Edward Kasner y James Newman, autores de Matemáticas e Imaginación, un libro mágico y extrañísimo que Borges seleccionó para su colección Biblioteca Personal, expresaron que “el matemático es considerado todavía como el ermitaño que sabe poco de las formas de vida fuera de su celda y que invierte su tiempo creando teorías incomprensibles e increíbles en una jerga extraña, árida e ininteligible”.
Algo de eso hay en La fórmula preferida del profesor, la novela de Yoko Ogawa, agravado por un problema de memoria que padece el profesor que no le permite ninguna forma de independencia.
En 1975 sufrió un accidente de tránsito, desde entonces sus recuerdos quedaron paralizados. Todo lo nuevo que le propone la vida, no logra retenerlo en su memoria por más de ochenta minutos. Pasados esos ochenta minutos, vuelve al punto de partida.
A sus ojos, cada día es el primero en que su asistenta se incorpora a trabajar. Pero diseñó un sistema para evitar la sorpresa: se cuelga papelitos en la chaqueta, una suerte de post-it que le traen a la memoria aquello que tantas veces más volverá a perder.
Uno dice: “Mi memoria solo dura ochenta minutos”. Ese es esencial.
Pero también hay algunos más operativos. “La nueva asistenta”, dice otro, y bajo esas palabras ensayó un dibujo de ella y de su hijo, con los que comparte la tarde. Al chico lo llama Raíz Cuadrada, porque la parte superior de su cabeza, tan chata y recta, le recuerda esa operación.
En La fórmula preferida del profesor, la matemática propone un modo de mirar. Para el profesor, el mundo entero puede ser expresado mediante la matemática. Y es un mundo bello, aunque cuesta explicar por qué con la razón, tal como cuesta explicar por qué hay elegancia en la demostración de un teorema.
El profesor y su asistenta se llevan bien, congenian pronto. Están unidos de un modo cósmico por dos “números amigos”, que operan como espejo: el 220 (formado por el mes y el día en que ella cumple años) y el 284 (estampado en el reloj que él recibió en ocasión de un premio especial).
Números amigos son aquellos números relacionados de tal manera que la suma de los divisores de cada uno de ellos es igual al otro número. Es extremadamente raro que entre dos números se establezca una relación como esa.
Quizá se puede pensar que hay también un vínculo de amistad entre La policía de la memoria y La fórmula preferida del profesor.
La policía de la memoria, el título anterior que hace muy poco nos trajo Tusquets de Yoko Ogawa, también explora las múltiples trampas de la memoria. A su manera, son novelas que parecen configurar una serie. En ambas hay una tensión y un esfuerzo de adaptación y acompañamiento entre los que olvidan y los que no consiguen olvidar.
Las cosas desparecen en la Isla. De eso se trata La policía de la memoria. Desaparecen objetos, incluso seres vivos. Desaparecen por igual el perfume o las aves. Lo que viene después, de inmediato, es el olvido de aquello que ya no está más. En ese mundo distópico también desaparece el recuerdo.
La matemática propone una forma de belleza, dijimos. La matemática nos eleva, nos despoja del mundo de las apariencias y los sentidos, nos enseña el profesor.
Hay algo atroz en pensar de la mano a la belleza y el olvido.
Es trágico descubrir que se puede dar con la belleza y después olvidarla, como se olvida cualquier cosa intrascendente y cotidiana.
La belleza no debería ser fácil de olvidar.
Una vez más, con La fórmula preferida del profesor, Yoko Ogawa construye una novela entrañable sobre las relaciones humanas, sobre el amor que pueden tener los grandes por los chicos, sobre la complicidad y la aceptación de lo que trae la vida.
22 de febrero, 2023
La fórmula preferida del profesor
Yoko Ogawa
Traducción de Juan Francisco González Sánchez
Tusquets, 2022
320 págs.