Que alguien cante supone un ritmo, una melodía, el alcance armónico que teje y desteje el tono de cualquier sentido. A veces con una sola canción alcanza. Otras, para grabar el disco o la banda sonora de la película de la crítica, se requiere de un amplio repertorio. La habitación de al lado es un poco eso: laboratorio de montaje, estudio a altas horas, salón fumador que pone en perspectiva el pasado o torre musical que ilumina la noche del presente. Pero sobre todo es el lugar donde Alan Pauls puede señalar que “leer, hoy, sigue siendo proponer hablar de lo que se lee”. Por lo que cada página de este libro trata entonces de música conversada, no de fondo, ni remotamente ambient.
Eso escuchamos, pared de por medio, en la frontera en donde el tarareo de lo íntimo al leer se vuelve un silbido en lo público cuando se escribe. Por lo cual, el género ensayo –que para Pauls es una libertad pudorosa, como la que uno puede encontrar al cantar bajo la ducha– oculta una partitura, una indicación para que esa voz se vuelva cover, acaso la forma más autobiográfica de ensayar la música ajena. Continuidad de sujeto entonces que va, cual una lección de Barthes, del niño que en Trance practica la “intervención activa” –con la que espanta a la familia– al adolescente maduro que se encierra para alimentar el deseo de escribir leyendo –lo que demanda aprender Temas lentos como arma de seducción– y que al fin llega a ser aquí apenas Alguien, misterio de un nombre probándose ropa ajena, o llevando máscaras al rostro.
Acumular lecturas, traducir su permanencia en la memoria bajo la forma de lo escrito, acomodarlas en un orden que las reúna y que las suponga legibles según una intención, puede ser una manía de coleccionista, algo que Pauls parece haber aprendido de sus personajes, los que compulsivamente enumeran fantasías, padecen desencantos, definen territorios imaginarios donde todo lo que aprendieron adquiere diversos empleos. Sin embargo, en este caso, el orden de la lectura –enigma de otro para el egotista– supone desplegar una línea melódica que en la mayoría de las veces se ejecuta entre la admiración y el afecto, llegando acaso a ser el leitmotiv de un drama y, por suerte, en algún que otro momento, el estruendo de un acorde atonal de malicia que, en el instante que lo oímos, hace brillar la nota cruel de Pauls.
Tal vez por eso la dispar reunión –hay una marcada diferencia entre la escueta nota y el prólogo que se sabe a sus anchas feliz por la extensión concedida– sirva para ver cómo el ensayista supo sacarse de encima al periodista a través de momentos en que frases muy breves dejan correr en ellas un rayo de inteligencia. Así Roussel es el dandi que enseña a vivir en la “renuncia” a “lo más importante (la obra)”; al tiempo que Lamborghini vuelve a ser –mito de por medio de una mano estrechada como “blanda y húmeda”– “la sensación de que la literatura, por un momento, vuelve a ser el Todo”; y por supuesto, ahí está también Puig, que es “el vértigo de la voz”, ni más ni menos que “lo que no se deja filmar” porque, y valga la elegancia de la fórmula, “en el mismo momento en que se queda afuera del cine, entra en la literatura”. Un caso aparte merece la semblanza de Bléfari, que se viste de celebración, despedida, memoria afectada de aquel que editó “sus textos en Página/30”, los que “brillaban como gemas traspapeladas” pues ella “sabía cambiar”, de hecho, era “lo único que le interesaba saber”, hasta el punto de que, confiesa Pauls, “la vi convertirse en lo que fue en los últimos tiempos: un genio del método”. Sin embargo, la inteligencia sabe también prescindir de buenos sentimientos como lo señalara Eliot para los poemas memorables. En la línea Arlt-Masotta-Cortázar-Piglia-Viñas, siempre agradeceremos aciertos injuriosos como “buen chatarrero”, “hechicero raté y melodramático”, o “idiotismo exuberante”, tan distantes de los hallazgos felices como “escritor-samurái” para Kafka, el “malón socialista” de Mansilla, la “crisis de autismo” en el estilo tardío de Borges-Bioy, el panteón de “escritores ectópicos” que leyera Cozarinsky, o la imagen de “cosmopolita sedentario” que define a Chejfec. De seguro en la distancia y proximidad entre unos y otros está la profundidad del estilo de Pauls.
Pero la canción-Proust, la melodía-magdalena tiene la virtud de llegar muy lejos en una última coda punk, ya que lo que se lee se descubre anudado a lo que se vive solo cuando se lo escribe. Quien enseñó señala entonces que en los años decisivos –cuando enseñar era ocultar un no saber– buscó de todas las maneras posibles “hacer visible el inconsciente de la teoría”, algo que, luego en el devenir escritor, disimuló con maestría; del mismo modo que quien fue un artista-cachorro, no se privó de celebrar “contrato” con Fogwill, a quien le traducía libros del francés, le leía lo que escribía y le decía “tengo mis dudas acerca de tu vocación por la prosa, y no en cambio, con tu poesía”. El resto, si es que aún se escucha, será literatura, pero inscripta en el sentido de una conversación que se parece a su canción infinita.
25 de junio, 2025
Alguien que canta en la habitación de al lado
Alan Pauls
Random House, 2025
330 págs.