¿Cómo explicar la supervivencia de la lírica en un mundo enloquecido, saturado de imágenes e información, donde la crisis de sentido opera directamente sobre la realidad? En un revelador ensayo de comienzos de los noventa Marcelo Cohen se hacía una pregunta parecida, y la respuesta que se daba era que, para el poeta, la escritura es el lugar donde encuentra la mejor experiencia, la que tiene que ver con un descubrimiento: “no hay nadie a quien recompensar”.
Ante la inacabable fuga hacia adelante que propone la técnica, el continuo de reproducciones que convierten lo real en simulacro, la poesía sigue siendo reacia a la asimilación, la carrera por el rendimiento, un espacio donde aún es posible habitar otro tipo de temporalidad.
Poesía y errancia, el nuevo libro de ensayos de Alicia Genovese, se ocupa sobre todo de la disposición, los rituales, los modos que propician la apertura a lo poético y que a posteriori (aunque también en forma simultánea) combustionan y mutan en el proceso de escritura. A través de palabras llave (Errar, Habitar, Improvisar, Ejercitar, Respirar), los distintos ensayos despliegan ese “infinitivo móvil” que sostiene la búsqueda del poema, como dice Gloria Peirano en la contratapa.
Pero además el libro incluye un lado B que son diarios de obra, libretas en donde la poeta anotó diferentes cuestiones que acompañaron la concepción de sus distintos libros. Circunstancias biográficas, preguntas, descubrimientos, sorpresas, retrocesos, vaivenes que son parte de la errancia en la que se conforman zonas de sentido y deseo, y en las que poco a poco empieza a vislumbrarse un libro. El trabajo de ajuste posterior implica muchas veces sacrificar material valioso, pero que no termina de integrarse al cuerpo principal, y eventualmente sirva para proyectos futuros.
La errancia (quizá el concepto clave que cohesiona estos textos) implica tanto la incertidumbre como la felicidad del desplazamiento; el camino se hace a medida que se avanza, sin ninguna certeza, atendiendo señales eventuales, animándose a soltar el pasamano de la fórmula o el consenso: atreverse a cruzar la línea del desierto para que algo florezca.
Escribir supone abandonar un lugar conocido, en donde están los otros con quienes uno se contrasta, “atender el llamado de aquello que permanece sin reconocerse” y sin embargo nos detiene “hasta transformarse en una elección”. Se requiere de audacia, desobediencia incluso, para poner en duda recursos remanidos porque, digámoslo de una vez, si bien todos coinciden en que el trabajo del poeta es lábil y en gran parte inasible, la práctica está plagada de consejos, teorías, sugerencias y buenas intenciones. Hace falta despojarse de preceptos y soportar cierta aridez, nos dice Genovese, en un viaje donde la interioridad y la materialidad del mundo se vinculan, una porosidad que induce a las transformaciones.
Alejarse del ruido y la saturación informativa que impide el verdadero encuentro, oponer a la carrera incesante la inmovilidad, al hormigueo inconducente la monotonía esplendorosa, decía Marcelo Cohen en aquel ensayo.
Si toda la materia de este mundo es “materia vibrante”, el poeta es aquel predispuesto a habitar sus fluctuaciones, escribe Genovese: "la convocatoria es innumerable y constante", “Habitar el mundo exige situarnos en esa inestabilidad”.
¿Cuándo termina un poema? ¿Cuándo aparece un libro? ¿De qué se trata la respiración de una escritura? Son algunas de las preguntas que estos textos exploran.
HABITAR es poder regresar, y parte de ese habitar es percibir, otro concepto clave que este libro indaga aunque no le dedique un capítulo específico. Percibir no es observar desde afuera el despliegue del mundo sino participar, y ser parte implicada lleva a situarse dentro de lo que se observa, intentando, como dice el filósofo Etienne Souriau citado por la autora, “repeler los prejuicios, las ilusiones que obstaculizan la renovación de la percepción”. Mirar con ojos nuevos permite reencontrar algo propio frente a una existencia que irrumpe, como el enorme alce del poema de Bishop que aparece en la noche en medio de la ruta y obliga a los adormilados pasajeros de un ómnibus de línea a atender a su presencia deslumbrante.
IMPROVISAR, como forma esencial de aprendizaje, tomando como ejemplo la experiencia del jazz. EJERCITAR, donde se habla del trabajo de orfebrería que requiere el poema, pero donde a la vez se alerta contra el exceso de manipulación, difícil equilibrio necesario para resguardar “aquello que dio impulso genuino a la escritura por más imperfecto que parezca”.
En el andar la experiencia se expande, la palabra poética está abierta a lo desconocido y a la vez, “asida a un presentimiento”. Luego de desplegar sus reflexiones en torno a la poesía en libros como La doble voz: poetas argentinas contemporáneas, Leer poesía: lo leve, lo grave, lo opaco y Abrir el mundo desde el ojo del poema, Genovese nos invita otra vez a entrar en la intimidad de su práctica y su modo de leer. Siguiendo el rastro de poetas como Viel Temperley, Olga Orozco, Zelarayán, Mary Oliver o Elizabeth Bishop, la poeta pesquisa en poemas concretos hallazgos que en un momento dado revelan una carga personal: objetos, personas, encuentros donde el poeta intuye una potencia que luego se transmuta “en un enunciado imprevisto”.
Nutrirse de una tradición, atender a la luz de los maestros es tan aconsejable como poder soltarlos, confiar en que de un modo u otro estarán ahí. Al fin y al cabo, como decía Bayley, al momento de escribir el poeta está solo. Cada poeta hace su derrotero y va armando su propia cartografía. Dentro de ese tanteo, la pregunta informulada que constituye el avance de una escritura, “no veo otra cosa fuera de la persistencia”, dice Genovese.
Sabemos que desde hace tiempo la poesía se escribe contra sí misma, poniendo en tela de juicio sus propios fundamentos, pero no es menos cierto que se sigue tratando de atender a un llamado, de un dejar venir o, como dice Mary Oliver en uno de sus poemas, “dejar que el animal salvaje de tu cuerpo/ ame lo que ama”.
10 de diciembre, 2025

Poesía y errancia
Alicia Genovese
Entropía, 2025
108 págs.
Crédito de fotografía: Alejandra López.