El descenso a los infiernos ha sido desde siempre una de las grandes escenas de la literatura. Qué es lo que el héroe encuentra allí, qué es lo que aprende entre las sombras, cómo emprende su regreso. En Koraxas Tomb, la experiencia es retomada, solo que en adhesión a una forma particular de lo infernal y restándole importancia y posibilidad real a la salida de aquel que se aventura en ello.
Como la sintaxis y la distribución de la letra en la página implican (enunciaciones enrarecidas, tropos quebrados, cortes de verso fuera del pulso que el lector intuye), la condición de lo infernal está dada más por la incompletud que por el sometimiento al mal. Existe en el imaginario poético y religioso la chance de que el infierno (o la reencarnación penosa) responda a una reproducción casi exacta de nuestro mundo, pero con defectos insalvables y, si no esenciales, por lo menos imposibles de desatender. La condena en tales concepciones consistiría en una nostalgia inevitable y perpetua por aquello que se ha arruinado y ante lo cual tenemos que lidiar por toda la eternidad.
Magnus William-Olsson enfrenta así la tarea de bordear el río de las sombras, visitando a cada uno de sus muertos, dialogando con ellos sin demasiada retribución y cargando el peso de su incomunicabilidad. “Recuerdo cuando Inger, mi madre, exhaló su último suspiro. ¡Qué/ fanfarria! Aspiró todo el aire de ese psiquiátrico que olía a mierda y// exhaló por última vez. Yo// y la cama y todo lo demás vibramos como la materia de un trombón.// El/ tono se asombró. Así es como suena la muerte, pensé. Cuando volví/ en mí estaba empapado e increíblemente solo. ¿Sí?// Sí, una de las maravillas de la muerte es que nos priva de todas las palabras/ para uno mismo. Recuerdo que con el tiempo empecé a/ llamarme 'Sin Inger'.”, dice uno de los poemas centrales.
La muerte vendría a ser aquella fuerza que resquebraja los seres para que el vacío entre en ellos. Su presencia en los cuerpos los deposita en una boya límbica, y los obliga a someterse a una falsa espera, a una esperanza fingida, a una paciencia inútil: “Pero la muerte no es un sueño,/ es una playa de la que nadie regresa:/ primero se la oye, después llega”, concluye un retablo que homenajea a Eugenio Montale. Verse atravesado por ella es también escuchar el crack en la lengua y el lenguaje, el desamparo de la inarticulación y la afasia conscientes. La cohesión interna de las palabras se rompe, y basta con apenas una cachadura en su capa más superficial para que su esmalte se vea arruinado y el brillo o el reflejo devengan irrealizables.
El poeta apenas si consigue sostener su voz cascada, habla con esfuerzo y sequedad, exasperación y desencanto. Prácticamente es su única certeza (Todo lo demás era como fingido, como si hubiese ocurrido/ en el agua, lento y melancólico”). Estar entre los muertos conlleva un rodearse de espejos que no contestan, que parecen oírnos, pero que en verdad solo nos enrostran como el búho más indiferente. El camino, en consecuencia, se hace largo y solitario, y se lo recorre con el corazón vuelto hacia el pasado, entreviendo “Una rosa de hielo en la ventana bajo el sol claro del amanecer de invierno” porque “Así brilla la soledad, dulce en su rígida trampa”.
De ese modo, queda descartada la factibilidad de la vuelta. Al abrir los ojos, todo el relato se desvanece y el poeta se ve arrumbado entre los vivos como si nunca hubiese salido del recinto. Sigue sintiendo a los muertos en todo lo que lo circunda, porque el infierno no puede desecharse una vez visitado, porque la tragedia consiste en descubrir que su plano se encuentra en gran parte superpuesto con el de la vida cuando esta recibe la mordida de la muerte. Un único deseo parece aflorar: “Que te descongeles rápido y te evapores/ como un escupitajo/ en el deshielo diurno”. En ese vaho, quizás, flote la desmemoria que nos permita empezar de nuevo.
12 de noviembre, 2025

Koraxas Tomb
Magnus William-Olsson
Traducción de Virginia Higa
Salta el pez, 2025
70 págs.
Crédito de fotografía. Sofia Runarsdotter.