Ante tanta literatura preocupada por desnudar el artificio, por resaltar como con luz ultravioleta el bastidor que sostiene el lienzo de la prosa, Steven Millhauser lleva décadas borrando las huellas que conducen hasta el fondo de sus libros. Puede que invente, parece decir en ellos. Puede incluso que deje bien en claro que estoy inventando, pero no por eso voy a facilitar manuales que en realidad nadie necesita. Espoleados por esa declaración de principios, los cinco relatos que componen Museo Barnum gritan a coro que develar es percudir.
Ya desde el inicio, en el cuento homónimo, Millhauser hace su aporte a la retórica del urbanismo paradojal. Como la Muralla China de Kafka, como la Biblioteca de Babel de Borges, como el edificio abstracto y desquiciado que Ballard levantó para contener su exposición de atrocidades, el Museo Barnum ─hogar de sirenas de feria, de inverosímiles espacios abiertos, de criaturas y freaks que superan en todo sentido las versiones terrenales que supo llevar de gira el P. T. original, que sí existió y sí prosperó a fuerza de tensar la cuerda que une maravilla con fraude─ opera como lugar posible sólo en la medida de su imposibilidad. Del museo no se puede salir y, a partir de determinado punto, no bien se intenta desmontar sus prodigios, espiar detrás del escenario y confirmar las obvias poleas y los necesarios juegos de luces, tampoco se puede entrar.
Steven Millhauser por Juan Carlos Comperatore
La experiencia de la magia es siempre exterior al que la recibe e incluso anterior a las palabras que buscarán darle un orden, ensayar sus pasos, descifrar su relojería. De ahí que la razón sea su enemigo primordial: por fuera de sí misma, desgajada de sus efectos, la magia jamás triunfa sobre la pulsión explicatoria. En "Eisenheim, el ilusionista", Millhauser embotella en un solo individuo aquello a lo que antes había dedicado un edificio entero. De Eisenheim lo que se sabe es poco, pero de sus trucos ─así dicho, sin desprecio─ se sabe menos todavía. Gracias a un narrador que mantiene distancia con el personaje principal, que no le rellena las costillas ─lo opuesto a lo que hizo la adaptación cinematográfica de 2006, que impuso sobre el prestidigitador encarnado por Edward Norton su fárrago de prehistorias, clisés, motivaciones amorosas y hasta de clase─, lo que tenemos enfrente es, lisa y llanamente, un hombre que hace magia y se guarda su misterio. Por mínima que sea, cualquier alteración en la frontera entre hacedor y público implica la revelación de la fórmula ─haya o no haya procedimiento─, o de la parte más vital de ella, y entonces el fenómeno queda nulo y el encanto muere a poco de haber nacido. La clave del sortilegio está en el límite; el límite es su margen de libertad. De pie en el escenario, mientras estira un brazo hacia su último fantasma, Eisenheim sólo asiente en silencio.
Y después está, por supuesto ─como pasa en el flaubertiano Pequeños reinos, como pasa en casi todo Millhauser─, el discurrir entre arte y fantasía, entre literatura y magia, que a su autor nunca le interesó encriptar bajo correlatos. "El octavo viaje de Simbad" continúa esa senda, o más bien la prorratea en tres vías diferentes, cada una gobernada por un registro propio: el enciclopédico, para ventear sobre texto, subtexto y contexto de Las mil y una noches; el objetivista, afirmado en descripciones casi geométricas, para presentar a un Simbad viejo y rico que rememora o imagina la octava de sus aventuras, de la que la fuente original no da pruebas; y el de la narración plena, acelerada por la peripecia, que relata en primera persona la circunstancia o la conjetura de esa travesía final. Las tres voces se trenzan para invocar una música ardua que las alinea bajo una misma matriz de significado: "Simbad sueña con volver a narrar sus viajes. Al principio, el solo hecho de narrarlos los volvía tan reales que era como si las palabras volvieran a infundirles vida. Como si, exentos de palabras, los viajes perdieran nitidez o desaparecieran".
Los otros dos relatos que completan la colección, "La invención de Robert Herendeen" y "La postal sepia", quizás menores si se los compara con las ficciones ya referidas ─no por factura, sino por alcance y riesgo─, también versan sobre personajes que son un poco artistas y un poco magos. Y que además están un poco locos, trastornados por la soledad y sus derivas, incapacitados para asentarse en un solo plano de la realidad. Las cosas que los rodean ─adornos estrambóticos, chucherías turísticas, muebles antiguos─, presentes un segundo y al siguiente ya no, son invenciones arbitrarias, espasmos del poder de la mente que exceden la nomenclatura surrealista y se espesan hasta volverse pesadillas. La mansión que Herendeen concibe para su Olivia y los recovecos de la librería Plumshaw renuevan la gravitación metafórica que tienen los edificios en la obra de Millhauser, una recurrencia que lo lleva a mojar los pies, como con disimulo y sin asumir otras obligaciones de género, en las aguas borrascosas del gótico.
Traducido por María Negroni, que respeta el tono monolítico del autor, un estilo que armoniza ligereza y pesadez, como si la prosa de Millhauser fuera uno de esos grandes animales salvajes que ─cuando la situación lo demanda─ saben moverse a una velocidad sorprendente, Museo Barnum tiene el mismo éxito que la enorme mayoría de los libros del neoyorquino, donde las palabras se engarzan como pases de manos y lo que se narra se eleva como un espejismo cuya belleza repudia cualquier tentativa de esclarecimiento.
9 de diciembre, 2020
Museo Barnum
Steven Millhauser
Traducción de María Negroni
Interzona, 2020
139 págs.