La nueva novela de Cristian Crusat (Málaga, 1983) se lee como si un velo traslúcido recubriera las imágenes que transmite hasta dejarlas en penumbras, como si fuera un sueño pausado; un poco por la aparente inmovilidad de sus personajes que, a veces, parecieran pedalear en el aire más que avanzar en el tiempo; otro poco por las disquisiciones que sobre la pintura, la economía capitalista, el calvinismo y los Automatiek ─distribuidores de comida automáticos típicamente holandeses─, entre otros tópicos, siembra con regularidad en medio del relato. En verdad, sería más correcto decir “aparentes” disquisiciones puesto que cada una de ellas se toca, o al menos se roza, con la trama que en momentos precisos asume la tonalidad de una pesadilla; así, en concreto, cuando el personaje principal sueña que asesina a un amigo/¿amante? de Tajana, su compañera.
Y hablando de trama, el autor nos propone una ciertamente lineal pero no por eso simple: nos cuenta un año de la estadía en Amsterdam de un español, traductor y profesor de lengua que orilla los treinta años, su rutina que de pronto se ve alterada por un amor extraño e inesperado que, literalmente, llama a la puerta de su departamento y rompe el tedio en el que se había transformado su vida entre las reiteradas veces que ve Los Sopranos ─su serie favorita─ y el sonido constante de la televisión que deja encendida, incluso cuando trabaja, solo para ignorarla; un año, claro está, todavía influido por la crisis económica y financiera de 2008.
Una tras otra, reflexiones profundas e inteligentes sobre el hogar, el sedentarismo ─o, más bien, el nomadismo─, el amor, la intimidad socavada de estos tiempos, la astronomía, la inmigración, la identidad europea en crisis, la metamorfosis ideológica del continente y sobre otros temas tan disímiles brotan de las páginas en medio de una mirada algo monótona del personaje que, pese a su juventud, parece solo sobrevivir y adecuarse con cierta resignación ─aunque con estoicismo─ a la realidad que se le presenta; hasta pareciera, también, que el amor que nace y comparte con Tajana ─una joven hija de refugiados croatas que trabaja las guerras yugoeslavas como tesis de estudio de su doctorado─ fuera vivido por él como una suerte de dejarse llevar, como si el ritmo lo impusiera su compañera, cosa que es solo una sensación pues lejos está ella de imponerle algo.
Así, solo al final del relato el protagonista cree recordar que “Puede ser que en ese momento le dijera "te quiero" a Tajana y algo, muy violentamente, se abriera como un paracaídas dentro de mí. Dejé de sentirme solo o perdido”. Un amor impuesto casi con naturalidad por una convivencia no buscada por él, que arranca con ritmo pausado, sin pasión evidente, hasta que un cuadro gripal que lo aqueja provoca que ella entre en su habitación por primera vez, para cuidarlo, y más tarde se produzca el primer contacto físico de dos personas que, aun compartiendo techo, apenas si habían osado mirarse. Nos habla, también, de sus amores anteriores: Ewa, la auxiliar de lengua alemana que conoce en el instituto secundario en el que ambos trabajan y de quien dice “apenas tenía veinticuatro años, de modo que aún no había tomado ese puñado de decisiones involuntarias que han de marcarnos para siempre”, y que antes de irse a vivir a Londres le comunica su embarazo; Vanesa, de su Almería natal, a la que dejó al terminar la universidad en España para comenzar su peregrinación por distintos países europeos en busca de un ideal; y hasta menciona la carta que le enviara su primer amor de escuela.
Reflexiona sobre las casas-hogares, sobre la imposibilidad de afincarse en una ciudad, él, que tras dejar su país había pasado, sucesivamente, unos meses en el norte de Francia, tres años en Bélgica, y otros tres años en Ámsterdam hacia el final de la novela. Tras una de sus tantas mudanzas, en esta última ciudad, nos dice que “Más que un nuevo hogar, se trataba de una dirección postal. Llevaba años habitando mudables e inconsistentes direcciones postales: sin casa, el hombre es un ser disperso, una silueta moral trazada por medio de una raya discontinua”, refiriéndose de esa manera a su imposibilidad de establecerse en un lugar y formar algo parecido a un hogar. También se refiere a su procastinación ─“mi recóndita inclinación por los aplazos”─ y a la falta de intimidad de los tiempos que corren, una intimidad que se va perdiendo y que ve representada en las ventanas sin cortinas de Ámsterdam.
Anja ─la mujer que le alquila el departamento en el que vive ayudado por una beca para traductores─ y Sander ─el exmarido de Anja─, con quien en determinado momento debe compartir el departamento alquilado tal como ya lo hacía con Tajana, aparecen como personajes secundarios que de alguna manera sirven al principal como marco de referencia de la realidad exterior de la cual, por momentos, este último pareciera prescindir.
Hay una frase que refiere a su cotidianeidad con Tajana y que, en gran medida, resume una de sus convicciones: “Tales movimientos respondían al curso natural de nuestra convivencia”. Como si todo estuviera predeterminado y al hombre, al menos a él, no le cupiera sino un rol pasivo, condicionado, tal vez, como lo insinúa, por los eclipses, los movimientos de los astros y los fenómenos planetarios.
A medio camino entre la ficción y el ensayo personal, Crusat nos ofrece una historia algo árida pero plena de sentimientos contenidos, un poco gris aunque rica de crisis intimistas. Una novela de ritmo lento en la que a medida que se avanza pareciera que no pasara gran cosa ─pocos hechos se acumulan─, pero que deja pensando al lector; a veces, el autor lo hace trastabillar con las riquísimas reflexiones que, como dardos, lanza una tras otra en medio de la aparente quietud, y genera una sensación parecida a las ondas concéntricas que se van alejando del lugar preciso donde cayó una piedra arrojada al medio de las aguas calmas de un lago.
27 de octubre, 2021
Europa Automatiek
Cristian Crusat
Sigilo, 2021
256 págs.