En el pliegue incomunicable del tiempo, en esa brecha que se abre entre la experimentación de la vida que pasa y la realidad de las cosas quietas, la escritura de Fleur Jaeggy se despliega prescindiendo de la arrogancia y jugando al límite de un modo de narrar anacrónico que, a pesar de eso, no deja de avanzar aunque permanezca entreverado en las tensiones de una idea de lo poético. (En realidad avanza, sí, pero copiando la estela de un péndulo que disimula el movimiento hasta que se convierte en una revelación). Es un lugar incómodo por difuso y, a la vez, tan extendido que la conciencia del devenir y sus trampas no parecen suficientes para capturar ese instante que gatilla contra las convenciones de la representación. ¿De qué manera dar cuenta de esos personajes alucinados y algo bobos, en los que el pasado viaja hacia su actualidad a partir de un dato pequeño, mínimo, una costumbre o una visión circunstancial, a lo mejor tan simple como la silueta que se recorta en una ventana y que supone una historia ajena? Por más que lo enuncie con precisión, brevedad y vocación paradójica (“El dolor, la ralentización de la vida, hacen que el tiempo parezca demasiado largo; pero los años se van siempre con la misma rapidez”), Jaeggy no tiene otra respuesta más que la exposición minuciosa de unas vidas que son también voces, un poco reales y un poco soñadas, que saltan entre la costumbre y la novedad, entre la locura y la calma, entre la trascendencia y la cachetada siempre a mano de la finitud.
Publicadas con una separación de doce años (una distancia de escritura que también cuestiona ciertos modos de ejercer el oficio de escritor en el presente), las dos primeras novelas de Fleur Jaeggy reunidas en este único volumen están fuera de la época y reafirman un anacronismo que no debe tanto a sus circunstancias históricas (la primera, El dedo en la boca, se publicó en 1969; la segunda, Las estatuas de agua, en 1980) sino que articulan un desafío sobre la actualidad, en tanto exigen del lector una sustracción fuera de la costumbre, un ejercicio que requiere formas un poco olvidadas: descartar la linealidad del tiempo de lo que se cuenta para asumir la superposición como un estado de cosas, y comprobar allí que todavía queda algo del deslumbramiento que es capaz de producir la literatura cuando se posponen esos gestos habituales.
Una joven llamada Lung se chupa compulsivamente el dedo pulgar. Y, mientras tanto, en conversaciones reales o inventadas de sentido suspendido, relata su internación en un psiquiátrico, describe a la enfermera que la atiende y dialoga con su primo Felix y su padre que, a la vez, también hablan e introduce historias mínimas que se revierten sobre las relaciones familiares, de esas que vuelven del pasado para mostrar su extrañeza y, quizás y sin lograrlo, explicar las circunstancias actuales. El título mismo es lo que marca el tono y la idea: una costumbre difícil de abandonar es el centro, el punto fijo desde el que la narración irradia hacia el pensamiento desbocado sobre una vida que no se arma del todo y que alterna entre la primera y la tercera personas para dar cuenta en simultáneo de lo que el lector difícilmente espera: la confusión atomizada de estar mientras las cosas ocurren. En ese sentido, por ejemplo, es memorable la escena en la que el padre relata el viaje a África donde se enamoró hasta el delirio, por primera vez y para siempre, de Marween, la madre de Lung, que de inmediato se dejó seducir por algunos hombres atractivos de la tribu y se entregó a esa voluptuosidad aunque fuera para volver casi enseguida: “Y cuando regresaba, se suavizaba, se ponía a barrer, yo la cuidaba mucho, a mi mujer”. En las tres frases siguientes, nace Lung, Marween enferma, requiere asistencia del brujo de la tribu y muere: “Marween Lee está muerta y yace en Yibuti”. Se trata apenas de una de las varias desgracias que jalonan la historia de Lung (una enfermera se ahoga, el tío Jochim deviene asesino) y que Jaeggy planta para hacer evidente un sentido de la contradicción que no es del todo claro pero que explica, acaso, esa sensación de estar en otra parte y en otro tiempo por un rato.
Todavía un poco más pausada, Las estatuas de agua recurre a un dramatis personae que quizás provenga de los inicios como dramaturga de Jaeggy (publicó una obra de teatro en 1971) y que, sin embargo, no puede pensarse sino como la condensación del mismo procedimiento: las voces que arman la novela, esas que parecen llamar desde el sueño de lo real, necesitan apenas una identificación nominal para constituirse, una marca que no dice mucho pero que existe más allá de sus circunstancias. Aquí, un joven huérfano de madre (otra vez) vive en un sótano rodeado de estatuas y pasea por Ámsterdam (una ciudad pintada desde el agua). Y, de nuevo, la visión en sordina de las calles y el encuentro con algunas personas (un niño viejo, un tipo nacido con vocación de sirviente), vuelcan sobre sí los fragmentos de la historia (un padre recio casado con una amiga de la infancia, un mayordomo parco que, con la misma actitud, encuentra el amor y acompaña la vida de padre e hijo en tiempos diferentes) que arman un personaje inapresable. Es la distancia, claro, lo que marca la escritura, la desafía y la define: “...parecía que estuvieran allí conmemorando el intervalo, el espacio vacío que pende caprichoso, como una cuerda que razona, entre dos personas no del todo convencidas”.
A lo mejor la idea no es del todo descabellada: no importan muchos los motivos por los que habría que leer a Fleur Jaeggy ahora (algunos quizás sean evidentes, otros inconvenientes). Importa más lo que su aparente anacronismo puede hacer sobre la lectura desde el presente: nos enfrenta a un modo de narrar contra la época, donde la suspensión de lo previsible es la norma y la bruma de los planos superpuestos, los personajes borrosos y una reflexión sobre el tiempo y la vida misma se amalgaman en un trago que necesariamente hay que beber despacio.
23 de julio, 2025
El dedo en la boca y Las estatuas de agua
Fleur Jaeggy
Traducidos por Ma. Ángeles Cabré
Tusquets, 2025
224 págs.