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Correspondencia 1935-1937

Yasunari Kawabata - Tamio Hōjō


Tomás Villegas


En agosto de 1934, a sus 22 años, y desde el leprosario Zensei, en las afueras de Tokio, Tamio Hōjō, al borde de la desesperación más absoluta –y sabiendo como sabía que la lepra iría carcomiéndole el cuerpo de adentro hacia afuera– le escribió una primera carta a Yasunari Kawabata. Si tan solo el maestro pudiera hojear uno de sus escritos –exhortaba el joven– estaría en verdad dedicándole un tiempo sagrado a algo mucho, mucho más importante que un simple texto en ciernes de un escritor desconocido y timorato.

Kawabata gozaba ya por entonces de un prestigio para nada menor que hacía buenas migas con su inteligencia aguda y un humanismo irrenunciable. En el estudio preliminar de esta Correspondencia editada por También el caracol, Miguel Sardegna cuenta que, al parecer, antes que lo hiciera con Kawabata, Hōjō había escrito a un puñado de autores consagrados; atemorizados por un posible contagio, no dudaron en quemar el material. Instruido y empático, Kawabata sabía que con una desinfección bastaba para aplacar cualquier contaminación. El resultado fue una correspondencia sin florituras, que versa sobre la literatura y la escritura; sobre la autoconciencia y la mirada del otro; sobre el dolor, la esperanza y la muerte.

En la primera de las cartas, Hōjō le resume sin rodeos a Kawabata –y con un fatalismo que por genuino no deja de ser manipulador– las condiciones en las que se halla. “Recientemente conseguí esta pluma, he podido escribir y aún no he perdido mi apariencia de persona sana; sin embargo, en un lapso de 10 o 15 años, terminaré perdiendo los sentidos en mis brazos, piernas y ojos. Es más, mis ojos seguramente se pudrirán y se me caerán”. La lepra, no obstante, tenía urgencia propia: en tres años –y no en diez, no en quince–acabaría con Hōjō. Prosigue, en la misma carta, el autor: “Cuando pienso en eso, me doy cuenta de que no queda nada para mí salvo la muerte. Pero... no fui capaz de morir. De veras, no puedo hacerlo. Y por eso siento que hay algo más para mí en esta vida que una mera supervivencia. Dado que no puedo trabajar, no hago otra cosa más que dedicarme de manera excesiva a la literatura”.

Nacido en Seúl, Hōjō sufrió también en carne propia cierta orfandad: su madre muere a poco de dar a luz y el padre lo envía junto a su hermano mayor a Anan, en la isla de Shikoku, para ser criado por los abuelos maternos, gente agricultora. A los diecinueve contrae la enfermedad y a los veinte ingresa en el leprosario en el que moriría poco tiempo después. Jovencísimo, sin educación formal, y sumido en un clima de suplicio irredento –el que retrató en el impactante La primera noche de la vida–, Hōjō escribe a Kawabata como quien le reza a un dios. Las respuestas del autor de Mil grullas tienden a ir al hueso: le pide que escriba en la medida en que el esfuerzo no complique aún más su estado; que lea a los clásicos y, sobre todo, que se aleje de esa otra peste, el “mundillo literario”, que no hace otra cosa más que mirarse el ombligo, desinteresado del corazón humano que subyace a toda literatura que se precie. 

Como dejara consignado en La primera noche..., en el leprosario pueden fomentarse vínculos amorosos, de compañerismo y próspera hermandad; al mismo tiempo, un dispositivo semejante cultiva las condiciones para agravar la salud mental de los internados. Porque más allá de la buena predisposición y de las relaciones íntimas capaces de aflorar allí, una institución de estas características no deja de ser una suerte de teatro infernal de la putrefacción, en el que el dolor, el olor, el cuerpo deteriorado, ostentan una ubicuidad enfermiza. Para colmo de males, la privacidad es un lujo inaccesible. Seis años después de la célebre conferencia de Virginia Woolf –a quien Hōjō, desde luego, desconocía– el joven autor sostiene que los leprosos carecen de cuarto propio. Le escribe a su maestro: “Si contara al menos con una habitación, un espacio donde pensar, leer y escribir en soledad... Pero el desorden de la vida comunitaria me hace sentir que me volveré loco”.      

La escritura leprosa se sostiene en los recovecos de la enfermedad. Hōjō pasa días enteros agotado, sin poder moverse de la cama; pierde sensibilidad en los dedos; la fiebre lo aplaca y las migrañas lo acuchillan; una infección ocular lo obliga a llevar un parche; padece, en definitiva, un auténtico horror body. Su temple fluctúa, como es de esperar, entre la desesperación suicida y la ilusión de superar la enfermedad. Se mudará al pueblito de Kusatzu –fantasea– para vivir en una cabaña remota, en lo profundo de las montañas, en compañía de Goethe, Flaubert y Tolstoi. Poco a poco intuye, no obstante, una verdad tan escalofriante como irreparable: los médicos saben realmente poco de esta maldita enfermedad; por el contrario, somos nosotros –escribe Hōjō–, nosotros los leprosos, quienes la conocemos, y sabemos esto: es imposible convivir con la lepra. Y debido a los estigmas sociales, parece imposible sobrevivirla. “No me queda más que arrastrar mi carne con la fuerza de voluntad”, escribe Hōjō –que sí había leído a Nietzsche–, un mes antes de morir. Y, casi como un mantra, escribe, recuerda, repite una idea de Dostoievski: poderoso es aquel que derrama, antes que la sangre de los otros, la suya propia. Y de su sangre –de su vigorosa pulsión vital y del personal y atávico miedo a la corrupción del cuerpo– se sirve la literatura para legar el testimonio único de un joven gran escritor.

10 de diciembre, 2025

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Correspondencia 1935-1937
Yasunari Kawabata - Tamio Hōjō
Estudio preliminar de Miguel Sardegna
Traducción y epílogo de Matías Chiappe Ippolito
También el caracol, 2025
232 págs.


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