La reedición de una novela siempre constituye un motivo de celebración que, de manera implícita, conlleva una relectura, una nueva interpretación con otro abordaje, una nueva intertextualidad con otras claves de lectura; esto sucede con El hombre que llegó a un pueblo (1988), de Héctor Tizón (1929-2012). Este acontecimiento editorial nos señala el posicionamiento consagrado del escritor jujeño en las letras latinoamericanas y, al mismo tiempo, la refulgencia de su narrativa en el mercado editorial; pero, asimismo, consolida la presencia de un joven sello editorial de La Plata: Mil Botellas surgido en 2007 con una fuerte impronta urbana que ha sabido expandirse temática y geográficamente; en esta oportunidad, ha sumado la novela de Tizón a su ya extenso catálogo.
A modo de prólogo o introducción, el autor aclara que su novela ─de treinta y seis capítulos─ "Está hecha de pedazos, nacidos casi simultáneamente, que luego la memoria ordenó" y, en esta frase, pueden encontrarse dos ejes para articular una posible lectura del libro y que se detalla a continuación:
Por un lado, la idea de pedazos, retazos, fragmentos que se hilvanan cual quipu jujeño con múltiples colores se visualiza gráficamente en los capítulos, ya que la brevedad de los mismos da una idea de postales o de pinceladas verbales que permiten el avance diegético y, al mismo tiempo, generan una especie de condensación narrativa autorreferencial y autónoma; por ende, la mayoría de los capítulos ─no todos─ puede leerse como una especie de microrrelato entrelazado y cada capítulo constituiría ─y seguimos con la comparación andina─ una cuerda con su(s) respectivo(s) nudo(s). La misma idea de pedazos es idónea para trasladarla a la configuración del protagonista: el hombre sin nombre que llega a un pueblo ─de cuarenta y seis casas de adobe─ perdido en el camino tras su fuga de la cárcel y luego de haber experimentado la incertidumbre de la intemperie en todos sus sentidos, es un hombre deshecho, agrietado, con una mirada perdida y, en cierta forma, entregado al azar del destino; es la representación corpórea de fragmentos de una subjetividad descosida y frágil.
Por otro lado, aparece la memoria como aquella energía que ata los nudos de este quipu jujeño; la memoria como escenario bifurcado hacia la interioridad de cada capítulo y hacia la del propio protagonista. "Me he prestado a este juego buscando cómplices. Y ellos, confundidos y solos, buscaban un padre y así han creído que mis palabras fueron como la lluvia en sus corazones secos, tal vez ya muertos", dice este hombre que pivota constantemente entre su pasado y su presente con un dilema casi existencial de ser o no ser ─¡Hamlet!─ la personas que aquella comunidad cree que es: el párroco que ha llegado para salvar sus almas, para ser depositario de sus catarsis, el consejero comunitario, el que nivele la convivencia, el que ordene las relaciones vecinales y los conflictos familiares, entre otros aspectos. Según refiere el protagonista, "éstos quieren un dios en quien cargar las culpas, un dios ocioso que huela como ellos y que esté aquí [...] Pero yo no quiero eso, yo quiero elegir", y en esta exclamación subyace un grito desesperado de libertad, esa que creyó obtener al fugarse de la prisión. "El hombre, de puro no hacer nada, recordaba, vivía en su memoria", la misma que le permitía evadirse y refugiarse, retroalimentarse y proyectarse a través de este túnel existencial construido en aquel pueblo. También la memoria adquiere la relevancia necesaria para toda crónica, género que toma este relato a partir de las mismas palabras del narrador y es por esto que puede entenderse la brevedad de los capítulos: flashes memorísticos que van anudando, gracias a la memoria, el tejido narrativo de este quipus o novela, según como la lectora o lector de esta reseña quiera entender.
Al comienzo de la lectura ya se sabe que aquella fuga implica una búsqueda, significa localizar el punto del destino donde el hombre ─ese hombre─ pueda concretar su mayor anhelo: la libertad. En una primera instancia, ese pueblo perdido, anodino, le representa un eslabón fundamental para alcanzar la tan deseada libertad; no obstante, cuando la lectura avanza se comprende que el pueblo es otra prisión, un retorno a la pérdida de la libertad, pero ahora con un plus: ha perdido su esencia, su idiosincrasia, su identidad. El hombre exclama acongojado que tiene miedo "de que por desgracia yo no sea lo que están creyendo que soy". La novela de Tizón puede leerse, entonces, desde esta clave: la pérdida de la identidad como garantía de la libertad ─perdón por la aliteración─; pérdida duplicada, enmascarada en una fuga devenida en otra cárcel. "¿Acaso he logrado mi libertad para venir a sepultarme entre estos locos? ¿No era preferible ser un vagabundo perseguido? [...] Esta era su servidumbre y su condena", reflexiona el hombre a la sombra de la higuera.
Estos dos procedimientos discursivos ─el del hombre a pedazos y el de la memoria, ambos como tópicos narrativos─ confirman la prevalencia de la alteridad dentro del argumento novelístico: un desdoblamiento del yo a partir de la presencia del pueblo como eje transformador ─o disparador─ en la cosmovisión de este hombre que, como matrero pampeano, huye de la civilización hacia su lado primigenio. Esta alteridad se presenta doble en las dicotomías verdad/mentira y ser/no-ser.
La oposición verdad/mentira constituye un rasgo formativo en la persona de este hombre; por un lado, ha sido un estafador reiterado que terminó preso condenado por la Justicia, y toda estafa constituye un engaño, una mentira, un artilugio con determinado propósito. La oposición ser/no-ser representa la gran duda existencial de este hombre, una cavilación que le penetra las vísceras carcomiendo su cotidianidad en aquel desolado pueblo.
En la conjunción de ambas oposiciones se erige su subjetividad y aquí es donde los pedazos de su ser estallan en un crisol de dubitaciones. Los rasgos identitarios de tiempos pretéritos se repiten en las escenas del pueblo, allí donde es una y dos personas al mismo tiempo: prófugo y cura, "luego de mucho tiempo, o tal vez por primera vez había comenzado a pensar en sí mismo como si fuera otro hombre, o como si fuera a la vez él mismo y otro, como si fuera dos hombres" y esta característica no hace más que confirmar su idiosincrasia basada en la conjunción anteriormente explicitada. "Desde hacía mucho tiempo todos esperaban la llegada del cura [...] observaron a lo lejos un hombre que llegaba montado en un burro y enseguida, agitando los brazos, dieron la buena nueva".
El hombre que llegó a un pueblo es una novela de la otredad, de la dicotomía existencial que se proyecta en los detalles cotidianos de la persona, de este hombre como de cualquier otro ser humano; esta particularidad se suma a la connotación que encierra el título del libro: "el hombre" y "un pueblo" tienen rasgos indefinidos, por lo que la generalidad está latente, invita a la introspección poslectura con un planteamiento profundo sobre qué tan auténticos somos ante el otro, qué tan genuinos somos ante la alteridad y qué sinceros somos con nosotros mismos. Héctor Tizón nos la deja picando...
18 de agosto, 2021
El hombre que llegó a un pueblo
Héctor Tizón
Mil Botellas, 2021
108 págs.