Ana Paula Maia (Nova Iguaçu, 1977) es una de las voces más singulares del panorama brasileño contemporáneo. Su obra, influenciada por el brutalismo de Rubem Fonseca, la literatura popular y el western, se construye alrededor de personajes masculinos que habitan espacios de encierro, violencia estructural y administración rutinaria de la muerte. Edgar Wilson, protagonista de Búfalos salvajes, ya había aparecido en novelas anteriores –como De ganados y de hombres y Entierre a sus muertos– donde se lo ve aturdiendo vacas, recogiendo cadáveres y enfrentando la violencia desde un lugar mudo y obediente.
En Búfalos salvajes, Maia instala un nuevo episodio en este ciclo narrativo. El matadero, el circo ambulante, los búfalos y una joven médium confluyen en una especie de fábula áspera sobre el destino y la violencia. La novela intenta llevar al extremo esa poética del agotamiento, del cuerpo sacrificado, del sinsentido existencial. Sin embargo, aquí el andamiaje narrativo muestra fisuras. La prosa, deliberadamente seca, tiende a volverse plana; los personajes, que en otras entregas lograban una contundencia silenciosa, aquí se perciben como funciones esquemáticas.
La novela comienza con una premisa poderosa: un mundo devastado por una catástrofe ambiental que dejó animales muertos en las rutas, lluvias contaminadas y una humanidad dispersa. Pero esa potencia inicial pronto se diluye. La narración –aparentemente omnisciente, pero de focalización inestable– salta de un punto de vista a otro sin generar profundidad en ninguno. En un momento incluso se desliza en la conciencia de un búfalo: “En los ojos del búfalo, una niebla sutil se forma, algo que ofusca su visión”. La escena, más que inquietante o poética, resulta torpe en su ejecución. En lugar de construir una experiencia inmersiva, el relato parece más cercano a un guion: una sucesión de acciones y descripciones planas, sin tensión interna ni trabajo sobre el lenguaje.
La selección de lo que se cuenta y lo que se omite no siempre construye tensión. En lugar de sugerir, la narración tiende a explicar. “Rosario hace una pausa y siente un ligero malestar al pensar en todo lo ocurrido ahí”, leemos en un momento clave. Esa insistencia en verbalizar las emociones en lugar de escenificarlas le quita potencia a las escenas. Incluso la edición presenta descuidos que llaman la atención, como: “Después de un largo día, Edgar Wilson está cubierto de sangre. Se quita los pantalones y se mete desnudo en la ducha”.
La novela busca tocar lo sagrado desde la materia más degradada. El intento es claro, y la fidelidad a ese universo oscuro y simbólico, coherente con el proyecto literario de Maia. Pero en esta entrega la reiteración de los motivos y el debilitamiento del ritmo narrativo le restan fuerza al resultado final. La traducción de Mario Cámara cumple con corrección, pero no logra –ni podría– suplir las carencias de una prosa que, más que construir una visión del mundo, la enuncia como un decorado sin profundidad.
No sorprende que Eterna Cadencia haya apostado por traducir y publicar esta obra, considerando el reconocimiento previo de Maia –incluido el Premio São Paulo de Literatura por Así en la tierra como debajo de la tierra– y el interés por una literatura latinoamericana que narra la crudeza sin atenuantes. En este caso, sin embargo, la propuesta no alcanza a desplegar la complejidad ni la resonancia de sus antecedentes.
Aun así, el riesgo de sostener un proyecto literario ambicioso y personal como el de Maia –que insiste en interrogar los márgenes de lo humano– implica también aceptar sus altibajos. Búfalos salvajes no está entre sus mejores obras, pero confirma la existencia de una voz que, incluso en el desvío, se mantiene fiel a su tono y a su imaginario.
Búfalos salvajes
Ana Paula Maia
Traducción de Mario Cámara
Eterna cadencia, 2025
128 págs.