Por más competidores que le impongan, la lengua escrita será siempre el garante más eficaz de la virtualidad. No hay un vehículo que transporte a un tiempo ido, que ya no existe ni podrá ser recreado, como el relato de alguien que fue, vio y escribió. Mientras se sostiene el encantamiento, lectura y escritura se empalman sin intermediarios, sin los efectos digitales ni el star system que otras propuestas necesitan para disipar la distancia con un mundo que supo ser bastante más grande que el de ahora. La expedición del Falcon es también una expedición –provisoria, vicaria– a un territorio casi conjetural, porque ni las ruinas sobrevivieron, al menos no en el plano de lo visible, y lo que nos quedó son jirones de pampa tecnificada, ríos laminados con gasoil y selvas sin tigre.
Edward Frederick Knight (1852-1925) no prefiguró nuestro tiempo, pero exploró el globo con la urgencia de quien intuye que ciertas cosas no van a durar: los mapas inciertos, su propia fuerza, su propia juventud. Los logros como corresponsal de guerra le trajeron tanta celebridad en su Inglaterra natal como roces con peligros variopintos. Repechó tormentas de arena y brotes de cólera durante la campaña británica en Sudán; cubriendo la guerra hispano-estadounidense, pasó un día entero flotando en un bote medio hundido, asediado por tiburones; en Sudáfrica, durante una batalla entre bóeres y soldados de la corona, un balazo le dejó el brazo derecho tan destruido que debieron amputárselo. Entre las crónicas para periódicos y los libros de viajes con los que justificó su trayectoria –más parecida a la de un personaje de Hergé que a la de abogado victoriano que tenía asignada por mandato familiar–, también cruzó océanos en navíos a vela. En 1880 reacondicionó un barco pesquero y zarpó con un puñado de entusiastas hacia los mares del sur. El proyecto era llegar al Río de la Plata e internarse por su red hasta alcanzar la médula sudamericana, travesía de veinte meses que Knight registró en dos tomos ahora comprimidos por Ernesto Inouye, quien recortó, tradujo y prologó la nueva edición en un esfuerzo que involucró a dos editoriales universitarias y que quizás el autor londinense habría aprobado mordiendo su cigarro con un gesto hosco y silencioso, no muy diferente al que lo muestra de perfil en la foto que antecede al índice.
Omitiendo la salida de Southampton y la odisea transoceánica –sobre la que igual abundan notas que llenan agujeros y explican recobros súbitos de personajes y anécdotas–, la versión de Inouyese centra en los pormenores del tramo continental. Antes de navegar río arriba, mientras esperan por mejores condiciones climáticas, Knight y sus compinches vagan por el llano bonaerense y suben hasta Tucumán. Lo que recorren es un país en construcción, la Argentina de los primeros inmigrantes, la mixtura brusca, los idiomas en vísperas del contagio. Los puertos rebalsan de fugitivos y malandras. Todo está por hacerse y los aventureros aprovechan esa libertad; si una borrachera condujo a un tiroteo innecesario, un pedido de disculpas al comisariado bastará para resolver el asunto. Incluso cuando el Falcon avanza contra la corriente, la alborada nacional se divisa en pueblos que hoy son ciudades y que por entonces existían en independencia implícita. La alborada, claro, también es literaria: Knight derrota el Delta, el Colastiné, el Paranacito y demás afluentes que décadas más tarde servirán de paisaje para narraciones de Conti, Saer, Manauta, Demitrópulos y otros escribas de la tradición litoraleña. Semejante profusión de historias dice mucho sobre un lugar, pero nada de esto podría importarle menos a Knight, cuyo interés es adentrarse en la selva para conocer su corazón. Y ese corazón ni siquiera es Argentina, sino el Paraguay diezmado por la tiranía y las masacres.
Diezmado y todo –López y Triple Alianza mediante–, Paraguay continúa siendo una forma del paraíso, una “amable tierra de mujeres”. Knight no llega a los treinta años y se hunde en el candor que lo rodea en bailes populares, almuerzos a la intemperie y fiestas de comunidades que lo reciben con honores. Al parecer, cuando se los exponía a lo selvático, los escritores angloparlantes del XIX tardío reaccionaban según una lógica de opuestos: por cada Hudson aplicado a romantizar mansiones verdes hay un Conrad con el alma sumida en la oscuridad violenta. Knight se valió de la escritura testimonial para cerrar filas con el primero de los dos grupos, aun a riesgo de caer en ingenuidades. Una y otra vez, empata a los paraguayos con los “lotófagos”, término que identificaba a ciertas tribus africanas pacíficas y levemente narcotizadas por la ingesta de flores. Los paraguayos de Knight son buenos salvajes, gente que canturrea, que se brinda y sonríe, una insistencia en la descripción que no consigue derramarse a la geografía que el autor va penetrando.
Menos imbuidos de intención purificante –y así y todo más febriles, más exaltados–, los pasajes de verdad inolvidables del libro se dan cuando el barco encalla en un banco de arena y la tripulación tiene que pasar unos días en la orilla, o cuando los navegantes se detienen a intentar la pesca del dorado o la caza del yaguareté. En esas instancias, la prosa de Knight es incluso más sonora que visual: “Al atardecer el bosque resonaba con un continuo rumor que inspiraba respeto, el coro de las bestias salvajes, temible y excitante para cualquiera que lo oyera por primera vez, el grito de jaguares y pumas, el parloteo rítmico de los babuinos y extraños y misteriosos lamentos que nunca antes habíamos escuchado”. Son ojos y oídos que se prestan a la explosión sensorial de lo nuevo, recepciones de hace un siglo y medio que subsisten en la palabra como no podrían haberlo hecho dentro de ningún otro envase.
8 de octubre, 2025
La expedición del Falcon
E. F. Knight
Traducción, introducción, cronología y notas de Ernesto Inouye (con asistencia de Andrea Inouye)
Ediciones UNL y Eduner, 2024
256 págs.