Si alguien no leyó aún los grandes libros de Reinaldo Arenas, quizás le falte descubrir uno de los estilos más luminosos de prosa en nuestro idioma. Pero esta novelita es prueba de toda su maestría verbal. Podría decirse que Arturo, la estrella más brillante está como esculpida en una sola frase, que prolifera, se expande, extiende sus zarcillos y se adhiere a todas las superficies. Ningún punto y aparte, ninguna solución de continuidad interrumpen su deslizamiento fluido, sus enumeraciones líricas, y a cada paso, detrás de cada arbusto lingüístico, salen a bailar las alegres oraciones subordinadas, que al fin parecen haberse liberado de todo ordenamiento principal.
Y justamente la novelita cuenta la historia de un subordinado, un humillado, que salva su cabeza porque no puede salvar por completo su cuerpo, a través de las palabras, escribiendo, dedicándose a escribir como un animal. Una frase al comienzo le trae antiguos, exóticos elefantes, en otro mundo, que es el lugar de las palabras excesivas, de las joyas, de los oropeles, del ritmo de imágenes que chorrean y relucen. Pero poco a poco sabemos, como él, Arturo, sabe también, que mientras escribe, en las interrupciones de su sueño de escritura, está el espacio cerrado, opresivo, para nada poético, de un campo de encierro, de un centro de reeducación para homosexuales del socialismo edificante de una isla caribeña. Allí, de día, casi todas las horas del cuerpo despierto, se cortan cañas, se sufren insultos, y a veces en las noches se ejercita la facilitación de algunos revolcones asimétricos con los soldados que hacen guardia. Arturo todavía se acuerda además de otros padecimientos, como la obligación de imitar a las maricas del encierro, para no resaltar, para que no se notara su silencio. Porque él quiere estar solo, en silencio, escribiendo, construyendo el palacio regio adonde conducen los elefantes, aunque muy livianos, de su frase inicial.
Hay una libertad en escribir que no pertenece a este mundo, a las repeticiones y al miedo del mundo. Arturo no sabe lo que es literatura, pero sí lo que hace en esa brecha de silencio y de paisajes imposibles, y de belleza prometida en una persona desconocida: hace otro mundo.
Apenas abrí este libro recordé de pronto lo que podía ser la literatura de verdad, una potencia, un ritmo, que te cautiva, que fascina sin relatar, que hace ver y hace escuchar. Y está escrito en tercera persona. Entonces alguien, que vive en su personaje, cuenta los pensamientos, las sensaciones y el dolor de Arturo, y él también, para justificar su vida, para no entregarse a la muerte sin dejar más que un gemido, escribirá el advenimiento de un amado, virtual, hermoso, joven, que llegará cuando la obra esté hecha, por la gracia de la invención y del detalle, y este es otro “él”. En esa no-persona del relato no se verifica la extrañeza del lenguaje que simplemente no pertenece a nadie, y por lo cual la literatura sería solo obra de una lengua en marcha. Aquí “él” hace vivir el cuerpo de Arturo, lo saca del campo, tiñe de resplandeciente alegría los momentos de soledad, de escritura. La negatividad hace posible la verdadera afirmación, que no está en ese encierro, ni en esa isla, sino en un tono, un repertorio de palabras, que se oponen a todo lo que supuestamente existe. La novelita de Arenas piensa, además de poetizar incansablemente. Contar la realidad, describir en detalle los sufrimientos, el insólito campo para homosexuales, sería afianzar, justificar, poner en la Historia ese lugar. El verdadero lugar está en un sitio irreductible, como una joya, algo brillante y encerrado, rodeado de construcciones, y cada edificio rodeado de jardines, y en cada jardín, árboles, aves, sonidos, gamas de colores vivos, lo contrario de toda barraca funcional y sin adornos.
Como un paraíso mental en el infierno real, el hecho de escribir a veces choca con su propio borde, que no está en la mera circunstancia del encierro sino que es algo más inexorable aún, el ineludible envejecimiento, la belleza que en su huida del cuerpo joven se parece a un adelanto de la muerte, “y qué podían las palabras contra ese terror, el más intolerable...”. Sin embargo, Arturo insiste, porque lo que más sabe hacer una estrella es persistir en su brillo, ser fiel a su propio resplandor, por breve que sea. Ante las cosas, las atadas a palabras ordenadas, imperiosas y repulsivas, otras palabras habrán de hacer lo que “él”, no el narrador ni el héroe, sino el dios de la belleza en las frases, requiere para existir, para escapar de la muerte y de la humillación y de las coerciones, y eso es un lugar: “un sitio legendario y encantado, poblado de leyendas y atalayas, chimeneas y recodos mágicos, solo entonces él, el exclusivo, volvería a dejarse admirar, a visitarlo”.
El dios ya se manifestó, en los recovecos de escribir, en el escondite de estar inventando, siguiendo un ritmo, pero para que se quede, para que su cuerpo joven y amado permanezca, todo debe ser creado verbalmente, “ahora era su vida, era su tiempo, su verdadero tiempo, su gran tiempo, sin un chillido, sin ninguna orden, sin ninguna ofensa, sin nadie más que él y el fabuloso proyecto en gestación, para que al fin viniese, lo visitase, se quedase, el otro”. Y el final de la intensa, cautivante novelita que no tiene pausas para interrumpirla, que dejaría la vida si él, el que ahora lee, se apartara, se volviera a la inercia de las cosas mudas, será el advenimiento, la belleza en su brillo del otro, y la irradiación de Arturo que con sus últimos fulgores se va yendo hacia “la línea monumental de los elefantes regios”. Antes, entre la primera aparición de la frase y su destino que desemboca en el blanco, la ciudad, el año, se habrá oído la música de su idioma, la verificación de su existencia, que “era él, el hasta entonces inapresable, el exclusivo de sus sueños, el que desnudo y jovial se le había aparecido conminándolo a que construyese aquella maravilla, aquel castillo imponente, era él, el dios, su dios, que ahora, radiante y satisfecho, llegaba”.
Un epílogo explica la dedicatoria del libro, cuando Arenas ya se ha escapado de la isla, pero eso no es lo que importa: lo único real habrá sido escribir, o más bien, todavía, siempre, el deseo de escribir.
26 de junio, 2024
Arturo, la estrella más brillante
Reinaldo Arenas
Sigilo, 2024
128 págs.