Hombres con nombre y apellido, inscriptos en un tiempo y lugar, son protagonistas de algunas de las biografías imaginarias escritas por Steven Millhauser. La extensión puede variar: novela (Martin Dressler), novela corta (August Eschenburg y El pequeño reino de John Franklin Payne) y cuentos como Eisenheim, el ilusionista. Algunas de estas vidas transcurren en Nueva York y alrededores, otras, en Europa central, en un período que oscila entre fines de siglo diecinueve y principios del siglo veinte. En todas late la fascinación por tensar el arco de una vida, por la manera en que una existencia se despliega hacia adelante hasta encontrar sus propios límites.
El joven Martin Dressler trabaja en la tabaquería de su padre y pronto se convierte en botones de un hotel neoyorquino, donde comienza una carrera ascendente en la industria de la hospitalidad. August Eschenburg, hijo de un relojero alemán de provincia, se fascina de niño con los engranajes y resortes de los juguetes mecánicos y muestra una maestría precoz para la fabricación de pequeños autómatas. Hijo mayor de una familia judía de Bratislava, Eduard Abramowitz es un carpintero –como su padre– que deslumbra con trucos de magia a sus familiares y amigos antes de convertirse en el célebre Eisenheim. Ya en el siglo XX, John Franklin Payne, hijo de un fotógrafo aficionado que montaba el cuarto oscuro en la cocina familiar, se deja llevar por su afición al dibujo hasta dar un primer salto como ilustrador e historietista en un periódico de gran tirada.
El patrón se repite con variaciones. Los padres son presencias fuertes, pero los hijos, si bien lo aprenden, no continúan con el oficio paterno. En un momento llega el descubrimiento: la vocación aflora, el talento se confirma, la ambición encuentra su cauce. Después, la expansión: negocios que prosperan y obras que conmueven. Durante un tiempo todo parece fluir sin obstáculos, como si la fuerza interior de los personajes coincidiera con la correntada de la dinámica social. Es el momento de la sintonía perfecta, el instante en que las vías paralelas se superponen. Los protagonistas tocan una tecla cualquiera y siempre suena bien.
“Empresa”. La palabra aloja una ambigüedad. En lo primero que pensamos es en una firma, en una organización humana destinada al lucro. La cadena de hoteles de Dressler, la industria del espectáculo de la que forma parte Eisenheim, las tiendas y teatros poblados por los autómatas de Eschenburg, el negocio de los medios gráficos y el cine de animación en el caso de Payne. Pero “empresa” también tiene un cariz épico que remite a aventura, tentativa, hazaña. “Lanzarse a una empresa” es embarcarse en algo sin garantías, seguir un llamado íntimo. En Millhauser, los dos sentidos conviven durante un tiempo, se confunden, hasta que se produce ese desfasaje inevitable. Tarde o temprano aparece la bifurcación. Y cuando sucede, estos hombres no maniobran. No buscan volver a encarrilarse. No se esfuerzan por sostener lo que alguna vez funcionó. Siguen su rumbo, aun cuando eso signifique apartarse de la vía próspera. Colapsa el negocio; persiste, la aventura.
No es el lucro lo que mueve a los personajes de Millhauser, ni la maximización de las ganancias. Nunca lo fue. Ni siquiera Martin Dressler, el self-made man de manual, que llega a ser un magnate dueño de una cadena de hoteles. Dressler es un hombre impulsado por la necesidad de crear, de levantar edificios, por fundar microcosmos de la propiedad horizontal. La magistral novela corta August Eschenburg –esa pepita puesta en circulación por Marcelo Cohen hace veinte años– lo plantea de manera explícita: de un lado el artista, del otro, el socio empresario. Primero se entienden y complementan como siameses, después entran en conflicto y eventualmente se divorcian. Otras veces la tensión convive en un mismo cuerpo –como en Dressler y en Eisenheim, que es a la vez ilusionista y empresario de sí mismo–, pero el desenlace es idéntico. Todos ellos son empujados por una fuerza que no responde a la racionalidad sino a un apetito íntimo e implacable. Todos comparten una impaciencia interior, como si supieran que hay algo esperándolos y no pudieran demorarse.
John Franklin Payne ofrece otra variación del motivo. Su talento como historietista y animador lo sitúa en el centro de un sector pujante, pero con el tiempo se acrecienta el desencuentro con la sensibilidad de su época, y de las personas que lo rodean, como su esposa y su mejor amigo y productor de sus films. Como Eschenburg, Payne permanece fiel a un arte –la animación artesanal hecha cuadro por cuadro– que no coincide con el rumbo adoptado por la industria, persistiendo en un terreno cada vez más marginal.
Lo que se revela en esos derrumbes –y en la serenidad con que se aceptan– es que para estos hombres lo importante era otra cosa. Los personajes de Millhauser fracasan socialmente pero triunfan en términos de sostener una pulsión, un temperamento, aunque eso implique quedar fuera de juego. Por eso cuando el éxito se evapora, no hay tragedia. No hay lucha desesperada por recuperar la prosperidad perdida. Lo que podría narrarse como un fracaso se revela como un acto de fidelidad consigo mismo. Cuando el tren oculto se deja ver, cuando se produce el desacople y queda expuesto el movimiento secreto de una vida, el descarrilamiento, lejos de ser un accidente, aparece como destino: el punto donde se revela lo más íntimo e irrenunciable. Un movimiento obstinado, un heroísmo discreto, que Millhauser y sus hombres con nombre y apellido ejecutan libro a libro, como si no pudieran hacer otra cosa.
31 de diciembre, 2025