Si se mira con detenimiento, cualquier cosa puede adquirir una forma inesperada. Este descalabro de la proporción –que solemos llamar fantástico–, no es más que la consecuencia de una atención excesiva a lo real. Así mira Steven Millhauser, como si cada objeto pudiera contener un mundo. Parques de diversiones, museos imaginarios, ciudades de juguete, reinos en miniatura: el universo millhauseriano parece organizado por un principio de proliferación regulada, como si la fantasía hubiera sido sometida a un estricto código catastral.
No es casual que sus textos evoquen a menudo maquetas, mecanismos o dispositivos: la imaginación, en Millhauser, busca suplantar al mundo, produciendo objetos –autómatas, muñecos de nieve, miniaturas– cuya eficacia consiste precisamente en reconocerse como artificios en el instante mismo en que se instituyen como realidad. Lejos, sin embargo, de lo fantástico en el sentido en que se suele administrar ese rótulo, Millhauser es, más bien, un narrador del exceso controlado, un ingeniero de lo minucioso cuya verdadera materia, antes que lo extraño, es la obsesión. Mientras otros escritores recurren al detalle para afianzar la ilusión realista, Millhauser lo emplea para socavarla lentamente.
Bajo esa precisión algo maniática se insinúa, sin embargo, una melancolía tenue, cuidadosamente velada por la cortesía del estilo. Los artificios de Millhauser envejecen; sus maravillas se desgastan; sus portentos, tarde o temprano, se vuelven atracciones abandonadas. De ahí la doble fascinación que producen sus ficciones: por un lado, la escrupulosa tenacidad con que esos mundos son erigidos; por otro, el presentimiento constante de su inevitable deterioro. Esa paradoja es su manera de recordarnos que la literatura es una máquina de prodigios destinados a desaparecer.
Otra manera de encarar el asunto. Dos magos se disputan el favor del emperador de una corte remota. El más joven, como en un mito conocido, convierte una estatua de jade en un ser vivo. La corte aplaude el milagro, la carne ha sustituido a la piedra. A su turno, el mago veterano responde con algo inaudito: hace lo mismo. Pero aunque la estatua también cobra vida, no renuncia a su naturaleza de jade. El emperador, sin un asomo de duda, lo decreta vencedor. No elige la vida, sino la ilusión de vida.
La escena anterior –perteneciente al relato titulado “Cathay”– resuena a lo largo de toda la obra de Steven Millhauser, desde “Eisenheim, el ilusionista” hasta “La invención de Robert Herendeen” o Martin Dressler. Si Émile Zola podía afirmar que en un cuadro buscaba ante todo a un hombre; Millhauser podría invertir los términos y decir que en un hombre busca un cuadro; o en un cuadro, un cuadro, vaya a saberse. Lo que no cabe duda es que, para él, el arte no busca representar el mundo; su propósito es suplantarlo.
El estadounidense nacido en 1943, autor de cuatro novelas, nueve colecciones de cuentos y media docena de nouvelles –entre las que destacan Edwin Mullhouse, Museo Barnum, August Eschenburg y El lanzador de cuchillos– no suele conceder entrevistas, pero en esta ocasión –semejante a sus personajes que con un tronar de dedos cambian la reglas de lo cotidiano– accedió a responder nuestras inquietudes.

Instrucciones de lectura
Su obra parece una excepción respecto al canon tradicional estadounidense. Lo fantástico, y podríamos también agregar el cuento, no son centrales a la hora de pensar en la literatura de su país. Sin embargo, antes estuvo Hawthorne. ¿A qué atribuye este olvido generalizado?
Me tienta decir que el cuento ocupa un lugar central en la tradición literaria estadounidense, aunque el género fantástico es, sin duda, secundario. ¿Acaso es posible explicarlo? Quizás se deba simplemente a la creencia popular de que los cuentos fantásticos son solo aptos para niños. Cuando uno crece, tiende a dejarlos atrás. También es cierto que Estados Unidos siempre se ha vanagloriado de ser un lugar donde la gente puede encontrar trabajo y alcanzar el éxito, y este énfasis en lo práctico podría explicar en parte la tendencia a favorecer la literatura realista.
Aunque la gravitación de Kafka o Borges en su obra es innegable, me gustaría centrarme en un autor que por lo general la crítica suele pasar de largo al tratar sus ficciones. Me refiero a Thomas Mann. ¿Qué considera que, si puede decirse así, ha tomado de él?
Es una pregunta muy interesante. A Mann le fascina el choque entre el temperamento poco práctico del artista y la vida burguesa; le atraen los exabruptos de la conducta indebida. Creo que lo que me atrajo de su obra es la combinación de escenarios realistas y perturbaciones secretas. Es como si esos mundos cuidadosamente erigidos alimentaran en sus corazones un deseo de destrucción.
Al igual que para muchos de los personajes de Mann, los suyos experimentan el arte como una desviación de la vida. En palabras del Tonio Kröger, la novela de Mann, el error de creer que es lícito tomar una sola hojita del laurel del arte sin pagarlo con la vida. ¿Cree que esa antítesis entre vida y obra sigue vigente?
Esa clase de antítesis siempre está presente, fundamentalmente en los artistas jóvenes que luchan por encontrar su camino, pero en algún momento la antítesis se abraza como un destino necesario.
En su ensayo sobre Tonio Kröger postula que es el temperamento conservador de Mann el que impulsa sus cuestionamientos más radicales. ¿Los grandes escritores son siempre reaccionarios?
Me parece una afirmación demasiado simplista. Lo que sí es cierto es que en los grandes escritores hay una urgencia interior que los impulsa a materializar una visión imaginativa, y esa urgencia, que es una especie de locura disciplinada, no tiene nada que ver con sentimientos conservadores.
¿Qué otros autores fueron fundamentales en su visión de la literatura?
De joven, entre la adolescencia y los veinte años, cuando aún no me había formado como escritor, me sentí particularmente atraído por cuatro autores: Joyce, Proust, Mann y Kafka. Su influencia quizá no fue específicamente literaria. Me atraía algo extremo en su obra y su devoción fanática por la escritura.
¿Hubo algún autor que influyó en su forma de leer?
Probablemente, el último escritor con el que alguien me asociaría sea Hemingway, sin embargo, cuando tenía veintitantos leí sus primeros cuentos una y otra vez, atraído por el ritmo seductor de la prosa y sus elegantes repeticiones de palabras y frases.
Formas breves
De Poe en adelante, se han propuesto innumerables teorías sobre el cuento. ¿Acaso Millhauser tiene una teoría propia?
Desconfío profundamente de todas las teorías sobre las formas artísticas. Podría decirse que muchas de mis historias siguen un cierto patrón –la presentación de un mundo cotidiano, una interrupción o perturbación gradual o repentina, el desarrollo de ese cambio–, pero incluso este patrón no tiene nada que ver con una teoría, sino más bien con una necesidad interna que impulsa mi imaginación en una dirección determinada.
Usted ha hablado de la modestia del cuento (“se concentra en su grano de arena”) en relación a la ambición de la novela (“es insaciable: quiere devorar al mundo”), ¿qué podría decir de la nouvelle?
La nouvelle está estrechamente relacionada con el cuento, pero al mismo tiempo se rebela contra su brevedad. Se demora en detalles y complejidades que el cuento no permite, a la vez que se vanagloria de su brevedad al compararla con la extensión de una novela. Busca ambas cosas: concisión y extensión. Debajo de su tranquilidad, se oculta una inquietud.
Steven Millhauser por Juan Carlos Comperatore
El primer trazo
Su primera novela, Edwin Mullhouse: Vida y muerte de un escritor americano 1943-1954 por Jeffrey Cartwright, se publicó hace más de cincuenta años. ¿Qué opinión le merece hoy día? ¿Tiene por costumbre releer sus libros?
Me cuesta creer que mi primer libro se publicó hace más de cincuenta años. Rara vez vuelvo a mis obras publicadas, pero cuando pienso en Edwin Mullhouse, el sentimiento que me invade es de gratitud; como si, además de la larga pasión de escribir el libro, y su interminable corrección, la novela hubiera llegado a mí por su propia voluntad, y mi tarea hubiera sido únicamente escuchar con atención y escribir las palabras que me dictaba.
En Edwin Mullhouse se encuentran dos de los motivos centrales de su obra posterior: el retrato de artista y la infancia. ¿Qué aspectos de esa novela prefirió, en cambio, no retomar en sus libros siguientes?
Durante mucho tiempo después de terminar Edwin Mullhouse, me obligué a no volver al mundo de ese libro: la escuela primaria, la casa de mi infancia, las queridas calles de mi barrio. Sin embargo, en algún momento de mi experiencia como escritor, esas restricciones dejaron de importar. Me permití aprovechar lo que considerara necesario, como si todos los momentos de mi vida fueran inagotables.
Tanto Caricaturas –la novela dentro de la novela-biografía de Edwin Mullhouse– como el cuento “El gato y el ratón”, o incluso la nouvelle “El pequeño reino de John Franklin Payne”, presentan un interés por los dibujos animados. ¿Qué le interesa de ellos?
Lo que siempre me atrajo de los dibujos animados, sobre todo de los primeros en blanco y negro, es la combinación de detalles cotidianos (una puerta con pomo, una mesa, una pelota que rebota) con acciones imposibles (un cuerpo que se parte por la mitad y se recompone, un muñeco de nieve que cobra vida). Un dibujo animado es un mundo de acceso inmediato a lo real y lo fabuloso.
En esta primera novela, el narrador habla de la “distorsión escrupulosa” como un método que “obliga a percibir la olvidada extrañeza de las cosas”, y su último libro a la fecha lleva por título Disruptions, concepto que definió como la “aparición repentina de algo extraño en lo ordinario”. ¿Qué aspectos considera que han cambiado en su manera de tratar lo fantástico de un libro a otro?
Creo que ha habido menos una evolución que un retorno perpetuo a un impulso o necesidad profunda, aplicado de forma adecuada a las necesidades de obras específicas. No se trata de repetir lo mismo una y otra vez, sino de explorar patrones inagotables de formas nuevas y emocionantes.
El ensayo como preparación
Ha escrito pocos ensayos a lo largo de su vida, sin embargo, esos pocos parecen responder a necesidades concretas. Son, en cierta medida, ensayos programáticos, que tratan de manera oblicua aspectos centrales de su propia ficción. ¿Coincide?
A veces me sorprende recordar que alguna vez escribí un ensayo. Para mí, escribir es sinónimo de ficción. Una historia completa existe, idealmente, en un silencio tan poderoso que ninguna palabra externa puede perturbar su paz. Si en algunas ocasiones me sumergí en la escritura de ensayos, es porque ninguna historia requería mi atención. Los ensayos son simplemente una forma de preparar mi mente para lo verdaderamente importante.
Si estoy en lo correcto, su ensayo “La fascinación de la miniatura” (1983) es anterior a ficciones que tratan el tema, como “En el reino de Harald IV”. De manera inversa, su ensayo “Réplicas” (1995) es posterior a “August Eschenburg” o “El nuevo teatro de autómatas”. ¿En qué medida una inquietud teórica produce una respuesta estética? ¿En qué medida una inquietud estética produce una respuesta teórica?
Desconfío profundamente de las inquietudes teóricas; escucho siempre un impulso interior más profundo que las ideas. Los asuntos teóricos surgen en los intervalos entre las explosiones artísticas.
En el ensayo que dedica al tema, sostiene que “La réplica flota entre dos mundos, el mundo de la autenticidad y el del artificio”. Lo interesante de esto es que no se trata de una simple oposición, sino de la imposibilidad de decantarse por una u otra alternativa. Esos estados intermedios son frecuentes en su obra...
Como sabes, me atraen todas las formas de alteración de lo familiar. La réplica es una de ellas, ya que se trata de un objeto en el que conviven dos mundos opuestos.
Otro caso de indeterminación ocurre en la transiciones epocales. Esos momentos –para citar al narrador de “Un precursor del cine”– “donde la historia parece titubear por un instante y contemplar una alternativa antes de seguir andando”. ¿Por qué le resultan interesantes?
Me interesan precisamente porque no han ocurrido, pero estuvieron a punto de hacerlo. Existen en contraposición a la historia, pero siguen siendo alternativas plausibles: son fantásticas y reales a la vez.
Un recurso importante en su ficción son las listas, las enumeraciones...
Me encantan las listas porque son una forma de describir mundos eligiendo detalles específicos que, por sí solos, podrían parecer arbitrarios, pero que, al acumularse, adquieren una forma reveladora. Una lista puede resultar demasiado larga o demasiado corta; cada una tiene una longitud ideal, y mi tarea consiste en descubrir esa medida exacta.
Versiones de sí mismo
Usted ha dicho –en un ensayo sobre Charlotte Brontë– que los lectores somos crueles. Cito: “Aunque creamos que un personaje nos importa como si fuera una persona, lo que siempre anhelamos es el punto más profundo y peligroso al que nos puede llevar el oficio de un escritor”. Invirtiendo un poco el foco, ¿cuál es el vínculo de un escritor con sus criaturas? ¿Cuál es el vínculo que usted mantiene con sus personajes?
Un personaje en una historia forma parte necesariamente de un patrón y, en ese sentido, solo puede desarrollarse de ciertas maneras y no de otras. Pero incluso dentro de los estrechos límites de una historia, los personajes solo resultarán cautivadores si se desarrollan de forma convincente, sin referencia directa al patrón narrativo. En este sentido, un personaje es una figura dividida entre su destino y su existencia independiente; alguien que, en cierto sentido, protesta constantemente contra la historia que se desarrolla, protesta constantemente contra el autor. Aliento y respeto esa lucha.
Con frecuencia sus personajes son artistas en el amplio sentido de la palabra (para citar la definición que da en “Un precursor del cine”: “un hombre metódico que cree en el azar”). Estos artistas construyen un mundo dentro del mundo que busca suplantar al preexistente. ¿Qué es lo que le interesa de esta clase de personajes?
Supongo que lo que me atrae de estos personajes es que son versiones o posibilidades de mí mismo. Quizás espero que, si me acerco a mí mismo de este modo indirecto, pueda aprender algo sobre el misterio que late en el corazón de lo que hago.
Llama la atención que no haya músicos entre sus personajes. Se podría aventurar que Mann se ocupó exhaustivamente de ellos en Doktor Faustus, pero hilando más fino, uno diría que sus artistas, sean o no pintores, trabajan con imágenes, o más bien con lo visible. Buscan hacer visible una realidad acaso más auténtica. Y la música, la más abstracta de las formas de arte, puede hacer muchas cosas, pero eso no. ¿Qué piensa al respecto?
En principio, carezco de los conocimientos técnicos necesarios para retratar a una figura de ese tipo. Pero incluso si los tuviera, creo que evitaría que un compositor fuera el centro de una historia. Una pintura o una escultura son imágenes que el ojo puede contemplar, de modo que pueden ser sugeridas por detalles visuales. Pero una pieza musical es, por naturaleza, invisible. Las historias de compositores contienen pasajes de información técnica tediosa o bien omiten grandes porciones de la vida de un compositor.
Estas criaturas crepusculares abonan una invención lindera con los sortilegios de la magia. En su primera novela, el narrador sostiene que un artista no es un inventor sino un descubridor. ¿Coincide?
Estoy de acuerdo y en desacuerdo. Una obra de arte es tanto invención como descubrimiento. Hay en el mundo algo que antes no existía y, por lo tanto, ha sido inventado, pero al mismo tiempo revela elementos del mundo que de pronto reconocemos. Una obra de arte enriquece nuestra percepción del mundo real a la vez que nos invita a imaginar otro. Esta aparente contradicción forma parte de su riqueza.
Borrador del cuento «After the Beheading», perteneciente a Disruptions.
Imagen cedida por el autor.
La imagen y su reverso
Es frecuente en su obra la apelación a fotografías, pinturas, postales, historietas e incluso dibujos animados, en una palabra, a representaciones bidimensionales. Pero también hay otro tipo representación, en este caso tridimensional, que son las réplicas. ¿Qué papel juegan uno y otro tipo de representación en su obra?
Lo interesante de las representaciones bidimensionales es que pueden verse por completo. La información que recibe el cerebro puede favorecer ciertos detalles e ignorar otros, pero cada detalle es capaz de distinguirse. Lo interesante de los objetos tridimensionales es que nunca pueden verse por completo. Un cubo solo es visible a medias. El espectador debe cambiar de posición o girar el objeto para que se vean las partes invisibles, pero el cambio implica que los detalles originales se pierden de vista. El mundo, en otras palabras, es en gran parte invisible. Me atrae el contraste entre un mundo que puede conocerse completamente y un mundo –el que vivimos– que nunca podrá conocerse completamente.
A primera vista, uno podría decir que en sus ficciones es central no tanto la oposición entre lo imaginario y lo real, sino más bien cómo esos dos órdenes se contaminan uno de otro.
Estoy de acuerdo, diría que no se trata de dos reinos opuestos enfrentados. Más bien, el llamado mundo “real” es en sí mismo una estructura parcialmente imaginaria, mientras que el mundo imaginario o inventado está, indefectiblemente, repleto de detalles del mundo cotidiano. La contaminación de la que hablas existe dentro de cada mundo, antes de que comiencen a infectarse mutuamente.
Abundan en su obra los espectáculos de magia, los fenómenos de feria, las exhibiciones de museos, es decir, modos de representación cuyo reverso es el público. No pocos de sus cuentos están narrados por una tercera persona del plural, en otros alterna entre un narrador plural que se va particularizando. ¿Qué busca con ello?
Cuando alterno entre un narrador plural y un narrador individual, intento presentar dos visiones del mundo. El narrador plural representa a un grupo de personas –digamos, los habitantes de un pueblo– que coinciden en ciertas maneras de ver, sentir y comprender. El narrador individual puede compartir algunas de ellas, pero también tiene impresiones limitadas a un temperamento particular y que a menudo difieren, en mayor o menor medida, del consenso general. Lo que resulta especialmente interesante del narrador individual es que también forma parte del grupo mayor (a menos que la historia establezca una clara exclusión), de modo que su posición resulta inestable.
En su obra hay una tensión entre la búsqueda de zonas inexploradas de lo real y una autoconsciencia paradójica. Me gustaría citarle dos frases que darían cuenta de estos polos. En “Catálogo de la exposición: el arte de Edmund Morash, 1810-1846”, por ejemplo, se dice que el arte debe “perturbar, confundir, sembrar incertidumbre”. Mientras que en “La princesa, el enano y la mazmorra” se pregunta si en un arte “en que lo imposible mismo se representa con precisión, ¿no existe el riesgo de que algo se haya perdido? ¿No existe el riesgo de que nuestro arte carezca de misterio?” ¿Qué opina?
Soy muy reacio a afirmar qué debería o no debería hacer el arte. Las citas que mencionas provienen de narradores específicos y constituyen revelaciones de personajes. Entiendo que podría decirse que intento evadir tu pregunta.
Borrador de la primera página del cuento «One Summer Night» perteneciente a Disruptions.
Imagen cedida por el autor.
Entre lápices, máquinas y silencios
En su obra son importantes las descripciones. Siempre supuse, quizá arbitrariamente, que el detalle pormenorizado de las descripciones es la consecuencia de la escritura manuscrita. En su caso, ¿cuáles son sus hábitos de escritura?
Siempre he escrito a mano, con lápiz, en un cuaderno de espiral rayado. Reviso muchas veces, añadiendo y borrando pasajes enteros, cambiando palabras y ritmos en muchas frases. En algún momento, cuando el manuscrito está a punto de volverse ilegible, doy el siguiente paso. Antes, el siguiente paso era la máquina de escribir. Ver las palabras escritas a mano aparecer claramente en letras negras sobre una página blanca era una especie de revelación. Podía leer mis cuentos como si lo hiciera por primera vez. Hacía innumerables correcciones a lápiz, mecanografiaba una nueva copia, corregía un poco más, mecanografiaba otra copia. Las correcciones eran cada vez menos frecuentes hasta que, después de cinco, diez o veinte copias, la historia en cuestión parecía estar lista para el siguiente paso, que consistía en mecanografiar una copia final, que luego mostraba a un pequeño número de lectores. A esas alturas, solo me interesaba si la historia seducía al lector, más allá de que pudieran, ocasionalmente, cuestionar alguna palabra o frase específica. Finalmente, tras decidir que la historia estaba terminada, le enviaba una copia a mi agente. Uno de los cambios que se produjo a lo largo de los años fue mi abandono reticente de la máquina de escribir, aunque conservé mi querida Remington mucho después de que todos los demás se hubieran pasado a las computadoras. Tras abandonar la máquina de escribir, mi último paso consiste en pasar la historia manuscrita a una computadora, que para mí no es más que una máquina de escribir incómoda.
Después de cuatro novelas, nueve colecciones de cuentos y otras tantas nouvelles, ¿qué lo motiva a escribir? ¿Está escribiendo actualmente?
Empecé a escribir a tiempo completo a los veintidós años y publiqué mi última colección de cuentos el día que cumplí ochenta. Desde entonces, la urgencia interior se ha aquietado. Estoy en paz con eso.
31 de diciembre, 2025