Edgar Allan Poe escribió alguna vez que la locura probablemente sea la forma más elevada de la inteligencia. Poe fue, efectivamente, de los primeros en entender que el delirio se entreteje con las argucias de la racionalidad más penetrante. Zurcidos de mentalidades febriles y paranoicas, los relatos del mexicano Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972) abrevan en el terror, en la crónica policial y en discursos persecutorios de seres marginales; hombres menores que suelen terminar atrincherados en algún cuarto de mala muerte, escribiendo la mismísima historia que leemos, asegurando –con la certeza incuestionable propia de todo enfermo– que el Fin, en algunas de sus formas, está cerca, y que, más nos vale, seamos, cuanto antes, conscientes de ello. Para guarecernos –como sea que podamos–, o, por el contrario, para ensanchar aún más el desconcierto que nos gobierna.
Con Adonde voy siempre es de noche, la antología editada por Almadía, nos hallamos ante un volumen que dista de ser un mero rejunte de textos del autor; un auténtico libro de relatos articulado por una serie de traumas inenarrables que encuentran guarida en el terror fantástico y en el horror cósmico-religioso y que configuran lo que uno de los personajes denomina la “otra” literatura: “historias cubiertas por un velo de ensoñación que transformaban la realidad de un modo fascinante”. Fascinante, como quien dice aterrador, truculento. Y que sabe decirlo con frases punzantes, finales efectistas y ganchos recurrentes, de esos que, en términos de Barthes, son “aperitivos” en tanto que abren el apetito del lector para que continúe devorando y devorando páginas.
Para alguien como Esquinca, la literatura agudiza ese efecto caro a la pasión, al miedo (sobre todo al inscripto en nuestra médula ósea, atávico) y a la locura: el contagio. Asegura uno de los personajes de “Demonia”: “En verdad creo en los traumas como motores de historias genuinas. Los mejores escritores no hacen más que contar sus traumas como si fueran los de otros. Son artistas del contagio”. Traumáticas o no, por la repetición de ciertos temas y motivos, se comprende –como esboza Mariana Enríquez en el prólogo– que las obsesiones de Esquinca se imprimen una y otra vez en estos cuentos.
Debido al trasfondo cultural (y natural) reprimido, abundan en la antología arqueólogos con trazas detectivescas, cuya investigación recae sobre la lectura de los signos que, en la superficie, hablan de un odio casi inmemorial y, fundamentalmente, soterrado. A diferencia de Lovecraft, cuyos dioses monstruosos y tentaculares orbitaban, amenazantes, desde otras dimensiones planetarias, el miedo en Esquinca, en este sentido, proviene menos del exterior de la Tierra que de las entrañas ancestrales de la tierra. Son los dioses precolombinos, los campos, plazas, montañas y piedras antiguas que vigilan rencorosos el momento justo para cobrarse una venganza desde los tiempos de la Conquista. Así, enmarcan y vigilan relatos como “La otra noche de Tlatelolco”, la reescritura fantástica-zombie de la masacre de Tlatelolco perpetrada por el Estado mexicano el 2 de octubre de 1968. O sirven de culto a los niños ominosos y sádicos de la nouvelle “Niños de paja”; niños que permanecen en un cuerpo infantil a pesar de que los años corran, e, imperturbables, libren contra los adultos una batalla vil y sin cuartel.
Por otra parte, la soledad maldice a estos personajes hiperestésicos –para usar un término de Poe– despertando los demonios interiores. En “Moscas” toma la posta el discurso delirante de un paciente que, con una lógica intachable, advierte sobre la guerra que la especie humana libra contra dichos insectos, y, en “El corazón marino”, un profesor universitario aboga por la articulación entre el proceso creativo de la pintura y la sanación de enfermedades mentales; ganado por la obsesión de demostrar su hipótesis, termina, sin saberlo, esclavo de sus propias trampas mentales. La pregunta que se hace al final del relato emerge como una de las premisas claves del autor: “¿Qué senderos se abren, qué conexiones se establecen, qué fuerzas se desatan cuando se logra estimular los sótanos más oscuros de la mente humana?”.
En una entrevista reciente, el escritor afirma que la ciudad de México le pide que cuente sus historias; a la carga cultural, religiosa y bélica sin parangón de una ciudad como aquella, se le suman al autor, claro, las lecturas, pasiones e historias personales. Y así, entre el horror cósmico (aunque latinoamericano) y los insalubres vericuetos de la mente afiebrada, con una galería poblada de coleccionistas, arqueólogos, psiquiatras, paranoicos y marginales, Esquinca se maneja con soltura, y a gusto propio, por la ruta que lleva y trae, una y otra vez, a las montañas de la locura.
25 de diciembre, 2024
Adonde voy siempre es de noche
Bernardo Esquinca
Prólogo de Mariana Enríquez
Ilustraciones de Mike Sandoval
Almadía, 2024
360 págs.