Cuando el dolor es grande, escribió en alguna parte Rubem Fonseca, el sufrimiento es silencioso. Y en algún sentido, es el silencio –un silencio estruendoso– el que surca el primitivo mundo de Cada quinientos un alma, la última novela de la brasileña Ana Paula Maia (Río de Janeiro, 1977) traducida por Mario Cámara; mundo fundado en lo incontestable de la violencia y en una lengua que, en su parquedad, se sabe tan brutal como suficiente. En los textos de la autora que Eterna cadencia había publicado con anterioridad se perciben marcas que se leen, en la realidad de Cada quinientos un alma, como signos anticipatorios, preanuncios de un mundo, traumáticamente apocalíptico, por venir. Repasemos.
En De ganados y de hombres (2015), es el comportamiento de los animales el que se torna ininteligible. Un puñado de vacas lleva a cabo un imposible suicidio colectivo, y en Así en la tierra como debajo de la tierra (2017) es la humanidad la que desciende a su instinto más salvaje de la mano de Melquíades, el director a cargo de una colonia penitenciaria que hace de la institución un coto de caza personal para asesinar a los convictos. Ese hondo malestar, que atravesaba tanto al mundo animal como al humano, escala en esta última entrega a un nivel, digámoslo así, planetario.
Ahora, en De cada quinientos un alma, una epidemia ha eliminado a la mayoría de los animales y los humanos corren riesgo de un contagio fatal. Una estricta ley los obliga a mantenerse recluidos en sus hogares. Edgar Wilson, el aturdidor del matadero en De ganados y de hombres reaparece en esta novela para cumplir la función que cumplía ya en Entierre a sus muertos (2019): recolectar animales muertos a la vera de la ruta para su posterior conversión en compost. A Edgar se le suma Bronco Gil, otro personaje previo, único sobreviviente del sádico experimento de Melquíades, y Tomás, un cura que ha abandonado los hábitos. Juntos investigarán las causas de esta catástrofe climática cuya causa se mece entre dos campos interpretativos. Por un lado, el complot estatal y el sanguinario proceder de la maquinaria militar, capaz de exterminar animales y hombres, de acabar con poblados enteros. Por otro, el clima religioso tiñe los hechos con su espectacularidad calamitosa: tal vez se trate del Fin de los Tiempos, de la Ira de Dios que ha descendido de los cielos, finalmente, para acabar de una vez con los pecadores.
De prosa punzante y accesible, el lenguaje de Maia irradia esa energía cara a la prepotencia de una convicción: la de que las palabras tienen su peso específico, por lo que resulta imposible hacer de ellas una floritura ornamental. Elementales, erigen un mundo rural básico, ominosamente hostil. La narración en presente, a su vez, potencia el efecto de un tiempo que parece ir agotándose, en el que sólo se puede pensar y actuar en el acto, en la inmediatez. Cerca del final, el narrador reflexiona sobre el clima general y ofrece un pantallazo apocalíptico que pinta el escenario no sólo de esta novela, sino el del universo de la autora: “Es como si la tierra estuviera siendo engullida, devorada con codicia, yendo a parar a los abismos de un dios, a las entrañas donde todo se originó. En el principio había oscuridad. Tal vez en el final también haya solamente eso”. El dolor y la destrucción, en Maia, llegan de todos los frentes. Provienen del orden natural y provienen, sin dudas, del humano; alcanzan, también, los vínculos del hombre y carcomen el interior de su conciencia. Existe la posibilidad, a su vez, de que este sufrimiento pueda atribuírsele a un definitivo propósito divino. Quién sabe. En el contundente y prosaico mundo de Ana Maia Paula, inescrutables siguen siendo, después de todo, los designios del Señor.
26 de octubre, 2022
De cada quinientos un alma
Ana Paula Maia
Traducción de Mario Cámara
Eterna cadencia, 2022
112 págs.