Perdido en los confines de una geografía abierta a la imaginación, el naturalista argentino otea la llanura patagónica. Sea exhumando clandestinamente restos humanos de cementerios indígenas o descansando a la intemperie envuelto en pieles, una visión, todavía difusa, lo consume: el ansia de establecer los orígenes y definir el territorio se mezclan con la preparación de un terreno sobre el que se disputará el relato de incorporación de un estado, con la obsesión, en suma, de reunir los indicios de un pasado manipulable a partir de esas plataformas de construir orígenes que son los museos.
Para eso, dice Fermín Rodríguez en Un desierto para la nación –un libro indispensable para pensar las geografías y sus imaginarios en los orígenes del país, al paisaje–, primero hay que vaciarlo, abrirlo a la conquista y la representación.
El tema viene a cuento porque se trata, ni más ni menos, de Francisco “Perito” Moreno y del incipiente Museo de Ciencias Naturales de La Plata ( fines del XIX, ideario universalista), escenario donde transcurre la nueva novela de Marina Yuszczuk y que tiene por protagonista a Virginia Moreno, hija de Francisco y a la que le toca lidiar, mal que le pesa, con esa visión que es la de un hombre pero también de una época.
La familia Moreno vive entonces en el Museo, aislada en un sector alejado de las salas que recrean el “orden” Natural, como si el vacío que se necesita para fundar un país y un saber impusiera, puertas adentro, la misma lógica, ubicando a la familia entre las colecciones no habilitadas al público. Después de todo, “la historia del país es la historia de la familia”, afirma Virginia.
Virginia Moreno es, sobre todas las cosas, la hija de su padre. La incapacidad para despegarse de esa sombra monstruosa, y también de la distancia cotidiana, insalvable, que Francisco despliega sobre ella, coexisten con el movimiento diario del Museo, el cual, por supuesto, la interpela. A menudo llegan cajas repletas de cráneos, restos fósiles que aumentan las colecciones, reconfiguran las salas y, claro, la vida familiar. Si, digamos así, la museificación del tiempo es el vector que arrastra a Francisco, Virginia se impondrá fundar, solo que al estilo del gótico y de sus tormentosas heroínas, el territorio siempre cambiante de su padre, que es, también, el de su propio y exiguo deseo. “Todos mis esfuerzos apuntaban en esa dirección: incluirme en esa escena”, dice.
Munida de un saber alucinado conquistado con lecturas de la época, de la fiebre imaginativa que le despiertan los procedimientos técnicos que no comprende y de los que siempre queda excluida, del producto de la errancia interminable por el Museo, Virginia se mueve por un territorio que, sin embargo, nunca le pertenece. Las experiencias siempre son de otros, y no le queda más que organizarlas. Como si fuera Strawberry Hill, el castillo interminable que proyectara Walpole, el Museo cambia, siempre está en proceso. Virginia enhebra a través de su mirada sus ritmos secretos, el relato de la Nación en ciernes, la historia de la familia, y, sobre todo, la constatación recurrente, dolorosa, de que ser una mujer (aunque aún entre la niñez y la pubertad), para ese padre cruel y ese momento de la historia, se parece demasiado a no ser vista.
El Museo, todo museo, pretende ordenar el caos y la transitoriedad. Virginia se mueve en ese mundo de catálogos y objetos fosilizados a la sombra de la noche y, claro, también de la sexualidad. La llegada de los indios Tehuelches, destinados a aumentar la serie de colecciones que no debe parar de producir la maquinaria del Museo, alimentan por igual su terror y su fascinación. Percibe, entonces, algo definitorio: hay un mundo emotivo, acaso tanto o más real que el de las horas diurnas, que el de la luz estridente del progreso, donde se palpa algo decisivo: la relación, como dirá María Negroni, entre “la infancia y lo atroz”, el arte de las colecciones y el crimen, las fantasías prohibidas y las modulaciones de la muerte.
Virginia perseguirá, en definitiva, una casa para su deseo, y el tráfico con las resonancias nocturnas del Museo le devolverán una intuición fulgurante, peligrosa: si lo real excede por mucho lo verificable, entonces la imaginación, la oscuridad, son un regalo que no se puede rechazar. Frente a la tiranía de las clasificaciones, o sea la de la ley, entonces tramar una zona maleable, escurridiza, donde los interrogantes y la insurrección a la literalidad propongan la conquista del vacío que crea y niega, a la vez, lo impensable.
9 de julio
Historia natural
Marina Yuszczuk
Blatt & Ríos, 2025
288 págs.
Crédito de fotografía: Anita Bugni.