (Serapis, 2024), que reúne sus primeros tres libros, y a mediados de este año apareció la Poesía completa (Cuenco de Plata, 2025). En un contexto tan cargado, cabe preguntarse qué viene a proponer Cuentos y poemas selectos. Pese a que el título parece referirse a un recorrido por las zonas más decisivas de la obra de Thomas, la apuesta fuerte está evidentemente en la narrativa: siete cuentos de distintas etapas del autor. Además del central Portrait of the Artist as a Young Dog, del que se incluye tres relatos, hay varios textos de juventud y un cuento navideño originalmente escrito (y grabado) para la BBC. Al estar ordenados cronológicamente, puede verse cómo los relatos pasan de estructuras clásicas (“El árbol”, por ejemplo, prefigura cierto cuento de El informe de Brodie que no menciono para no arruinar el final) a cierta prosa lírica seminarrativa (“Prólogo a una aventura” es de los menos conocidos y, por temprano, abreva en cierto malditismo rimbaudiano que luego Thomas abandonaría) y desemboca en esa autoficción multiarticulada con toques metanarrativos que suele llamarse la “mitología personal” de Thomas. Sin duda, quien se interese por la obra poética del autor debe buscarla en otra parte. La antología incluye apenas ocho poemas, los más célebres (cf. los libros mencionados arriba, que juntan entre cuarenta y noventa poemas cada uno). Afuera quedaron, entre otros, los oscuros versos de juventud, que le dieron fama de visionario, o los de madurez que intentaron rozar la destrucción absurda de los blitz. De limitarnos al corpus, queda la imagen de una obra monótonamente elegíaca, poblada de heno y graneros idealizados, un ubi sunt de tono bíblico, una bucólica de exportación. Quizás hubiera resultado mejor encarar el libro directamente como una selección de los cuentos, pero la operación editorial parece haber consistido en ofrecer una alternativa para quienes se sientan abrumados por los otros títulos disponibles, y para eso era necesario poner “poemas” en la cubierta. El problema es que una antología como esta promete de entrada una imagen representativa del autor, y en ese sentido el libro incumple su propia premisa.
12 de noviembre, 2025

Cuentos y poemas selectos
Dylan Thomas
Selección, prólogo y traducción de Pablo Gianera
Edhasa, 2025
144 págs.