Hay una frase común que dice “las comparaciones son odiosas”. Pero sin comparar no se puede pensar. Es por eso que para escribir de Los nuevos antepasados (Palabras amarillas, 2025), la primera novela de Marco Castagna (Buenos Aires, 1987), se hace imposible no traer puntos de encuentro, puntos que conducen a lo visual. Porque la escritura de Castagna tiende a la proliferación de imágenes permanentes e incesantes, que dan la sensación de que su autor podría seguir generándolas al infinito, porque estamos en presencia de un escritor de invenciones gráficas, furiosamente cinéticas, que remiten, en gran medida, al cine. Pero no a cualquier cine, sino a uno que no es necesariamente el llamado clase B (aunque haya conexiones), sino a uno más actual, como el de Panos Cosmatos y su película Mandy (2018), aunque también el de Terry Gilliam y su Pánico y locura en Las Vegas (1998).
Esto es así porque las palabras bizarro, psicodelia (es decir reminiscencias del ácido lisérgico) y terror se hacen inevitables; tanto como las motos, los camiones, los motoqueros de tendencias filonazis, las rutas, las sustancias (que alteran el orden de la conciencia), los paisajes rurales (tétricos, compuestos de extraños bosques oscuros) y los pasadizos que conducen a lugares imposibles. Todos esos “elementos”, entre muchos otros, habitan las 152 páginas y los 35 capítulos de Los nuevos antepasados.
Sin embargo no habría que reducir a la palabra “delirante” nada de lo que sucede en esta historia, porque los elementos mencionados se presentan en dosis que van in crescendo. Precisemos un poco más. El primer breve párrafo de apertura dice así: “Belcebú. Bismillah. Y otras palabras raras”. El segundo, más extenso, arranca de esta manera: “Desperté al mediodía, con sed, chocándome los muebles”. Ese entrecruzamiento de lo onírico con la vigilia se mantendrá durante todo el relato. Un relato a mitad de camino del sueño, la pesadilla y lo cotidiano puesto en un orden de extrañeza y desconfianza. Relato paranoico. Por eso, aunque los primeros capítulos se narren bajo un parámetro realista, siempre irán apareciendo imágenes, situaciones y personajes que fracturen, o por lo menos tensionen, ese aparente orden de lo real.
Digamos que Castagna tiene una máquina narrativa que tiende a la monstruificación del entorno narrativo, por eso el orden de apariencia realista siempre es menos costumbrista que grotesco y, a veces, fantástico. Las imágenes que se generan y el estilo, algo despatarrado y desprolijo de Castagna, que parece escribir de a tirones, sin fijarse demasiado en lo que va formando sino preocupado porque lo que viene hacia adelante, también estará presente en todos los capítulos y, al mismo tiempo, le dará la gracia a esta escritura, su vitalismo; que genera, a su vez, una propuesta estética que se aleja de los “realismos de frases cortas” y opera más bien en un fraseo poético (“Afuera empezó a llover. Adentro no iba a tardar. Las cortinas se enroscaron dejando pasar el viento, ese perfume de verduras podridas”; “Los días parecían tener un destino crucificado”; “Criaturas voladoras parecían haber sido ajusticiadas en aquel lugar”) que, a veces, se conecta con el objetivismo de la poesía de los noventa, pero en clave alucinógena, que puede, a su vez, recurrir a metáforas de este tipo “Me despertó un camión rencoroso”, o en pocas líneas mutar a un personaje sin mucha explicación de por medio: “Al volver se rascó la nariz, a la que todavía le quedaba un granito blanco. Ya no era esa persona andrajosa que me había encontrado en el descampado. Se había convertido en una morocha pura lujuria”.
Ese grotesco de tintes de sainete expresionista, recuerda a los dibujos de José Muñoz: rostros cubiertos de sombras, de formas caricaturescas, con dramas que no dejan de lado el humor, aunque el humor se presente en la superficie y no llegue a la carcajada ni mucho menos al cinismo, sino más bien a una tonalidad de aspectos existencialistas y neo-noir. Esto es así, quizás, no sólo por el estilo de Castagna, sino por el tema que recorre y motoriza la historia de su novela: la búsqueda de un padre, que no se sabe si está vivo o muerto, a cargo de su hijo, Omar, quien tendrá que emprender un viaje con destino patagónico si quiere saber en qué estado se encuentra (si es que lo encuentra) su progenitor.
Tomando de modelo los aspectos conradianos de Apocalypse Now, es decir, la aventura de un viaje en busca de un personaje descarriado, Omar deberá, primero, conseguir insumos que le permitan la peripecia, y después superar los obstáculos que encuentra en su viaje en motocicleta al “corazón de las tinieblas” de las rutas argentinas, repletas de hoteles baratos, bares de mala muerte, dudosos “asados”, camionetas, estaciones de servicio YPF, taciturnos boliches prostibularios.
De esta manera la novela conecta con dos problemáticas contemporáneas (¿acaso generacionales?). Una de ellas es “qué hacer con la figura del padre” en un mundo de padres decadentes y destronados, que abre (más bien limita) el binomio “matar al padre” o “restaurar al padre”. Allí Castagna encuentra un atajo, digamos “una tercera posición”, que relaciona los afectos y las sombras con una confrontación superadora. La otra, es la posibilidad, o la imposibilidad, del sexo; más llanamente: ¿Cómo coger? Acá la novela pareciera conducir a lugares algo más inciertos, o, en todo caso, la vitalidad estará puesta en la aventura, en la búsqueda, en la creación de otros imaginarios, que no niegan, desde ya, los lados oscuros que tiene toda luminosidad.
19 de noviembre, 2025

Los nuevos antepasados
Marcos Castagna
Palabras amarillas, 2025
152 págs.