Andrés Neuman contaba que él debía o debería agradecerle uno de sus premios a Miguel Sáenz, notable traductor español de Thomas Bernhard, porque alguien del jurado le había confesado que cuando leía lo que en realidad era su novela, pensaba: ¡Por fin la novela de Miguel! Es que la tradición de los escritores que traducen es larga y prestigiosa y, en algún punto, bastante conocida, pero por el contrario, la tradición de los traductores que escriben, es mucho más opaca, secreta o, en realidad, ignorada. Es cierto que la práctica de la escritura, hace algunos siglos, no ponía tanto el acento en el copyright. El que era capaz de traducir era un escritor, y probablemente, con la escritura, era capaz de escribir muchas cosas más (poemas, tratados científicos, diarios, obras de teatro, crítica literaria). Como se sabe, la especialización o división por géneros excluyentes es otro invento moderno. Es en la modernidad donde los engranajes de la industria editorial separan –y entronizan– al propietario-creador, al autor, y hacen del traductor un oficio subalterno, pariente del corrector o del diseñador, costos que la editorial debe asumir para lograr que el libro se realice. Todo esto podría ser la precuela inconsciente y aburrida de La madre de Beckett tenía un burro, pero el libro de Battistón se ocupa de ir apuntando estos asuntos, entre dramáticos, curiosos o tristes a través de microrrelatos personales, escenas de personajes principales y secundarios de la historia literaria y sobre todo a partir de una galaxia Beckett, que este libro también ofrece de manera indirecta y eficaz.
Se puede leer este libro apenas como la crónica novelada y en primera persona de un traductor (el propio Battistón) traduciendo en distintos tiempos y lugares la célebre trilogía de Beckett (Molloy, Malone muere, El innombrable); pero en verdad ese sería más bien el marco que utiliza Battistón para dar cuenta de la tensión entre escritura y traducción, y de la experiencia de habitar una y otra, porque podría decirse que este libro se escribe a la par de la traducción de Beckett. No casualmente Battistón elige poco menos que un síntoma de dos cabezas: un escritor que se traduce (o un traductor que escribe –y que quiere/puede traducirse): “El autotraductor elige tomar el cuchillo él mismo y meterlo con saña hasta el fondo”, escribe sobre Beckett.
La madre de Beckett tenía un burro sin embargo se puede leer con igual intensidad de otras maneras. Por ejemplo, se lo puede leer también como el conjunto de anotaciones– sobrantes y funcionales– que acompañan cualquier trabajo de traducción; en este caso, un inventario de anécdotas encantadoras sobre el gran autor irlandés, que a su vez derivan en otras, por asociación lírica, generales y también del traductor. Por eso se lo puede leer en clave de autoficción: la intimidad, el multifacético diario íntimo de un traductor. O como didáctica: un manual o memoria en tiempo real que le sirve a otros traductores para afrontar su oficio, profesión o manía.
“Traducir es colapsar”, indica Battistón por ahí, y esa parece ser no sólo una máxima en la vida del autor de este libro sino una verdad que cualquiera debería poder extraer de la práctica de la traducción. Varios ejemplos en el libro dan cuenta de esta fórmula. La traducción suele ser una práctica extenuante. En un mundo ideal, probablemente los traductores lo harían por gusto, al costado de alguna otra actividad, pero con un ritmo de trabajo que acaso no sería tan distinto del de los poetas al hallar y pulir un poema (de hecho, por eso hay una relación directa entre poesía y traducción). Pero el mundo no es ideal, y en este que tenemos, la traducción literaria se ha vuelto acaso el trabajo peor pago de la industria editorial (en relación a la exigencia, preparación y esfuerzo que necesita). Así, alguien que deseara vivir de la traducción (como le sucede al autor de este libro) se hallaría hipotecado en forma continua con traducciones de libros por entregar, siempre presionado y retrasado, estrellándose una y otra vez contra el muro del estilo del autor y, a su vez, sobreviviendo por distracciones, nimiedades y aciertos. Es que “...ese es uno de los principales problemas de la traducción: es una metáfora demasiado buena para demasiadas cosas”, escribe por ahí Battistón. Y tiene razón. Y hasta se queda corto porque, un poco evocando a Northrop Frye, la metáfora misma sea acaso un ejemplo de traducción, y por eso, como ocurre con tantas prácticas, nadie nunca se va a poner de acuerdo sobre los criterios para definir una buena traducción. De seguro podremos reconocerla, pero a la hora de explicar por qué, cada uno tendría una teoría diferente. En cierto modo ese es el último encanto del personaje –de la figura de traductor, podríamos decir, un poco crítica pero sobre todo ampulosamente– que delinea Battistón a través de este diario sin fechas o cuaderno de notas; pareciera que a este traductor no le interesa mucho tomar posición sobre una u otra teoría, sobre uno u otro dogma, no solo no le interesa, parece que sabe que en realidad, como la metáfora, la traducción es inapresable, y que más allá de toda penuria, sigue siendo una práctica sumamente generosa, imprescindible para el desarrollo de cualquier cultura y literatura, un arte acaso en vías de extinción a manos de la IA y que todavía exhibe sus efectos saludables e impensados, como este libro.
12 de noviembre, 2024

La madre de Beckett tenía un burro
Matías Battistón
Emecé, 2025
200 págs.
Crédito de fotografía: Alejandra López.