Aunque la atribución de carácter inédito a una pieza publicada en lengua extranjera pueda resultar un mero ardid, lo cierto es que el texto que sigue, escrito (o probablemente dictado) por Borges en inglés, hasta el momento no ha sido incluido en ninguna recopilación de sus obras. Debemos a la conjunción del azar y a una vaga sospecha el haber dado con su existencia. Detallar sus circunstancias supone tropezar con la vanidad. Baste decir que se trata de un prefacio a The Thunder of Roses, versión inglesa de El estruendo de las rosas, la novela de Manuel Peyrou traducida por Donald Yates y publicada por la editorial Herder and Herderen en 1972. Dicho prefacio es el resultado de una amistad tripartita. Además de traducir sus obras, Donald Yates cultivó la complicidad y el aprecio mutuo de ambos escritores argentinos.
Al lector curioso quizá le interese saber que Borges se ocupó de Peyrou en al menos otras cuatro oportunidades. Una elogiosa reseña de La espada dormida lleva su firma en el número 127 de la revista Sur de 1945. Junto a otro amigo común, Bioy Casares, incluyó unos de sus relatos en Breve antología de cuentos policiales. A la muerte de Peyrou, ocurrida en 1974, compuso una elegía sin lamento, que luego incorporó a Historia de la noche. Por último, en 1985, escribió una nota con el título de "Evocación de Manuel Peyrou" para el diario español El país. Compartían, entre tantas afinidades, el gusto por Chesterton y las paradojas, un ferviente antiperonismo y una mitología de cuchilleros.
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En un libro admirable y casi secreto, The Wrecker, Stevenson observa que los personajes de las novelas policiales corren el albur de parecer meros elementos de un mecanismo, ingenioso aunque sin vida. Sostiene como excepciones a los de la última novela de Dickens, cuyo desenlace nunca conoceremos. Esta incertidumbre la ha enriquecido; al gran nombre de Dickens podemos agregar el de Wilkie Collins, que fue su amigo y maestro, y quizás el de Eden Phillpotts. Ahora, con El estruendo de las rosas, el de Manuel Peyrou.
Antes de escribir sus numerosas novelas, Manuel Peyrou se adiestró en un género que muchos creen emparentado con la novela pero cuya naturaleza es diferente: el cuento. Los asombrosos experimentos iniciales de La espada dormida no pretenden ocultar la mágica maestría de Chesterton y de su versión alucinatoria de Londres. Más tarde vendrían las historias sobre asesinos del viejo barrio norte de Buenos Aires (La noche repetida, El árbol de Judas). La narración que da nombre al primer conjunto es una concisa y lacónica obra maestra. Igual de admirable es la bella y triste historia titulada "El jardín borrado". A continuación aparecerían las satíricas y desencantadas novelas que reflejan los diversos avatares que nos deparan las azarosas manipulaciones de urnas electorales o las incruentas revoluciones. Quizás sea posible un cuento policial puro; basta recordar uno de los textos ejemplares de Poe, que fue el Adán y el "único creador" de este curioso género, no menos riguroso que irreal. Difícilmente pueda haber una novela pura de este tipo, por las razones indicadas por Stevenson alrededor de 1880. En su país de origen, el género ha virado hacia lo truculento y lo obsceno, o hacia la antigua crónica de aventuras con su perseguidor y perseguido; en Inglaterra, hacia el tipo de ficción que hoy se llama psicológica, en la que el "quién" y el "cómo" tienen menos importancia que el "por qué". Tal fue el método de Anthony Berkeley.
Definir El estruendo de las rosas como un buen ejemplo de ficción policial sería, como todas las definiciones, una simplificación injusta de los hechos, una mera conveniencia. Significaría, también, rebajarla hasta lo indecible. Tantas cosas hay en este libro.
Hay una república imaginaria que también simboliza al Tercer Reich de la infausta memoria, hay ese sentimiento de infortunio que imponen las dictaduras y que no parece menos eludible que el destino del Romano o el wyrd de los sajones, hay una servidumbre que somete al opresor y al oprimido, hay unos pocos elegidos que se rebelan, hay, sobre todo, reyes humanos a los que podemos amar o detestar pero que podemos comprender íntimamente y que permanecerán en nuestra memoria con el paso de los años. Dentro de los confines de este libro ingeniosamente engañoso, las cosas no son lo que parecen o, como diría Chesterton con una retórica superior, no significan nada aquí pero significan algo en otra parte. Ni siquiera el crimen es lo que creemos que es; todo el libro es un baile de máscaras y espejos. La trama, de acuerdo con las exigencias de los cánones, es compleja pero no complicada; la inesperada revelación final no requiere que volvamos a las páginas que hemos leído.
En El estruendo de las rosas abundan, como en la obra del célebre Dostoievski, astutos interrogantes y pérfidos diálogos; las esferas de la búsqueda y de lo buscado se entrelazan y se confunden. Experimentamos la melancolía que es atributo de toda dictadura, la metódica opresión de la estupidez, pero también el escarnio y el coraje. Soy plenamente consciente de que el capricho hiperbólico corre el riesgo de provocar polémica y de parecerse menos a la persuasión que a la intimidación, pero no dudo en declarar que Manuel Peyrou, al que me siento unido por tantos recuerdos y tantas afinidades, tantas tardes y años compartidos, es uno de los primeros narradores de las letras hispanas.
Traducción de Juan F. Comperatore
25 de agosto, 2021