Muy probablemente, cuando Circe Maia le puso como título a su poesía reunida Un río secreto habrá pensado en la antigua metáfora del tiempo. Pero el adjetivo revela también el carácter enigmático de la evidencia milenaria: si el tiempo es un río, quizás no lo veamos, no asistimos al paso de su corriente, no tiene un nombre que fija lo que sin embargo cambia. Porque lo que el tiempo hace transcurrir, lo que desplaza, lo que finalmente modifica sería esa misma perspectiva sobre el río. ¿Quién sabe si es el mismo ese río, en ese mismo cauce, con ese mismo nombre? Lo cierto es que quien lo mira experimenta en su propia mirada el paso de los años, de sus repeticiones y sus repentinas novedades.
En el caso de la poesía, el tiempo tiene otra forma de manifestarse, secretamente regular y en las olas de una superficie siempre cambiante, que es el ritmo. Y la poesía de Circe Maia es desde un principio decididamente rítmica. En los primeros libros, con una elección preferencial de alejandrinos y heptasílabos, y cierta recurrencia de algunos versos medidos no se abandona en los libros más recientes, aunque disimulados en un verso libre más sentencioso. En el comienzo de ese descubrimiento de la poeta que siente la música de las palabras, su posibilidad de poner ritmo sobre un sentido que se despliega en ese retorno de la cantidad silábica, hubo sobre todo paisajes, momentos del tiempo: poemas sobre la primavera, la lluvia, los árboles. La juventud enfrenta con brillante locuacidad los objetos tornasolados de una percepción asombrada, que puede relatar los cambios de luz en el cielo de una hora, oír en la supuesta reiteración del mar la pronunciación de frases no lingüísticas, sentir bajo una orquestación en movimientos variados el goteo de la lluvia sobre su destino de escritora. Pero poco a poco, en los libros de la mediana edad, porque la vida es el tiempo que pasa entre los libros, la poeta se habrá de preguntar por la eficacia de sus palabras, es decir, ¿cómo en ese impulso del ritmo que arma cada poema se encuentra la referencia? ¿Es posible contar una escena cotidiana cualquiera o describir los tonos de una tarde? Filosóficamente entonces, suspendiendo por momentos la escucha del dios, del logos que fluye como todo fluye, Circe Maia se pregunta por las palabras, que es una pregunta también por los nombres de las cosas. En sobrios endecasílabos, un poema comienza: “En este cuarto me rodean muebles/ que no conoces: tengo puesto ahora/ este vestido que no has visto y miro/ –¿hacia adentro, hacia afuera?– No lo sabes.// Pero ahora y aquí y mientras viva/ tiendo palabras-puentes hacia otros”. Así, antes de que la referencia se asiente en su duda, en la afirmación mística de que nada se puede decir que no esté ya dentro del lenguaje, la poeta responde con el acto, con el envío del poema hacia otros. Claro, esos puentes pueden ser tan frágiles como cualquier material fijado, emplazado sobre el río inasible que pasa por debajo. Palabras y palabras, que deben ser animadas de nuevo para que algo pase en ellas. Pero acaso en lo que el otro no sabe, en los muebles familiares no descriptos, en el vestido que tiene puesto, en la mirada que levanta un poco los ojos de la hoja en la que se escribe, esté lo que se indica más allá de ese avaro concepto al que puede reducirse un nombre. De modo que las cosas, en lugar de escaparse de sus denominaciones, atraviesan como signos menos frágiles el espacio entre lo escrito y la experiencia del tiempo, entre una poeta y su interlocutor.
En el mismo libro, El puente, otro poema empieza: “Objetos familiares en círculo se ofrecen/ al ojo y a la mano silenciosos./ Es un modo de trato sin palabras”. Como si las cosas más cercanas pudiesen transmitir, en su manera táctil, porque el mutismo es su modo de acercarse, un aire, una temperatura.
A veces, cuando se sale, cuando todos los objetos se tornan demasiado exteriores, lo real muestra su cara nada familiar, como si el viaje, que pasa por un río, se vaciara de meta y de principio. “Es algo más oculto en este viaje,/ más cercano que el río/ pero se me resbala, no lo toco/ casi con las palabras. ¿No da pena/ ver este torpe esfuerzo?” Entonces, a mitad de camino, en el agotamiento de las virtudes narrativas o descriptivas, el poema habrá de comprobar que no todo está hecho para terminar en un libro: “Nada real nos llega. Sólo un aire caliente/ y una lámina verde, impersonal, ajena/ que dura todavía al cerrarse los párpados”.
Sin embargo, a cada momento, con cada estación, aun con cada libro que se lee, ese supuesto bloque indiferente, esa unidad extraña se disgrega en sensaciones, en emociones ante cosas y seres y palabras. La poeta anotará voces, comentarios, podrá escribir un poema presocrático sobre la infinita divisibilidad de todo, cada pequeña cosa como un posible cúmulo de otras. Y si el río sigue pasando, si lo nuevo tapa lo anterior, de todos modos en el fondo de lo que surge estará siempre el primer impulso, como en los últimos poemas aquí reunidos, donde un endecasílabo y un alejandrino pueden preguntarse por el final del tiempo, que nunca existe en las sensaciones, que se anota solo como una palabra: “¿Será posible que uno esté escribiendo/ por ejemplo, esta frase, y nos quede inconclusa?”
Así, somos el río y no lo somos del todo, porque el último destello de agua y su tono verde claro van a temblar, serán acaso un poema para otros. “No veremos entonces el momento/ previo, el momento/ último. Caerá el papel,/ la taza de café, o lo que sea./ O tal vez No”. Escribiendo y escribiendo, atendiendo a su ritmo y a las cosas que se dicen, entre la voz del viento y las hojas estacionales, con el rumor de un mar que esconde un río, la vida en la poesía de Circe Maia tiende más y más puentes, descubre lo visible como música.
28 de mayo, 2025
Un río secreto. Poesía reunida
Circe Maia
Caballo negro editora, 2025
520 págs.