Es un fenómeno interesante del revisionismo literario que muchas veces los rescates revelan tanto sobre los prejuicios contemporáneos como sobre los prejuicios de anteayer que fueron responsables del olvido en cuestión. En el caso de Maeve Brennan, la presunción ha sido que su olvido –o, en verdad, su falta de prestigio, particularmente en su Irlanda natal, donde nunca fue editada en vida– se debe a la misoginia reinante... bueno, en Irlanda seguramente (y tristemente: la historia moderna de la isla esmeralda es un ejemplo excelente de cómo una nación forjada en revolución puede volverse conservadora mientras las llamas de la rebelión todavía humean), pero también en el resto del planeta. Y sin duda es una presunción certera.
Sin embargo, ya que desde la primera década de este siglo el lugar de Brennan en las letras irlandesas y estadounidenses ha sido asegurado –y lejos de querer declarar resuelta una problemática que sigue muy viva en sus múltiples formas–, quizá podamos también enfocarnos en otras razones por las que Brennan no haya recibido el reconocimiento que siempre mereció.
Lo menciono porque, justo en el acto estimable de publicar estos cuentos por primera vez en castellano, creo que el equipo editorial de Eterna Cadencia revela otro prejuicio (ciertamente mucho menos dañino) cuando, en su texto de contratapa, se dice: “...Brennan era una joven colaboradora [en The New Yorker y Harper's Bazaar], al principio relegada a columnas de moda, noticias sobre la sociedad y algunas reseñas, hasta que en 1950 apareció su cuento 'El terror sagrado' y las cosas cambiaron para siempre”.
Por una parte, como el mismo prólogo (una breve biografía que, para mi gusto, dedica demasiado espacio a las actividades de los padres de Brennan –más, de hecho, que a la escritora misma–) revela, eso no es verdad: Brennan siguió publicando sus calumniadas columnas, solo que con la adición de cuentos que aparecieron de manera esporádica (interesantemente, su producción parece haberse incrementado en momentos de tragedia personal). Por otra parte, y más importante, esta presentación revela una visión jerárquica de la literatura en la que las formas cuentan. Es como si hacer una obra literaria –en prosa– fuera como construir un edificio, y las novelas y cuentos fueran los cimientos y las piedras angulares. En contra de esa idea, parece necesario afirmar que mantener durante décadas un puesto de staff writer en The New Yorker es mucho más difícil que publicar una colección de cuentos o una novela: muy pocos lo han conseguido. El edificio de la literatura se construye con buena escritura; la forma que toma es irrelevante.
Esa afirmación resulta particularmente importante tratándose de una escritora como Brennan, porque lo mejor de su escritura está basado en la fugacidad. Tenía un talento incomparable para capturar un momento aparentemente trivial –muchas veces literalmente robado de la calle– y convertirlo en algo sustancial y memorable, algo literario. Eso fue lo que hizo con una consistencia impresionante en The New Yorker bajo su seudónimo The Long-Winded Lady. Hay una razón por la que su primer libro publicado fue una recopilación de esas columnas. El hecho es que, para Brennan –intencionalmente o no–, los cuentos, e incluso la novela breve póstuma, ocuparon un rol secundario en su obra: su esencia más vital está en las piezas más breves.
Quizás “secundario” no sea la palabra indicada; sería mejor leer los textos más largos como una extensión imaginativa del mundo establecido por The Long-Winded Lady: oportunidades para salir de su querida Nueva York y volver a la Irlanda de su juventud, a la comunidad elitista, hipócrita y socialmente estratificada de Herbert's Retreat, al norte de la ciudad (basada en la muy parecida Snedens Landing, donde vivió por un tiempo), o al idílico refugio en la costa de East Hampton, donde solía retirarse con su perra amada, Bluebell.
Estos espacios –Nueva York, Herbert's Retreat, Dublín y East Hampton– son los escenarios de los cuentos recopilados aquí y de casi toda la literatura de Brennan. Reflejan etapas distintas de su vida, como cabría esperar de alguien que hizo de la observación un arte tan refinado y entretenido.
La primera tanda está ambientada en Herbert's Retreat, y la mayoría de esos relatos se centran en la pareja dispar formada por Charles Runyon y Leona Harkey: el primero, un crítico teatral venido a menos, cuyas sensibilidades, ocurrencias y opiniones sobre el estilo han encontrado en la segunda una ferviente discípula, convencida de que la presencia y el tutelaje de Charles le aseguran su estatus privilegiado en su pequeño mundo de fiestas, cócteles y vistas al río. Si digo que Leona es capaz de casarse con un hombre solo para conseguir una mejor vista al río, ya sabrán todo. Escritos en la tradición de otra gran dama de The New Yorker, Dorothy Parker, estas ficciones tragicómicas –muchas veces narradas desde el punto de vista de las ubicuas criadas irlandesas– son un deleite.
En la segunda sección volvemos a Irlanda, donde los ambientes son mucho menos afluentes pero igualmente poblados de personajes de carácter ambiguo, si no directamente desagradables. Aquí el humor es más coruscante y la melancolía más pesada. El cuento titular es ciertamente uno de los mejores: un modelo lingüístico de las distintas formas de represión y miedo, y de sus consecuentes acomodaciones y resentimientos, todo puesto en relieve por las descripciones rapsódicas del jardín de rosas en cuestión. Este texto está algo desmejorado por un repetido error de traducción (que en general es sólida, aunque a veces uno quisiera un toque más ágil): patience es un juego de cartas para uno –los norteamericanos lo llaman solitaire–, no“ un juego que requiere paciencia”. No es el único error en el libro.
La última sección, ambientada en East Hampton, es la más alegre, en gran parte gracias a su protagonista, Bluebell, una labradora de cierta edad en cuya personalidad encontramos, por fin, un poco de amor genuino, algo notable por su ausencia en la mayor parte del libro. Una falta que puede resumirse en esta frase de El jardín de rosas: “Nunca había sabido o se había preguntado si amaba, o si esperaba, o si desesperaba. Para ella todo era una sola cosa: lo que quería.” La clave brenniana se encuentra en esas cuatro palabras: “o se había preguntado”.
Si bien los cuentos caninos son susceptibles de acusaciones de sentimentalidad, están redimidos por el lenguaje preciso, vívido y entretenido que fue el sello de Brennan en la literatura y, según entendemos por sus allegados, en la vida misma también.
Termino esta reseña con un intento de derribar otro prejuicio relacionado, que me parece distorsiona la lectura de esta gran escritora. Varios comentaristas han intentado retratarla como una especie de exiliada, y Fintan O'Toole, en un ensayo notablemente condescendiente citado en el prólogo, va más lejos: “A pesar de su potencia como escritora de ficción, solo podía escribir sobre Irlanda, un país donde no tenía lectores. No podía ser ni una escritora irlandesa ni una estadounidense...” La idea de que “solo podía escribir sobre Irlanda” es patentemente ridícula, como también lo es la noción de que semejante dilema inventado haya sido responsable del declive mental de sus últimos años. Si uno pasa su vida bebiendo y fumando como lo hizo Brennan, pasan cosas.
La verdad es que Brennan encontró su sentido del lugar en el momento pasajero, un reino donde los pasaportes no tienen la menor importancia, y supo capturarlo con una destreza extraordinaria. Era una artista de las experiencias transitorias, una flâneuse sublime, y deberíamos celebrarla como tal.
12 de noviembre, 2025
El jardín de rosas
Maeve Brennan
Traducción y prólogo de Jorge Fondebrider
Eterna cadencia, 2025
384 págs.
Crédito de fotografía: Patrick Redmond.