Desde cierta ineludible perspectiva, Edwin Mullhouse, la novela inaugural de la singularísima obra de Steven Millhauser, publicada originalmente en 1972 –es decir, antes de que su autor cumpliera los treinta años–, es el libro que en verdad debió haber escrito dos o tres décadas más tarde. Parece demasiado temprano, desde luego si uno no está familiarizado con ese enigmático y esquivo hombrecito nacido en Nueva York en las postrimerías de la Segunda Guerra, para la ironía, la distancia, la parábola; ese modo de observar el mundo en el que la narración va de la mano de la réplica, en que cada elemento es, antes que sí mismo, su propia y trágica parodia.
Pero Millhauser demostró estar siempre más allá de las cosas, o incluso antes que ellas: cada uno de sus libros, a pesar de los rasgos desfachatados de su escritura, del amor por el exceso, de la enfermiza y engañosamente descontrolada inclinación por los detalles, parece responder a una suerte de plan maestro, a una tesis que se despliega en torno a una pregunta perturbadora –o una serie de eslabones que la conforman y resignifican constantemente–, una pregunta que no puede ser reducida pero a la que con cierta culpa faltaremos el respeto: ¿cómo es posible estar –martilla una y otra vez el obsesivo Millhauser– a la altura de los sueños?
Desde luego, esa interrogación dispara sus inquietantes esquirlas, multiplica sus sentidos hasta el hartazgo, aunque como mínimo deberíamos adosarle otra: ¿por qué soñamos de ese modo, es decir, por qué nos abrazamos a esa clase de calvario? Y de inmediato, ni lerdos ni perezosos, quizá se nos permita huir a hurtadillas de aquel plural y recordar que Steven Millhauser no solo es un escritor norteamericano sino que toda su obra, sus preocupaciones centrales, sus pesadillas, se relacionan con un estilo de vida, un paradigma, una plataforma para la que ese fantasma perverso que corporiza el Summa Cum Laude de la hipérbole denominado Gran Novela Americana jamás ha encontrado respuesta.
Edwin Mullhouse, la novela que nos ocupa, es un libro único dentro de la carrera de su autor por más de un motivo, más allá de su obvio factor liminar. Jamás volvió a darle semejante preeminencia a la figura del escritor –que aquí funciona en rigor como una infinita puesta en abismo–, la criatura escogida para encarnar las desmesuras del sueño, de la utopía que es en sí una condena y que en adelante tomará la forma de un arquitecto, un inventor, un urbanista, quien sea capaz de calzarse el traje de la megalomanía y cualquiera de las máscaras nunca amables de la locura. Como suele ocurrir en Millhauser, el sueño llega de la mano de su némesis, de la esclavitud que lo vuelve no ya la razón de una vida sino su desesperada y nunca suficiente fuente de oxígeno.
Pero consignemos, antes de que sea demasiado tarde, las líneas esenciales del argumento de esta novela. Quien presta su nombre al libro es un supuesto genio precoz, un niño que escribe una obra maestra poco antes de morir a los once años y que parece haber hallado en ese proyecto, como ya hemos dicho, su único y fatal norte. Pero a su vez está también su mejor amigo, el narrador, que se convierte de buenas a primeras en el inesperado biógrafo de Mullhouse, alguien que en perspectiva aparenta depositar en el otro tal fe que le permite incluso recordar con precisión el momento en que se conocieron: Edwin acababa de nacer, y su amigo íntimo Jeffrey Cartwright –de él se trata– contaba con apenas seis meses. Ese marco responde luego a otro, el viejo truco del hallazgo o rescate de un libro –la biografía que Cartwright dedica a Mullhouse– que nadie leyó ni recuerda. Y acaso podríamos sumar otra capa, y jugar con la similitud entre los apellidos de autor y biografiado... pero no nos dejemos llevar por las perezosas tentaciones de los biograficistas.
Las casi cuatrocientas páginas del debut de Millhauser parecen desmesuradas, sobre todo si nos atenemos a que, más allá de cierta inclinación por la lectura y la entrega total que suele revelar al menos un destino, la de Mullhouse se muestra como la vida de cualquier chico –o de cualquier persona–, con sus trivialidades, pasiones pasajeras, aburrimientos al por mayor. Desde luego que lo es, y de allí deriva el núcleo de toda la novela: un biógrafo que con cualquier excusa se inmiscuye en la trama, y que con demasiada frecuencia se sitúa por encima del biografiado o lo observa con un espíritu febril; y una vida, al fin, que no justifica mucho más que la tormentosa necesidad norteamericana de labrar a cada paso su propio mito, de su adicción por la grandilocuencia y la morbosa ilusión de que algún día podrán alcanzar, quizá todos juntos y tomados de la mano, el cielo.
31 de diciembre, 2025

Edwin Mullhouse: vida y muerte de un escritor americano 1943-1954 por Jeffrey Cartwright
Steven Millhauser
Traducción de Carlos Gardini
Interzona, 2025
384 págs.