Para cerciorarse de la vigencia de una obra literaria del pasado basta con echar un vistazo a la agenda cultural que inspiran sus aniversarios. En 2024, por ejemplo, se cumplieron cien años de la aparición de La montaña mágica. Casas editoriales de todos los idiomas publicaron tiradas conmemorativas (hablo de tapas duras, papel de alto gramaje, costuras), se organizaron jornadas de estudio, conferencias, cokctail parties –pero, en cuanto a lo literario propiamente dicho, ¿no son los ecos reconocibles en los textos escritos por estos días los que prometen una sobrevida más digna?
Tratándose de aquel eximiolibro-armatoste de Thomas Mann, no se encuentra testimonio de actualidad mejor logrado que Tierra de empusas, la última novela de la polaca Olga Tokarczuk (1962). Ambos autores (ambos laureados con el Nobel de Literatura) se ocupan de un contexto histórico y una geografía análogos. Tokarczuk sitúa la acción hacia el año 1913 en Görbersdorf (hoy Sokolowsko, en el sudoeste de Polonia), en un balneario de montaña para enfermos del pulmón. En esa aldea de la Silesia prusiana seguimos las vicisitudes de Wojnicz Mieczyslaw, joven estudiante de ingeniería de Leópolis (hoy Lviv), y un séquito de bizarros personajes: un conspiranoico estudiante de Bellas Artes, Thilo von Hahn; un filólogo, August August, cuyos padres, “en un acceso de anárquico sentido del humor le pusieron un nombre que coincidía con el apellido que llevaba”; un autodenominado gentleman y (también autodenominado) filósofo, Longin Lukas, que “desde joven estaba convencido de que era excepcional, cosa que el mundo no parecía aceptar”; entre otros, no menos excéntricos, caballeros.
Porque todos los pacientes, e incluso el staff médico del sanatorio, son varones. Varones que se pasean por el valle, comen juntos y, copita de Schwärmerei en mano (un licor fait-maison con sabor a musgo), conversan sobre mujeres. En realidad, los temas de discusión por momentos pueden ser bastante elevados, pero lo cierto es que “cualquier polémica, ya fuera sobre la democracia, sobre la quinta dimensión, sobre el papel de la religión, sobre el socialismo, sobre Europa o sobre el arte moderno, al final se reducía a las mujeres”. Desde las tesis sobre la presunta inferioridad biológica hasta las patrañas más absurdas del discurso cotidiano, no sin antes pasar por las indagaciones del psicoanálisis (“esa teoría de moda”) en torno a la histeria, Tokarczuk reconstruye el ideario machista de la época con precisión histórica y sagaz ironía. Para ello se vale precisamente de una narradora femenina plural, un “nosotras” indefinido, que permanecerá velado hasta bastante avanzada la trama y que observará las peripecias de los caballeros de la pensión desde una perspectiva, si no exterior, al menos tangencial: distancia para con la historia, complicidad con los lectores-espectadores de ese freak show que es Görbersdorf.
Una serie de sucesos paranormales ocurren en la aldea y solo las narradoras parecen comprender el enigma. Todos los años, en el mes de noviembre, muere un hombre despedazado en el bosque, allí donde se cuenta habitan las empusas, unas criaturas diabólicas capaces de asumir la apariencia de animales o (por supuesto) mujeres, y atacar a los hombres que deambulan en las montañas. Pero en Tierra de empusas estos seres fantásticos no son los únicos que asumen una forma física que no se condice con su esencia. El héroe de la novela, por su parte, mantiene una relación problemática, de alienación, con el propio cuerpo. Wojnicz es misteriosamente pudoroso, rehúsa desnudarse frente al doctor Semperweiß durante el examen médico (“por motivos religiosos”, explica), se ruboriza siempre que sus compañeros hablan de sexo... Se entiende: Wojnicz ha tenido una crianza rigurosa, represiva: huérfano de una madre que no sobrevivió al parto, creció bajo la férula de un padre pragmático y viril que se tomó la educación de su hijo como una cruzada contra el afeminamiento. Fue este quien eligió su carrera, aunque Wojnicz hubiera preferido dedicarse al arte (“pero no está bien visto que ciudadanos de países inexistentes se dediquen a cosas tan intangibles”), a la botánica, a los placeres que hacen a la vida más “apetitosa”.
Entre Mann y Tokarczuck hay más que meras coincidencias temáticas. A pesar de la evidente brecha cronológica, nuestra autora, como su maestro, se deja leer como un clásico de la literatura universal. La de Tokarczuk es de esas prosas controladas, ricas en imágenes, sutiles para escanciar las sucesivas capas de la trama y hábiles para desplegar, con creciente complejidad, las múltiples facetas de los personajes. Pero si el estilo de la polaca reluce con barniz atemporal, las problemáticas abordadas, por su parte, no pueden ser más contemporáneas: la identidad de género, la medicalización de la vida, el odio a las minorías, la perplejidad de los humanos antes las fuerzas ocultas de la naturaleza. De todo eso va Tierra de empusas, una novela de sanatorio –o quizás sea más fidedigno decir, de tanatorio; porque aunque no es seguro que los pacientes del establecimiento estén afectados por el bacilo de Koch (ni, en rigor, por cualquier patología que no sea producto de sus delirios), la muerte les pisa los talones. Todos se preguntan quién será el próximo borrego sacrificial de los bosques, sin sospechar que dentro de poco estallará una guerra que saciará con creces el apetito de las empusas. Mientras tanto, los caballeros se traban en polémicas sobre el carácter real o imaginario de los demonios. El autopercibido filósofo Longin Lukas, como queriendo saldar la discusión, opina: “Son los mayores enemigos del ser humano. No existen, aunque tenemos que luchar contra ellos todo el tiempo”. Una idea no muy descabellada para pensar la Europa de aquellos años sombríos. O la de estos, los que corren, tanto más nebulosos.
2 de julio, 2025
Tierra de empusas
Olga Tokarczuk
Traducción de Katarzyna Mołoniewicz y Abel Murcia
Anagrama, 2024
344 págs.